La Espuma. Armando Palacio Valdés

La Espuma - Armando Palacio Valdés


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con semblante grave, sombrío, sin pestañear, y guardó silencio.

      –Hace quince días me entregó otro de nueve mil…. Aquí está.

      La misma operación, y el mismo silencio.

      –El mes pasado me presentó tres; uno de siete mil, otro de once mil y otro de cuatro mil…. Aquí los tengo también.

      Osorio agitó el puñado de papeles un instante delante de los ojos de la dama. Viendo que ésta no despegaba los labios, preguntó:

      –¿Estás conforme?

      –¿Con qué?—dijo secamente.

      –Con que son exactas estas partidas.

      –Lo serán si están firmados los recibos por mí. Tengo poca memoria, sobre todo en cuestiones de dinero.

      –Es una gran felicidad—repuso sonriendo irónicamente Osorio, mientras volvía a guardar en la cartera los papeles—. Yo también he intentado muchas veces prescindir de ella. Desgraciadamente, el cajero se encarga siempre de refrescársela a uno…. ¡Bueno!—añadió, viendo que su mujer no replicaba—. Pues no he subido a otra cosa más que a hacerte una pregunta, y es la siguiente: ¿Crees que las cosas pueden seguir de este modo?

      –No entiendo.

      –Me explicaré: ¿crees que puedes seguir tomando de la caja cada pocos días cantidades tan crecidas como éstas?

      Clementina, que estaba pálida cuando entró, se había puesto fuertemente encarnada.

      –Mejor lo sabrás tú.

      –¿Por qué mejor?… Tú debes de saber adónde llega tu fortuna.

      –Bien, pues no lo sé—replicó refrenando con trabajo su despecho.

      –Nada más claro. Los seiscientos mil duros que tu padre me ha entregado al casarme, como están en fincas producen, según puedes enterarte de los libros, unos veintidós mil duros. El gasto de la casa, sin contar con el mío particular, suma bien tres veces esa cantidad…. Saca ahora, si quieres, la consecuencia.

      –Si te pesa que se gaste de tu dinero, puedes vender las casas—dijo Clementina con desdeñosa sequedad, volviendo a ponerse pálida.

      –Es que si se vendiesen, mañana sería yo responsable con mi dinero de su importe. ¿No sabes eso?

      –Firmaré cualquier papel diciendo que no se te haga cargo de nada.

      –No basta, querida, no basta. La ley no me exime nunca de responder de la dote mientras tenga dinero…. Además, si tú te lo gastases alegremente (recalcó esta palabra), el negocio sería para ti muy bueno, pero para mí deplorable, porque siempre me quedaba en la obligación de … subvenir a tus necesidades.

      –¿De mantenerme, verdad?—dijo ella con ironía amarga.

      –Quería evitar esa palabra … pero, en efecto, es la más exacta.

      Hablaba Osorio en un tonillo impertinente y protector que estaba desgarrando por varios sitios la soberbia de su esposa. Desde las feroces reyertas que habían producido su separación debajo del mismo techo, no habían tenido una entrevista de tal especie como la presente. Cuando por la convivencia se originaba algún rozamiento, resolvíanlo por una breve y seca explicación de pasada, en que ambos, sin deponer el orgullo, usaban de prudencia por temor del escándalo. Pero ahora el asunto tocaba en lo más vivo a Osorio. Para un banquero, por espléndido que sea, lo más vivo es el dinero. Además su amor propio, aunque otra cosa aparentase, había sufrido mucho en los últimos años. No basta fingir indiferencia y desdén ante los extravíos de una esposa; no basta pagarle en igual moneda paseándole por delante de los ojos las queridas, hacer gala de ellas ante el público. Las armas serán iguales, pero las heridas que la mujer causa son más profundas y más graves que las del hombre. El malestar que la conducta libre de su esposa le causaba no disminuía con el tiempo. El abismo que los separaba era cada vez más profundo. Por eso, la airada venganza cogía esta ocasión por los pelos.

