Los monfíes de las Alpujarras. Fernández y González Manuel
supremo.
– ¡Es él! ¡es él, madre mia! ¡el jóven del meson de las Alpujarras!
La enferma quiso incorporarse, pero no pudo. Estrella asió por una mano á Yaye, como si le hubiese conocido desde mucho tiempo antes, y le llevó junto al lecho: la enferma posó en él sus hundidos ojos.
– ¡Oh! dijo! ¡si sois honrado y leal y venís á salvar á mi hija, á librar á una pobre madre de la inquietud mortal de dejarla abandonada en el mundo, que Dios os bendiga, caballero!
– Os juro, señora, proteger á vuestra hija como si fuese mi hermana, dijo con entusiasmo Yaye.
– Acaso vuestro poder no alcance á protegerla.
– Mi poder alcanza á mucho, señora, dijo con suma confianza Yaye.
– Sin embargo, temo por vos mismo. ¿Cómo os habeis introducido aquí? ¿Sabeis quién es el hombre que nos guarda? ¿Sabeis que si por desdicha sobreviniese…?
– Aunque ayudase el infierno á ese infame mutilado, nada podria hacer contra mí.
– Respeto las razones que tengais para apoyar vuestro dicho… pero es preciso ganar tiempo…
– Nada temais… os repito que nada teneis que temer… ved por el contrario qué quereis, qué necesitais.
– ¿Qué quiero? ¿qué necesito? exclamó con alegría la enferma: ¿podreis procurarme un sacerdote?
– ¡Oh! ¡sí! ¡hola, Harum!
Presentóse inmediatamente á la puerta el monfí, asombrando á las dos mujeres que no acertaban cómo podia ser aquello.
– Al momento, al momento, Harum, le dijo Yaye, acercándosele y hablándole en voz baja: ve por un sacerdote cristiano para auxiliar á un moribundo; que traiga consigo la comunion y la extremauncion; que suba á ocupar tu lugar uno de los otros, y escucha: Yaye habló por algun tiempo en secreto con el monfí.
Harum partió.
Yaye se volvió á las dos damas.
– A propósito, señoras, dijo: ¿qué gentes hay en esta casa?
– Debe haber un soldado viejo que sirve al capitan Sedeño, y que es tan infame como él, y dos criadas.
– Y no hay mas gentes en la casa.
– No señor.
– En ese caso llamad á ese criado.
– Pero…
– Llamadle.
Poco despues Estrella, dominada por el acento de confianza de Yaye, llamó á grandes golpes á la puerta de entrada.
Oyéronse lentas y fuertes pisadas tras aquella puerta, luego ruido de llaves y rechinar al fin una cerradura: abrióse la puerta y se presentó un hombre de estatura atlética y semblante avieso que adelantó descuidado, sin reparar por el momento en Yaye.
– ¡Vamos! ¿qué quereis? dijo con acento bronco, ¿no es hora ya de descansar? ¿ó es que estamos aquí para andar como un zarandillo de brujas por esa mujer que nunca acaba de morirse?
En aquel momento el hombre que habia entrado y que solo habia dirigido su mirada, en que se veia una impura codicia, á Estrella, reparó en Yaye.
Entonces se pintó en su semblante una expresion feroz, y dirigiéndose al jóven exclamó:
– ¿Quién sois? ¿quién os ha introducido aquí?
Yaye, no contestó á aquel hombre: volvióse hácia la puerta por donde habia entrado y exclamó.
– ¡Ola! ¡á mí!
Un monfí entró inmediatamente en la cámara.
– ¡Oh! ¿qué es esto? gritó el soldado arrojando una feroz mirada á las dos mujeres, y poniendo mano á su daga, única arma que tenia consigo.
– Desarma á ese hombre, dijo Yaye al monfí que habia quedado inmóvil á pocos pasos de la puerta por donde habia entrado.
En este momento la situacion de las personas de nuestro cuadro era la siguiente: Estrella estaba de pié delante del lecho ocupado por su madre; Yaye en medio de la cámara; el soldado servidor del capitan, á pocos pasos de la puerta de entrada, y el monfí que habia acudido á la voz de Yaye, á igual distancia de la otra puerta de servicio.
Aquella situacion solo duró un momento: el soldado avanzó hácia Yaye, daga en mano, y el monfí, rodeándose la capa al brazo, se colocó de un salto entre el emir y su agresor, recibió una puñalada de este en su capa, le asió, le desarmó, apretándole la mano derecha con la fuerza de unas tenazas de hierro, le doblegó, y quedó inmóvil sujetando al soldado por el cuello.
Este rugia.
– ¿Qué mas hombres que tú hay en la casa? dijo Yaye.
El soldado continuó en sus inútiles esfuerzos por desasirse de los puños del monfí, que le oprimia con una fuerza salvaje, pero no contestó.
El monfí comprendió que era una irreverencia punible en aquel hombre, el no contestar á la pregunta del emir, y le apretó el cuello de una manera despiadada.
El soldado lanzó un grito de dolor.
Yaye repitió su pregunta.
– No hay mas hombre que yo, dijo, cediendo á aquella especie de tormento, el soldado.
El monfí comprendió que debia aflojar sus dedos y aflojó.
– ¿Y qué otras personas hay en la casa? continuó Yaye.
– Una vieja cocinera y una criada.
– ¿Dónde están?
– En la cocina.
– Llévate á ese hombre, dijo Yaye al monfí.
El monfí arrastró consigo al soldado que no se podia valer.
– ¿Pero qué quereis hacer conmigo, señor? dijo todo trémulo el soldado.
– Llévate á ese hombre, repitió Yaye: que le aseguren los otros de modo que no pueda escaparse ni gritar, y tú vuelve.
El monfí hizo un esfuerzo y, en silencio, siguió arrastrando consigo asido del cuello y doblegado á aquel hombre, y desapareció por la puerta de servicio.
– ¡Ah! exclamó Estrella: Dios ha tenido al fin compasion de nosotras y os ha enviado para salvarnos. ¿Pero nada temeis caballero?
– Nada absolutamente, señora; descansad en la confianza de que sois libres, enteramente libres; ¡ay! ¡Ojalá que como he podido libertaros pudiera devolver la salud á vuestra madre!
– ¡Oh! yo soy en este momento muy feliz, caballero, dijo la enferma: no sé por qué creo que vos sereis para mi hija un doble apoyo, un hermano, y muero tranquila.
– ¡Oh, madre mia! acaso… si Dios tuviera misericordia de nosotras… exclamó Estrella; ya que hemos encontrado un corazon generoso que nos ampara…
– No, no, hija mia, dijo la enferma con acento débil y cansado… esto se acaba… se acabará dentro de algunos momentos… y luego… quedando tú amparada, me importa poco morir… acercaos, caballero… acercaos.
Yaye adelantó.
– Dentro de poco, dijo la moribunda, mi hija habrá quedado sola sobre la tierra… es demasiado hermosa para que no corra mil peligros… sin embargo, mi hija tiene unos parientes que no la conocen; mi padre el duque de la Jarilla…
– ¡El duque de la Jarilla! exclamó Yaye.
– Yo no puedo deciros lo que quisiera; necesito reconcentrar mis fuerzas para hablaros; me muero… es preciso que concluya… si mi padre hubiere muerto… si los parientes de mi hija no la reconociesen… no la amparasen…
– Vuestra hija, señora, tendrá en mí un hermano, un hermano poderoso.
– ¡Un hermano poderoso! exclamó con