La guardia blanca. Артур Конан Дойл
palabras colmaron la exasperación del abad, sobre todo pronunciadas como fueron con la sonrisa burlona que apenas había desaparecido un momento de los labios de Tristán desde el comienzo de su perorata.
– ¡Basta ya! exclamó Fray Diego. Lejos de defenderse el culpado confiesa y agrava su falta con sus livianas palabras. Sólo me resta imponerle el condigno castigo.
Al decir esto dejó el abad su asiento y todos los monjes le imitaron, dirigiendo temerosas miradas al irritado semblante de su superior.
– Tristán de Horla, continuó éste, en los dos meses de vuestro noviciado habéis dado pruebas evidentes de perversidad y de que por ningún concepto merecéis vestir el blanco hábito símbolo de un espíritu sin mancha. Seréis, pues, despojado de ese hábito y despedido de esta abadía, de sus tierras y pertenencias, sin renta ni beneficio de ninguna clase y sin las gracias espirituales que gozan cuantos viven bajo la tutela y especial protección de San Benito. Vuestro nombre será borrado de los registros de la orden y os queda prohibido volver á pisar los umbrales de la abadía y entrar en ninguna de las granjas y posesiones de Belmonte.
Aquella primera parte de la sentencia pareció terrible á los monjes, especialmente á los más ancianos, acostumbrados como estaban á la vida sosegada de la abadía, fuera de la cual se hubieran visto tan desamparados y desvalidos como niños abandonados á sus propias fuerzas. Pero evidentemente la vida mundanal no tenía terrores para el novicio, antes le atraía y agradaba, á juzgar por la expresión regocijada con que oyó el anuncio de su expulsión. Su contento acrecentó la iracundia de Fray Diego, quien continuó diciendo:
– Esto por lo que al castigo espiritual se refiere. Pero á los malos servidores de Dios, de corazón empedernido, poco les duelen tales penas. Yo sé cómo castigaros de manera que lo sintáis, ahora que vuestras fechorías os han privado de la protección de la iglesia. ¡Á ver! ¡Tres hermanos legos, Francisco, Atanasio y José, apoderaos del truhán, atadle los brazos y decid al hermano portero que le aplique unas cuantas docenas de azotes con un buen rebenque!
Al acercársele los robustos legos para obedecer las órdenes del abad, desapareció toda la placidez del novicio, que asió con ambas manos el pesado reclinatorio de roble y levantándolo en alto como una maza, gritó con voz potente:
– ¡Teneos! ¡Juro por San Jorge que al primero de vosotros que ose tocarme le rompo la cabeza en mil pedazos!
La advertencia no podía ser más clara ni más enérgica, y unida á la amenazadora actitud del novicio, cuyas fuerzas eran bien conocidas de todos, bastó para que los legos retrocedieran más que de prisa y para espantar á los religiosos, que se precipitaron en tropel hacia la puerta. Sólo el abad pareció pronto á lanzarse sobre el rebelde novicio, pero dos monjes que junto á él se hallaban lo asieron por los brazos y lograron ponerlo fuera de peligro.
– ¡Está poseído del demonio! gritaban los fugitivos. ¡Pedid socorro! Que venga el hortelano con su ballesta, y llamad también á los mozos de cuadra. ¡Pronto, decidles que estamos en peligro de muerte! ¡Corred, hermanos! ¡Ved que ya nos alcanza!
Pero el victorioso Tristán de Horla no pensaba en perseguirlos. Estrelló contra el suelo el reclinatorio, derribó de un revés á su delator Ambrosio, que puso el grito en el cielo, y atropellando á los aturrullados frailes que formaban la retaguardia, bajó á escape la escalera. El portero Atanasio vió pasar rápidamente una gigantesca forma blanca y antes de enterarse de lo que aquello significaba y de la causa del tumulto que en la escalera se oía, ya el indómito Tristán estaba lejos de la abadía y á grandes zancadas recorrió el polvoriento camino de Vernel.
