La Espuma. Armando Palacio Valdés

La Espuma - Armando Palacio Valdés


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firme se dirigió hacía la calle Mayor, escoltada siempre y no de lejos por el joven. Al llegar a la mitad de ella próximamente, entró en una casa de suntuosa apariencia, no sin lanzar antes una rápida y furibunda mirada a su perseguidor, que la recibió con entera y rara serenidad.

      El portero, que estaba plantado en el umbral atusándose gravemente sus largas patillas, despojóse vivamente de la gorra, le hizo una profunda reverencia y corrió a abrir la puerta de cristales que daba acceso a la escalera, apretando en seguida el botón de un timbre eléctrico. Subió lentamente la escalera alfombrada, y al llegar al principal la puerta estaba ya abierta y un criado con librea al pie de ella esperando.

      La casa pertenecía al Excmo. Sr. D. Julián Calderón, jefe de la casa de banca Calderón y Hermanos, el cual ocupaba todo el principal de ella, sirviéndose por escalera distinta de los demás pisos, que tenía alquilados. Este Calderón era hijo de otro Calderón muy conocido en el comercio de Madrid, negociante al por mayor en pieles curtidas, que con ellas había hecho una buena fortuna y que en los últimos años de su vida la había acrecentado, dedicándose, a la par que al comercio, al giro y descuento de letras. Fallecido él, su hijo Julián continuó su obra sin apartarse un punto, manejando con el suyo el haber de sus dos hermanas casadas, la una con un médico, la otra con un propietario de la Mancha. A su vez estaba casado, bastantes años hacía, con la hija de un comerciante de Zaragoza, llamado D. Tomás Osorio, padre también del conocido banquero madrileño del mismo nombre, que tenía su hotel con honores de palacio en el barrio de Salamanca, calle de Ramón de la Cruz. La hermosa dama que acaba de entrar en la casa es la esposa de este banquero, y hermana política, por lo tanto, de la señora de Calderón.

      Pasó por delante del criado sin aguardar a que éste la anunciase, avanzó resueltamente como quien tiene derecho a ello, atravesó tres o cuatro grandes estancias lujosamente decoradas, y alzando ella misma la rica cortina de raso con franja bordada, entró en una habitación más reducida donde se hallaban congregadas varias personas. En el sillón más próximo a la chimenea estaba arrellanada la señora de la casa, mujer de unos cuarenta años, gruesa, facciones correctas, ojos negros, grandes y hermosos, pero sin luz, la tez blanca, los cabellos de un castaño claro excesivamente finos. Al lado de ella, en una butaquita, estaba otra señora, que formaba contraste con ella; morena, delgada, menuda, de extraordinaria movilidad, lo mismo en sus ojillos penetrantes que en toda su figura. Era la marquesa de Alcudia, de la primer nobleza de España. Las tres jóvenes que sentadas en sillas seguían la fila, eran sus hijas, muy semejantes a ella en el tipo físico, si bien no la imitaban en la movilidad: rígidas y silenciosas, los ojos bajos, con modestia y compostura tan afectadas, que pronto se echaba de ver el régimen severo a que las tenía sometidas su viva y nerviosa mamá. Con una de ellas hablaba de vez en cuando en voz baja la hija de los señores de Calderón, niña de catorce o quince años, carirredonda, de ojos pequeños, nariz arremolachada y algunos costurones en el cuello, pregoneros de un temperamento escrofuloso. Esta niña gastaba aún los cabellos trenzados, con un lacito en la punta de la trenza, lo mismo que la última de las de Alcudia, con quien sostenía tímida e intermitente conversación. Esta, y sus hermanas, llevaban en la cabeza sendos y caprichosos sombreros, mientras Esperancita (que así nombraban a la hija de los amos) andaba con su cabecita redonda al descubierto. El traje una matinée azul, demasiadamente corta para sus años. Los señores de Calderón solo tenían esta hija y un niño de dos años. Frente a la señora, reclinado en una butaca igual, estaba el general Patiño, conde de Morillejo. Hállase entre los cincuenta y sesenta, pero conserva en sus ojos el fuego de la juventud; sus cabellos grises están esmeradamente peinados, los largos bigotes a lo Víctor Manuel, la perilla apuntada, la nariz aguileña le dan un aspecto simpático y gallardo. Es el tipo perfecto del veterano aristócrata. A su lado, en otra butaca, estaba Calderón, hombre de unos cincuenta años, grueso, de cara redonda y sonrosada, adornada por cortas patillas grises; los ojos redondos, vagos y mortecinos. Cerca de él una señora anciana, que era la madre de la esposa de Calderón, aunque mucho se diferenciaba de ella en el rostro y la figura: delgada al punto de no tener más que la piel sobre los huesos, morena, ojos hundidos y penetrantes, revelando en todos los rasgos de su fisonomía inteligencia y decisión. Hablando con ella está Pinedo, el inquilino del cuarto tercero. Aunque su bigote no tiene canas, se adivina fácilmente que está teñido: su rostro es el de un hombre que anda cerca de los sesenta: fisonomía bonachona, ojos saltones que se mueven con viveza, como los que poseen un temperamento observador. Viste con elegancia y manifiesta extraordinaria pulcritud en toda su persona.

      Al ver en la puerta a nuestra bellísima dama, la tertulia se conmovió. Todos se alzan del asiento, excepto la señora de Calderón, en cuyo rostro parado se dibujó una vaga sonrisa de placer.

      –¡Ah, Clementina! ¡Qué milagro el verte por aquí, mujer!

      La dama se adelantó sonriente, y mientras besaba a las señoras y daba la mano a los caballeros, respondía a la cariñosa reprensión de su cuñada.

      –¡Anda! Aplícate la venda, hija, tú que no pareces por mi casa más que por semestres.

      –Yo tengo hijos, querida.

      –¡Miren ustedes qué disculpa! Yo también los tengo.

      –En Chamartín.

      –Bueno; el tener hijos no te priva de ir al Real y al paseo.

      Clementina se sentó entre su cuñada y la marquesa de Alcudia. Los demás volvieron a ocupar sus asientos.

      –¡Ay, hija!—exclamó aquélla respondiendo a la última frase.—¡Si vieras qué catarrazo he pillado la otra noche en el teatro! El tonto de Ramoncito Maldonado es el que ha tenido la culpa. Con tanto saludo y tanta ceremonia, no acababa de cerrar la puerta del palco. Aquel aire colado se me metió en los huesos.

      –Ha tenido fortuna ese aire—manifestó con sonrisa galante el general Patiño.

      Todos sonrieron menos la interesada, que le miró con sorpresa abriendo mucho los ojos.

      –¿Cómo fortuna?

      Fué necesario que el general le diese la galantería mascada; sólo entonces la pagó con una sonrisa.

      –¿No es verdad que ha estado muy bien Gayarre?—dijo Clementina.

      –¡Admirable! como siempre—respondió su cuñada.

      –Yo le encuentro falto de maneras—expresó el general.

      –¡Oh, no, general!… Permítame usted….

      Y se empeñó una discusión sobre si el famoso tenor poseía o no poseía el arte escénico, si era o no elegante en su vestir. Las señoras se pusieron de su parte. Los caballeros le fueron adversos.

      Del tenor pasaron a la tiple.

      –Es toda una hermosa mujer—dijo el general con la seguridad y el acento convencido de un inteligente.

      –¡Oh!—exclamó Calderón.

      –Pues yo encuentro a la Tosti bastante ordinaria, ¿no le parece a usted, Clementina?

      Esta corroboró la especie.

      –No diga usted eso, marquesa; el que una mujer sea alta y gruesa no indica que sea ordinaria, si tiene arrogancia en el porte y distinción en las maneras—se apresuró a decir el general, echando al mismo tiempo una miradita a la señora de Calderón.

      –Ni yo sostengo eso, general; no tome usted el rábano por las hojas—manifestó la marquesa con extraordinaria viveza, atacando después con brío y un poquillo irritada la gracia y buen talle de la tiple.

      Generalizóse la disputa, y sucedió lo contrario que en la anterior. Los caballeros se mostraron benévolos con la cantante mientras las señoras le fueron hostiles. Pinedo la resumió, diciendo en tono grave y solemne, donde se notaba, sin embargo, la socarronería:

      –En la mujer, las buenas formas son más esenciales que en el hombre.

      Clementina y el general cambiaron una sonrisa y una mirada significativas. La marquesa miró al pulcro caballero con dureza y después se volvió rápidamente hacia sus hijas, que seguían con los ojos bajos, en la misma actitud rígida y silenciosa de siempre. Pinedo permaneció grave e indiferente, como


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