Los monfíes de las Alpujarras. Fernández y González Manuel
se veia el color dorado de la raza mejicana, los negrísimos ojos que son tan comunes entre las indias, y el cabello profuso, rizado y brillante, que tanto encanto presta á su hermosura. Doña Isabel me miraba con curiosidad, y su hija, que indudablemente lo era, puesto que habia heredado sus mismas formas, su misma hermosura, me miraba con un temor instintivo.
– ¿Venís de España, caballero? me dijo doña Inés en excelente castellano.
– Hace un año señora, la contesté con la mayor naturalidad, que he atravesado la frontera del desierto por órden de su adelantado don Juan de Cárdenas, duque de la Jarilla.
Noté que doña Inés se ponia sumamente pálida, y que Calpuc plegaba levemente el entrecejo.
– Este caballero es nuestro huesped, dijo Calpuc á doña Inés, que me saludó de nuevo, me hizo algunos cumplidos y se retiró llevando la niña de la mano.
Quedamos solos Calpuc y yo.
– Necesitamos hablar á solas, me dijo, y comprendernos; tened la bondad de seguirme caballero.
Y por otra puerta, situada á la derecha del altar, me llevó, atravesando algunas habitaciones, á otra donde se encerró conmigo.
Noté que la disposicion de Calpuc hácia mí habia cambiado.
– Sentaos, me dijo, y cubrios capitan: estais enteramente en vuestra casa: quiero que me trateis con franqueza y que me respondais lisa y llanamente á lo que voy á preguntaros. ¿Cuánto tiempo hace que habeis atravesado la frontera?
– Un año poco mas ó menos, le contesté.
– ¿Y decís que el adelantado de la frontera os ha mandado penetrar en el desierto donde nadie hasta vos se ha atrevido á entrar?
– Sí, señor, le contesté.
– ¿Y cuáles eran las instrucciones que traiais? repuso mirándome fijamente.
– Las de reducir á la obediencia á los rebeldes que habian negado el vasallaje á S. M. el gran emperador nuestro amo.
– Estais en un error, capitan, y lo estaba el adelantado al llamar rebeldes á los moradores del desierto: esto no es exacto: los hombres que han preferido huir de las poblaciones conquistadas, para internarse en estas soledades, para venir á buscar estas otras poblaciones, desconocidas aun para los castellanos, no son rebeldes, porque ellos no han reconocido otros señores que los que á falta de Motezuma han defendido la libertad y la honra de los mejicanos: todo consiste en que en Méjico les queda aun mucho que conquistar á los españoles, en que en sus interminables soledades, en sus gigantescos bosques, en sus inmensas florestas, viven y vivirán siempre hombres, que prefieren la fatiga y la guerra á la paz de la servidumbre bajo la tiranía del conquistador. No nos llameis rebeldes, capitan; la rebeldía es un crímen de que no me siento capaz; si alguna vez Calpuc jura fidelidad al emperador don Carlos, será su mas fiel vasallo.
– En buen hora, contesté, que no seais rebelde; pero el emperador, mi amo, es bastante fuerte para conquistaros y os conquista: ya podeis juzgar: cien hombres solos han sido bastantes para penetrar hasta el interior del desierto y dictaros condiciones.
Yo habia aventurado mis últimas palabras para probar el temple de alma de Calpuc, y noté que las habia escuchado con un altivo desprecio: en vez de irritarle yo, el me habia irritado á mí.
– Lo que demuestra, dijo el anciano Yuzuf, interrumpiendo al capitan, que el rey de aquellas gentes valia infinitamente mas que tú.
– Líbrete Dios, emir, dijo profundamente el capitan, de verte frente á frente de Calpuc. Ese hombre tiene alma de demonio.
– No, yo creo que ese hombre tiene un alma valiente, que resiste con una fuerza prodigiosa á la adversidad; pero continúa, porque aunque he oido contar esa misma historia á Calpuc, quiero oir á entrambas partes; él te acusa de asesino y de bandido, y si yo no te protegiera…
Hizo un gesto de profundo desden Sedeño y exclamó:
– Calpuc vive porque le proteges tú, emir; pero continuemos, que tiempo tendrémos sobrado para llegar á ese asunto.