CAPÍTULO II
DE CÓMO ROGER DE CLINTON EMPEZÓ Á VER EL MUNDO
LOS muros del antiguo convento no habían presenciado jamás escándalo semejante. Pero Fray Diego de Berguén tenía en mucho la buena disciplina de la comunidad para permitir que ésta quedase bajo la impresión de la rebeldía triunfante del novicio; así fué que convocando nuevamente á los hermanos les dirigió una filípica como pocas, comparando la expulsión del iracundo Tristán á la de nuestros primeros padres del Paraíso, llamando sobre él los castigos del cielo y advirtiendo de paso á sus oyentes que si algunos de ellos no mostraban más celo y obediencia que hasta entonces, la expulsión de aquel día no sería la última. Con esto quedó restablecida la calma y en buen lugar la autoridad de Fray Diego, quien ordenó á los religiosos que volvieran á sus faenas respectivas y se retiró á su celda.
Apenas comenzadas sus oraciones oyó que llamaban suavemente á la puerta.
– Entrad, dijo con voz en que se traslucía el mal humor; pero apenas fijó los ojos en el importuno que así le interrumpía, desapareció la expresión ceñuda del semblante, reemplazándola bondadosa sonrisa.
El que llegaba era un esbelto doncel, de facciones algo delgadas, rubios cabellos, buena presencia y muy joven á juzgar por la expresión aniñada del rostro. Sus claros y hermosos ojos revelaban también un candor casi infantil; su mirada era la del adolescente cuyo espíritu se había desarrollado hasta entonces lejos de las emociones, de las penas y de los combates del mundo. Sin embargo, las líneas de la boca y la pronunciada forma de la barba indicaban un carácter enérgico y resuelto.
Aunque no vestía el hábito monástico, su ropilla, calzas y gruesas medias eran de obscuro color, cual convenía á un morador de aquella santa casa. De una ancha correa cruzada al hombro pendía henchido zurrón de los que por entonces usaban los viajeros; llevaba en la diestra un grueso bastón herrado y en la otra mano su gorra de paño pardo, que tenía cosida al frente una gran medalla con la imagen de Nuestra Señora de Rocamador.
– Veo que estás ya pronto á ponerte en camino, hijo querido. Y no deja de ser coincidencia curiosa, continuó el abad con aire pensativo, la de que en un mismo día salgan de este monasterio el más perverso de sus novicios y el mancebo á quien todos consideramos como el más digno de nuestros jóvenes discípulos y que es también el predilecto de mi corazón.
– Sois demasiado bondadoso, padre mío, contestó el doncel. Por mi parte, si me fuese dado elegir, acabaría mis días en Belmonte. Aquí he tenido mi dulce hogar desde la infancia y al salir de esta casa lo hago con verdadero pesar.
– Pruebas impuestas por Dios son esas penas, Roger, y cada cual tiene su cruz. Pero tu partida, que á todos nos contrista, es inevitable. Yo prometí á tu padre que al cumplir los veinte años saldrías de Belmonte, para ver algo del mundo y juzgar por tí mismo si preferías seguir en él ó volver á este sagrado refugio. Acerca ese escabel y toma asiento.
Hízolo así Roger y el abad continuó diciendo, después de reflexionar algunos momentos:
– Veinte años hace que tu padre, el arrendador de la granja de Munster, murió, dejando valiosos cortijos y terrenos á la abadía y dejándonos también á su hijo menor, niño de pocos meses, á condición de criarlo y educarlo en el monasterio. Hízolo así el buen hidalgo no sólo porque había muerto tu santa madre, sino porque Hugo de Clinton, su hijo mayor y único hermano tuyo, había dado ya pruebas de su carácter díscolo y violento, y hubiera sido absurdo dejarte encomendado á él. Pero como dije antes, tu padre no quería dedicarte irrevocablemente á la vida monástica; la elección dependerá de tí, y no has de hacerla ahora, sino cuando tengas alguna experiencia de la vida, para resolver con acierto.
– ¿Y no impedirán mi partida los cargos que he ejercido ya en la comunidad, aparte de mis funciones de amanuense?
– En manera alguna. Veamos: ¿has sido despensero y acólito?
– Sí, padre.
– ¿Exorcista y lector después?
– Sí, padre.
– Y obediente y piadoso como un hermano profeso, pero nunca has hecho voto de castidad. ¿No es cierto?
– Así es, padre mío.
– Pues nada te impide entrar en el mundo y vivir en él tan libremente como el que nunca ha pisado el claustro. Y puedo decir con placer que esa nueva vida se abre ante tí con buenos auspicios, porque además de los sanos principios que