      Clementina le miró un instante. Luego, encogiéndose de hombros y haciendo con los labios una leve mueca de desdén, dió la vuelta y se dispuso a salir de la estancia. Osorio avanzó unos pasos colocándose entre ella y la puerta.

      –Antes de irte quiero que sepas que el cajero tiene orden de no pagar ningún recibo que no vaya visado por mí.

      –Enterada.

      –Para tus gastos tendrás una cantidad fija, que ya determinaremos cuál ha de ser. No quiero más sorpresas en la caja.

      Clementina, que iba a salir por la puerta de la antesala, retrocedió para hacerlo por la de su boudoir. Antes de desaparecer, teniendo el portier levantado con una mano y encarándose con su marido, le dijo con reconcentrada ira:

      –Al fin resultas un puerco como tu cuñado; sólo que éste no las echa como tú de generoso.

      Dejó caer el portier y dió un gran portazo.

      Osorio hizo un movimiento para arrojarse detrás de ella; pero reponiéndose instantáneamente gritó más que dijo para que le oyese bien:

      –¡Es claro! soy un puerco porque no quiero mantener señoritos hambrientos. ¡Que los mantengan las viejas que los utilizan!

      Después de proferida esta ferocidad quedó satisfecho al parecer, porque en sus labios se dibujó una sonrisa de triunfo y sarcasmo.

      Cinco minutos después ambos esposos estaban en el comedor riendo y bromeando con los tres o cuatro convidados que tenían.

      IV

      Cómo alentaba a la virtud el señor duque de Requena

      A ver, a ver, explica eso.

      –Señor duque, el negocio es clarísimo. Hoy he hablado con Regnault. La mina puede producir, cambiando los hornos, construyendo algunas vías y estableciendo maquinaria a propósito, una mitad más de lo que actualmente rinde. Puede llegar a producir sesenta mil frascos de azogue. El dinero necesario para lograr esto no pasa de ciento a ciento cincuenta mil duros.

      –Me parece mucho.

      –¿Mucho, para un resultado como ese?

      –No; me parecen muchos frascos.

      –Pues a mí no me cabe duda de que es verdad lo que dice Regnault. Es un ingeniero inteligente y práctico. Seis años ha estado explotando las de California. Además, el ingeniero inglés que ha ido con él asegura lo mismo.

      Los que así hablaban eran el duque de Requena y su secretario, primer dependiente o como quiera llamarse, pues en la casa no había apelativo designado para él. Llamábasele simplemente Llera. Era un mozo asturiano, alto, huesudo, de rostro pálido y anguloso, brazos y piernas larguísimos, grandes manos y pies, brusco y desgarbado de ademanes y con unos ojos grandes de mirar franco y sincero donde brillaba la voluntad y la inteligencia. Era un trabajador infatigable, asombroso. No se sabía a qué horas comía ni dormía. Cuando llegaba a las ocho de la mañana al escritorio, ya traía hecha la tarea de cualquier hombre en todo el día. A las doce de la noche aún se le podía ver muchas veces con la pluma en la mano en su despacho. Con ese don especial para conocer a los hombres, que poseen todos los que han de lograr éxito feliz en el mundo, Salabert penetró, al poco tiempo de tenerle por ínfimo escribiente, el carácter y la inteligencia de Llera. Y sin darle gran consideración en apariencia, porque esto no entraba jamás en su proceder, se la dió de hecho acumulando sobre él los trabajos de más importancia. En poco tiempo llegó a ser el hombre de confianza del célebre especulador, el alma de la casa. Su laboriosidad humillaba a todos los demás empleados y de ella se servía Salabert para cargarlos de trabajo en horas excepcionales. Llera, a un mismo tiempo, era su secretario, su mayordomo general, el primer oficial de su oficina, el inspector de las obras que tenía en construcción y el agente de casi todos sus negocios. Por llevar a cabo este trabajo inconcebible, superior a las fuerzas de cuatro hombres medianamente laboriosos, le daba seis mil pesetas al año. El dependiente se creía bien retribuido, considerábase feliz pensando que hacía seis años nada más, ganaba mil quinientas. Todos los días, antes de dar su paseo matinal y emprender sus visitas


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