Cuentos Clásicos del Norte, Primera Serie. Edgar Allan Poe
su entusiasmo primitivo había desaparecido del todo. Sin embargo, parecía más bien abstraído que descontento. Conforme avanzaba la noche se absorbía más y más en sus meditaciones de las cuales no consiguieron arrancarle todos mis esfuerzos. Había tenido yo la intención de pasar la noche en la cabaña como lo acostumbraba a menudo, pero observando la actitud de mi huésped, pensé que era más oportuno despedirse. No me instó para que permaneciera en su compañía, pero estrechó mi mano al partir con mayor cordialidad aún que de ordinario.
Haría un mes de lo que he relatado, intervalo durante el cual nada había sabido de Legrand, cuando recibí en Chárleston la visita de su asistente Júpiter. Nunca había visto al buen negro tan trastornado y creí que algún serio desastre hubiera ocurrido a mi amigo.
– Y bien, Júpiter, – díjele, – ¿de qué se trata? ¿Cómo está tu amo?
– Pá decir verdá, patrón, él no etá tan sano.
– ¿Está enfermo? Lo siento mucho. ¿De qué se queja?
– ¡Ahí etá! ¡Eso é lo pior! Nunca se queja de ná. Pero tá mu mal.
– ¡Muy mal, Júpiter! ¿Por qué no me dijiste eso de una vez? ¿Está en cama?
– No, señó; eso no. Pero no se sabe por ónde anda. Eso é lo que me duele. El pobre amo Will m'etá dando mucho dolore de cabeza.
– Júpiter, quisiera entender lo que estás diciendo. Hablas de que tu amo está enfermo. ¿No te ha dicho lo que tiene?
– ¡Güeno, patrón! No hay que alterase po eso. Amo Will dice que no tiene ná… Pero ¿por qué anda poahí con la cabeza enterrá entre sus hombros y blanco como una visión?.. ¡Otra cosa! Siempre etá con una chará…
– ¿Una qué, Júpiter?
– Sí; una chará, y una pizarra con lo número má raros que se ha vito. Le digo a uté que me asuta en veces. Necesito mucho ojo con sus cosas. L'otro día se m'escapó a la madrugá y se jué todo el bendito día. Tuve preparao un garrote pá dale una güena soba cuando volviese; pero soy tan zonzo que no tuve alma dempués de tó… Parecía tan despeao que me dió lástima.
– ¡Eh? ¡Cómo? ¡Ah, sí! Bien, teniendo todo en cuenta, creo que es mejor que no seas muy severo con el pobre. No lo disciplines, Júpiter; no me parece que está en condiciones de resistirlo. Pero ¿no puedes imaginar qué es lo que ha producido su enfermedad, o mejor dicho, este cambio en sus maneras? ¿Ha sucedido algo desagradable después que no nos hemos visto?
– No, patrón, no ha sucedido ná dende entonce. Me paece que jué antes… jué el mimo día que uté etuvo.
– ¡Cómo! ¿qué quieres decir?
– Güeno, patrón, yo digo que jué la cucaracha… ¡eso!
– ¿El qué?
– La cucaracha. Seguro que esa cucaracha de oro lo picó en algún lao de la cabeza.
– Y ¿qué motivo tienes para pensar eso, Júpiter?
– Esa cucaracha tiene mu güenas patas y mu güena boca. Nunca vide un bicho más condenao: muerde y patea tó lo que se le arrima. Amo Will la cazó primero, pero le digo que tuvo que soltarla mu prontito. Y entonce creo que lo mordió. A mí dió miedo la boca e la cucaracha p'agarrarla, pero la pesqué con un peaso e papel. L'envolví con el papel y tamién l'ise comé papel. Así jué.
– Y ¿crees entonces que el insecto picó verdaderamente a tu amo y que la picadura lo ha enfermado?
– A mí no é que me paece… Toy seguro. ¿Po qué soñó tanto con el oro si no é poque lo picó el bicho de oro? Yo he oído dende antes hablá de estas cucarachas de oro.
– Pero ¿cómo sabes que sueña con oro?
– ¿Que cómo sé? Poque habla de eso cuando duerme. Po eso toy seguro.
– Bien, Júpiter, quizá tengas razón; pero ¿a qué circunstancia afortunada debo el placer de tu visita?
– ¿Qué dise, patrón?
– ¿Me traes algún recado de Mr. Legrand?
– No, patrón, traigo ete paquete; – y aquí Júpiter me entregó una carta que decía así:
Querido —
¿Por qué no habéis venido en tanto tiempo? Espero que no seréis tan bobo de ofenderos por mis pequeños arranques; no, eso no es posible.
Desde que no os he visto tengo grandes motivos de ansiedad. Necesito deciros algo, pero apenas sé en qué forma podría hacerlo y ni siquiera si debería decíroslo.
No he estado muy bien en los últimos días y el pobre viejo Júpiter me ha aburrido más de lo que es posible soportar con sus ingenuas atenciones. ¿Lo creeríais? Había preparado un gran palo el otro día para castigarme por habérmele escapado y haber pasado la jornada solo, en las colinas de la isla. Creo, en verdad, que únicamente mi aspecto de enfermo me salvó de la azotaina.
No he agregado nada a mi colección desde la última vez que nos vimos.
Si podéis arreglarlo sin inconveniente, venid con Júpiter. Venid. Necesito veros esta noche para un asunto de importancia. Os aseguro que es de la mayor importancia.
Algo había en el tono de la carta que me produjo gran inquietud. Su estilo difería por completo del que acostumbraba Legrand. ¿En qué estaría soñando? ¿Qué nueva extravagancia se había apoderado de su excitable cerebro? ¿Cuál podía ser aquel "asunto de gran importancia" que necesitara él definir? Las noticias de Júpiter a su respecto no auguraban nada bueno. Temí que quizá el peso continuo de la desgracia hubiera al fin trastornado la mente de mi amigo. En consecuencia, sin un instante de vacilación me preparé a acompañar al negro.
Al llegar al embarcadero advertí una hoz y tres azadas, nuevas en apariencia, colocadas en el fondo del bote que debíamos ocupar.
– ¿Qué significa esto, Jup? – pregunté.
– Son una hoz y unas azadas, patrón.
– No cabe duda; pero ¿qué hacen aquí?
– Son una hoz y unas azadas que amo Will me mandó que le comprara en la ciudad y que por má señas he tenío que largar un montón de plata po eso.
– Pero, en nombre de todo lo misterioso, ¿qué va a hacer "amo Will" con azadas y con hoces?
– ¡Ah! Eso sí que no sé y ¡el diablo cargue conmigo si el amo sabe má que yo! Pá mí que tó é por la cucaracha. —
Viendo que no podía satisfacer mi curiosidad con las respuestas de Júpiter, cuyo intelecto parecía completamente absorbido por el escarabajo, abordé el bote y nos dimos a la vela. Empujados por brisa poderosa y favorable arribamos pronto a la pequeña ensenada al norte del fuerte de Moultrie y una caminata de dos millas nos condujo a la cabaña. Era cerca de las tres de la tarde cuando llegamos, y Legrand nos aguardaba en ansiosa expectación. Oprimió mi mano con vivacidad nerviosa que me alarmó robusteciendo las sospechas que habían ya acudido a mi mente. Su semblante tenía palidez cadavérica y sus ojos, hundidos en las cuencas, brillaban con lustre sobrenatural. Después de algunas preguntas acerca de su salud preguntéle, no sabiendo cosa mejor que decir, si no había recuperado aún su escarabajo del teniente G. —
– ¡Oh, sí! – replicó, enrojeciendo violentamente. – Lo recogí al siguiente día. Nada podría decidirme a separarme de este escarabajo. ¿Sabéis que Júpiter tenía razón en sus apreciaciones?
– ¿A qué respecto? – pregunté, sintiendo mi corazón llenarse de tristes presentimientos.
– Suponiendo que era un insecto de oro verdadero. —
Dijo esto con aire de profunda gravedad, y yo me sentí indeciblemente contristado.
– Este insecto hará mi fortuna, – continuó con