El aspecto de frialdad con que Calpuc habia contestado á mi arrogancia, arrogancia á que me daban derecho cien victorias conseguidas contra aquellos bárbaros, sin perder un solo hombre, me contrarió.
– Habeis llegado hasta aquí, capitan, me dijo, porque Dios lo ha querido; porque Dios castiga en nosotros los pecados de nuestros padres y su ciega idolatría; Dios os ha enviado, no como la luz que alumbra, sino como la espada que hiere: sois un azote al que ha prestado Dios la fuerza de su brazo, y triunfais; porque es necesario, porque es preciso que triunfeis: en una palabra, sois los verdugos de la justicia de Dios.
– Y sin duda para desarmar la cólera de Dios, le dije con intencion, os habeis convertido al cristianismo.
– Me he convertido al cristianismo porque Dios ha querido que me convierta, me contestó con la gravedad peculiar á los indios.
– ¿Y por qué, si sois cristiano, resistis á las armas del emperador?
– ¡Qué! ¿acaso vuestro emperador ha nacido para esclavizar al mundo entero? contestó con desden Calpuc.
– El gran emperador y rey don Carlos V es el monarca mas grande de la tierra.
– Su grandeza es un crímen continuado, contestó Calpuc; pero dejemos vanas disputas. ¿A qué habeis venido aquí?
– Ya os lo he dicho: á conquistar tierras á mi amo el emperador, y á extender la fe de Jesucristo.
– Por ahí debiais haber empezado; pero la fe de Jesucristo no se extiende por medio del incendio, de la matanza, de la impureza, del robo y de todo género de delitos: el que quiera extender la fe de Jesucristo debe de ser un apóstol y encadenar las almas por el ejemplo de su virtud y por la sabiduría de su palabra. Y si Dios os ha traido hasta estas remotas tierras, no ha sido por la gloria de su nombre; vosotros sois indignos de enaltecerla; os ha enviado como un castigo, y vosotros no peleais con el valor del leon, excitados por la fe, sino por la sed de oro; habeis llegado hasta aquí atraidos por la fama de la montaña dorada, y os habeis encontrado con una roca de cristal. Si vuestros soldados hubieran sabido esto, no hubieran sido tan audaces. Para encontrar botin en abundancia, no es necesario penetrar en el desierto; si en vez de estar la montaña dorada despues de esta ciudad, hubiese estado mas allá, no hubiéreis pasado adelante. Sea como quiera, ¿cuanto oro será necesario para que nos dejeis en paz?
– Todo el oro que teneis, todas las riquezas que atesorais pertenecen á mi amo el emperador, le contesté.
– En buen hora, dijo Calpuc; vuestro será el oro del templo; vuestras las riquezas que encierran las casas de la ciudad; pero no serán vuestros los tesoros ocultos por nosotros en las entrañas de la tierra; tesoros, en comparacion de los cuales, nada es cuanto habeis robado ó podeis robar, porque nosotros sabemos donde estan las minas de oro y los bancos de perlas y las rocas que encierran el diamante. Si vuestro objeto no es otro que el de acumular riquezas, hablad; poned precio á nuestra libertad, recibidlo y partid.
– Escuchad, le dije: hay un medio de conciliarlo todo: al entrar he visto una niña.
Púsose sumamente pálido Calpuc.
– Esa niña es mi hija, me contestó.
– Pues bien, dadme vuestra hija por esposa, y me quedo entre vosotros; os ayudo con mis invencibles soldados; fundamos un poderoso imperio al que no se atreveran á llegar los españoles y…
– ¿Son esas vuestras últimas condiciones? dijo interrumpiéndome Calpuc.
– Decididamente.
– Pues bien, pensaré en ello. Entre tanto descansad; esta es vuestra habitacion; no extrañeis si no me veis en algun tiempo, porque acaso me lo impediran graves ocupaciones. Adios.
Y sin esperar mi contestacion se perdió tras un tapiz.
Para mí todo lo que habia visto y me habia maravillado, el trage castellano de Calpuc, la pureza con que hablaba el castellano, la existencia de tres sacerdotes