El préstamo de la difunta. Blasco Ibáñez Vicente

El préstamo de la difunta - Blasco Ibáñez Vicente


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añadas más—decía—. Desde aquí veo con los ojitos cerrados el rumbo que hay que seguir y la sepultura de la difunta, como si no hubiese visto otra cosa en mi vida.... Pero hablemos de cosas más interesantes, «cuyano».... ¿Cuánto piensas enviar á esa pobre señora?

      El gaucho, teniendo en cuenta lo que iba á costarle el mensajero, insistía en repetir un envío de treinta pesos. Pero ño Juanito protestaba de la cifra, juzgándola mezquina.

      –Piensa que la difunta te está aguardando hace muchos meses. ¡A saber lo que llevará penado en el Purgatorio por no haber recibido tu dinero á tiempo! Tal vez le faltaban unas misas nada más para irse á la gloria, y tú se las has retardado.... Creo, «cuyano», que deberías rajarte hasta cincuenta pesos.

      Rosalindo acabó por aceptar la cifra, ya que este desembolso iba á librarle de nuevos encuentros con la difunta.

      Más difícil fué llegar á un acuerdo con ño Juanito sobre sus gastos de viaje.

      Por menos de cien pesos no se movía de su tierra natal. El era muy patriota, y como estaba viejo, sólo por una suma decente podía correr el riesgo de que lo enterrasen fuera de Chile. Además, era justo que «el cuyano» lo indemnizara por los grandes perjuicios profesionales que iba á sufrir. Y enumeró todas las tabernas, llamadas «pulperías», y todas las casas «de remolienda» donde por la noche tocaba la guitarra cantando cuecas y relatando cuentos verdes.

      –Tú mismo puedes ver cómo buscan en todas partes á ño Juanito, y eso te permitirá apreciar el dinero que pierdo por servirte.... Pero lo hago con gusto porque me eres simpático, «cuyano».

      Y el gaucho, convencido de que no debía insistir, se dedicó á juntar la cantidad acordada, para que el viaje se realizase cuanto antes.

      Al fin entregó un día los ciento cincuenta pesos á ño Juanito.

      –Mañana mismo—dijo el viejo—salgo para la Puna, y recto, recto, me planto no más en la tumba de esa señora. No añadas explicaciones; conozco la travesía. Antes de un mes me tienes aquí con el recibo.

      Y se marchó.

      Ovejero pasó unos días en plácida tranquilidad. Seguía bebiendo, pero esto no le impedía trabajar briosamente, pues le era necesario reunir nuevas economías después de permitirse el lujo de enviar un emisario especial al desierto de Atacama. Aunque volvió muchas noches á su casucha tambaleándose ó apoyado en el brazo de un compañero, jamás le salía al encuentro la mujer del manto negro llevando el niño de una mano. Tampoco despertaba á sus camaradas durante la noche con los monólogos de un ensueño violento.

      Transcurrió un mes sin que regresase el viejo. Rosalindo no se alarmó por esta tardanza. El tal ño Juanito era un aventurero aficionado á cambiar de tierras, y tal vez había encontrado la de Salta muy á su gusto y andaba por las casas «de alegría» de la ciudad tañendo su guitarra y haciendo bailar la chilenita á las mestizas hermosotas. Pero al transcurrir el segundo mes sin que llegase carta, Ovejero se mostró inquieto.

      Precisamente así que perdió su tranquilidad, la mujer del manto con el niño al lado volvió á aparecérsele. Tenía los ojos más redondos y más ardientes que antes. Su cara era más enjuta y cobriza, como si estuviese tostada por las llamas del Purgatorio. Y el niño.... ¡ay, el niño! El gaucho no podía mirarle sin un estremecimiento de terror.

      En vano habló á gritos para que le entendiese esta mujer que parecía sorda y muda, concentrando toda su vida en la mirada.

      –¿Qué ocurre, señora?… Yo he enviado el dinero. ¿No ha visto usted á ño Juanito?

      Pero un estallido de maldiciones le cortó la palabra, haciendo huir á la visión.

      –¡Cállate, «cuyano» del demonio!—le gritaban los compañeros de alojamiento—. Ya estás hablando otra vez de la difunta y de la plata.... ¿Es que mataste alguna mujer allá en tu tierra, antes de venirte aquí?

