Marianela. Benito Pérez Galdós
sea por Dios.... Vamos, que si cayeras tú en manos de personas que te supieran manejar, ya trabajarías bien.
–No, señor—repitió la Nela con tanto énfasis como si se elogiara—; si yo no sirvo más que de estorbo.
–¿De modo que eres una vagabunda?
–No, señor, porque acompaño a Pablo.
–¿Y quién es Pablo?
–Ese señorito ciego, a quien usted encontró en la Terrible. Yo soy su lazarillo desde hace año y medio. Le llevo a todas partes; nos vamos por esos campos paseando.
–Parece buen muchacho ese Pablo.
La Nela se detuvo otra vez mirando al doctor. Con el rostro resplandeciente de entusiasmo, exclamó:
–¡Madre de Dios! Es lo mejor que hay en el mundo. ¡Pobre amito mío! