Cuando la tierra era niña. Nathaniel Hawthorne
de la Gorgona. Y allí estaba aquel rostro terrible, reflejado en la brillantez del escudo, con la luz de la luna cayendo de plano sobre él y descubriendo todo su horror. Las serpientes, cuya naturaleza venenosa no les permitía dormir por completo, se le enroscaban sobre la frente. Era el rostro más fiero y más horrible que nunca se haya visto ni imaginado, y sin embargo, había en él una extraña, terrible y salvaje belleza. Los ojos estaban cerrados, porque la Gorgona dormía aún profundamente; pero sus facciones estaban conturbadas por una expresión inquieta, como si el monstruo sufriese algún mal sueño. Rechinaba los dientes y arañaba la arena con sus garras de bronce.
Las serpientes también parecían sentir el sueño de Medusa e inquietarse con él cada vez más. Se trenzaban unas con otras en nudos tumultuosos, se retorcían furiosamente y levantaban cien sibilantes cabezas sin abrir los ojos.
–¡Ahora, ahora!—murmuró Azogue, que se iba impacientando—. ¡Hiere al monstruo!
–Pero con calma—dijo la voz, grave y melodiosa, al lado del joven—. Mira a tu escudo mientras vas volando hacia abajo, y ten cuidado de no errar el primer golpe.
Perseo bajó, volando cuidadosamente siempre, con los ojos fijos en el rostro de Medusa, reflejado en su escudo. Cuanto más se acercaba, más terrible se iba poniendo el rostro, rodeado de serpientes, y el cuerpo metálico del monstruo. Por fin, cuando estuvo sobre ella a distancia en que podía alcanzarla con el brazo, Perseo levantó la espada. En el mismo instante todas las serpientes que formaban la cabellera de la Gorgona se alzaron amenazadoras, y Medusa abrió los ojos. Pero despertó demasiado tarde. La espada era cortante. El golpe cayó como un rayo, y la cabeza de la horrible Medusa rodó separada del cuerpo.
–¡Admirablemente hecho!—dijo Azogue—. Apresúrate y mete la cabeza en el saco mágico.
Con gran asombro de Perseo la bolsita bordada que se había colgado al cuello aumentó de tamaño lo bastante para contener la cabeza de Medusa. Pronto, como el pensamiento, la levantó, cuando aún las serpientes se retorcían en torno de ella, y la metió en el saco.
–Tu misión está cumplida—dijo la voz serena—. Ahora vuela, porque las otras Gorgonas han de hacer cuanto puedan para vengar la muerte de Medusa.
Era verdaderamente necesario alzar el vuelo, porque Perseo no había realizado su hazaña tan silenciosamente que el ruido de la espada, el silbar de las serpientes y el golpe de la cabeza de Medusa, al caer sobre la arena, batida por el mar, no hubiesen despertado a los otros monstruos. Se incorporaron un instante, frotándose los ojos adormilados con los dedos de bronce, mientras que todas las serpientes de sus cabezas se revolvían con sorpresa y venenosa malicia, no sabiendo contra quién. Pero cuando las Gorgonas vieron el escamoso cuerpo de Medusa sin cabeza, con las alas de oro erizadas y caídas y sobre la arena, fué realmente terrible oir sus alaridos. ¡Y las serpientes! Lanzaron mil silbidos, todas a un tiempo, y las serpientes de Medusa contestaron desde el saco mágico.
Apenas estuvieron las Gorgonas completamente despiertas, se levantaron en el aire, blandiendo sus garras de bronce, rechinando sus dientes horribles y moviendo las alas tan furiosamente, que algunas de las plumas de oro se arrancaron y cayeron a la playa. Y puede que aún estén allí desparramadas. Levantáronse, como digo, las Gorgonas, mirando horriblemente de un lado para otro con la esperanza de convertir a alguien en piedra. Si Perseo las hubiese mirado o hubiese caído en sus garras, su pobre madre nunca hubiera vuelto a besarle. Pero tuvo buen cuidado de volver la vista a otro lado, y como llevaba el yelmo de la invisibilidad, las Gorgonas no supieron en qué dirección seguirle, ni tampoco dejó él de hacer el mejor uso posible de las sandalias con alas, subiendo en línea perpendicular un kilómetro próximamente. A aquella altura, cuando los gritos de las abominables criaturas ya llegaban hasta él muy débiles, se dirigió en línea recta hacia la isla de Serifo, para entregar la cabeza de Medusa al rey Polidectes.
No tengo tiempo de contaros varias cosas maravillosas que sucedieron a Perseo al volver a su casa, tales como matar a un horrible monstruo marino que estaba a punto de devorar a una hermosa doncella; ni cómo convirtió a un enorme gigante en montaña de piedra con sólo enseñarle la cabeza de la Gorgona. Si dudáis de esta última historia, podéis hacer un viaje a África, cualquier día de éstos, y veréis la montaña, que todavía lleva el antiguo nombre del gigante.
Por último, nuestro valiente Perseo llegó a la isla, donde esperaba ver a su madre querida. Pero durante su ausencia el malvado rey había tratado tan mal a Danae, que se había visto obligada a huir y a refugiarse en un templo donde unos cuantos sacerdotes ancianos y buenos la habían recogido. Estos sacerdotes, dignos de alabanza, y el pescador de buen corazón, que fué el primero en dar hospitalidad a Danae y a Perseo, niño, cuando los encontró flotando en el arca, parecen haber sido las únicas personas de la isla que se preocupasen de hacer el bien. Todo el resto del pueblo, lo mismo que el rey Polidectes, eran notablemente malos y no merecían mejor destino que el que vais a saber que cayó sobre ellos.
No habiendo encontrado a su madre en casa, Perseo se fué derecho a palacio, e inmediatamente lo llevaron a presencia del rey. Polidectes no se alegró gran cosa de volver a verle, porque casi tenía por cierto, con regocijo de su mal corazón, que las Gorgonas habrían hecho pedazos al pobre muchacho y se lo habrían comido inmediatamente. Pero al verle volver sano y salvo, puso la mejor cara que pudo y le preguntó qué había hecho.
–¿Has cumplido tu promesa?—preguntó—. ¿Me traes la cabeza de Medusa con su cabellera de serpientes? Si no, hijo mío, te va a costar caro, porque necesito un regalo de boda para la princesa Hipodamia, y sé que no hay nada en el mundo que pueda ser tan de su gusto.
–Sí, Majestad—respondió Perseo tranquilamente y como si no hubiera por qué asombrarse de que un joven como él hubiese llevado a cabo tal hazaña—. Os traigo la cabeza de la Gorgona con todos sus cabellos de serpientes.
–¡De veras! Pues haz el favor de enseñármela—dijo el rey Polidectes—. Debe de ser
espectáculo curioso, si todos los viajeros que me han hablado de ella han dicho la verdad.
–Vuestra Majestad está en lo cierto—repuso Perseo—. Realmente es un objeto capaz de fijar las miradas de todo el que lo vea. Y si Vuestra Majestad quiere, me permitiré aconsejar que se declare el día de hoy fiesta nacional y que se llame a todos los súbditos de Vuestra Majestad para que vengan a contemplar esta curiosidad maravillosa. ¡Me parece que pocos serán los que hayan visto una cabeza de Gorgona, y acaso nunca puedan volver a verla!
Bien sabía el rey que todos sus súbditos eran haraganes rematados, aficionadísimos a espectáculos como suelen serlo todas las gentes perezosas; así es que siguió el consejo del joven y envió en todas direcciones heraldos y mensajeros para que tocasen la trompeta en todas las esquinas y en las plazas y mercados, y dondequiera se encontrasen dos caminos, y llamasen a todo el mundo a la Corte. Vino, pues, gran multitud de gentes inútiles y vagabundas, que todas, por puro amor al mal, se hubiesen alegrado muchísimo de que a Perseo le hubiese sucedido algún daño en la lucha con la Gorgona. Si algunas buenas personas había en la isla (yo quiero creer que las hubo, aunque la historia no dice nada de ellas), de seguro se quedaron tranquilamente en casa atendiendo a sus quehaceres y cuidando a sus hijos. Muchos de los habitantes, sea comoquiera, corrieron a palacio a toda prisa, y gritaron, y se empujaron, y se dieron codazos por afán de estar cerca de un balcón donde se veia a Perseo con el saco mágico y bordado en la mano.
En una tribuna colocada enfrente del balcón estaba sentado el rey Polidectes, con sus malvados consejeros y sus cortesanos aduladores, formando semicírculo en derredor suyo. Monarca, consejeros, cortesanos y pueblo, todos miraban ansiosamente a Perseo.
–¡Enseña la cabeza de la Gorgona!… ¡Enséñala!—gritaba el pueblo. Y había en sus gritos tal fiereza, que parecían querer hacer pedazos a Perseo, si lo que había de enseñarles no les satisfacía—. ¡Enséñanos la cabeza de Medusa con la cabellera de serpientes!
Un sentimiento de pena y de lástima sobrecogió a Perseo.
–¡Oh, rey Polidectes—exclamó—, y vosotros pueblo: no quisiera mostraros la cabeza de la Gorgona!
–¡Ah,