      Al día siguiente, Rosalindo estaba tan preocupado que no acudió al trabajo.

      –Algo pasa que yo no sé—se decía—. ¿Habrán matado a ño Juanito, lo mismo que mataron al otro?…

      Como necesitaba adquirir noticias del ausente, se fué al puerto de Antofagasta, donde el viejo chileno tenía numerosos amigos.

      Le bastó hablar con uno de ellos para convencerse de que ño Juanito no había muerto y estaba á estas horas en pleno goce de su salud y su alegría vagabundas. La misma persona empezó á reir cuando «el cuyano» le habló de la marcha audaz del viejo á través de la Puna de Atacama. Ya no tenía piernas ño Juanito para tales aventuras terrestres, y por eso sin duda había preferido embarcarse con dirección al Sur en uno de los vapores chilenos que hacen las escalas del Pacífico. Según las últimas noticias, él y su guitarra vagaban por Valparaíso, para mayor delicia de los marineros que frecuentan las casas alegres.

      Rosalindo lamentó que Valparaíso no estuviese más cerca, para interrumpir las cuecas cantadas por el viejo con una puñalada igual á la que le había hecho huir de Salta.... El sacrificio de los ciento cincuenta pesos resultaba inútil, y la difunta vendría á turbar de nuevo sus noches con aquella presencia muda que parecía absorber su fuerza vital, dejándole al día siguiente anonadado por una dolencia inexplicable.

      Acudió fielmente la muerta á esta cita que él mismo la había dado en su imaginación.

      Todas las noches le esperó en el camino, entre el café y su alojamiento, deslizándose luego en éste, á pesar de que el gaucho se apresuraba á cerrar la puerta, dándose con ella en los talones. ¡Imposible librarse de su presencia y de la de aquel niño, cuya cara de muerto seguía espantándole á través de sus párpados cerrados!…

      –Tendré que ir yo mismo—se dijo con desesperación—. Debo hacer ese viaje, aunque me siento enfermo y sin fuerzas. Es preciso.... es preciso.

      Pero retardaba el momento de la partida, por flojedad física y por la atracción de un país en el que ganaba desahogadamente el dinero y no se sentía perseguido por los hombres.

      Acabó por familiarizarse con la terrible visión que le esperaba todas las noches. Cuando por casualidad estaba menos ebrio y la mujer del manto y su niño tardaban en presentarse, el gaucho experimentaba cierta decepción.

      Una noche, con gran sorpresa suya, no vió á la difunta y á su pequeño. Permaneció despierto en su cama hasta el amanecer, aguardando en vano la terrible visita.

      «Va á venir», pensaba, encontrando incomprensible esta ausencia, mientras en torno de él roncaban los compañeros exhalando un vaho alcohólico.

      La tranquilidad de la noche acabó por infundirle un nuevo miedo, más intenso que todos los que llevaba sufridos.

      Adivinó que iba á pasar algo extraordinario, algo inconcebible, cuyo misterio aumentaba su pavor.

      Y así fué.

      A la noche siguiente, una mujer le esperaba en el mismo lugar donde otras veces había salido á su encuentro la difunta Correa. Pero esta mujer no estaba envuelta en un manto negro ni la acompañaba un niño. Avanzó sola hacia él, y al estar cerca, sacó un brazo que llevaba oculto en la espalda, mostrando pendiente de la mano una luz.

      Rosalindo la reconoció, aunque no la había visto nunca. Era la «Viuda del farolito» y al mismo tiempo era también la difunta Correa.

      El brazo seco y verdoso, que parecía interminable, se extendió ante él, sirviendo de sostén á un farol rojizo que empezó á balancearse.... Y sintiendo el empujón de una fuerza irresistible, el gancho marchó hacia su alojamiento, iluminado por la linterna danzante, que esparcía en torno un remolino de manchas sangrientas y fúnebres harapos.

      Entró en la casa, y la luz tras de él. Se tendió en la cama, y el farol quedó inmóvil ante sus ojos. Más allá de su resplandor columbró en la penumbra el rostro de la «viuda», que era el mismo de la difunta, pero no inmóvil y severo, sino maligno, con una risa devoradora.

      Al fin, el hombre empezó


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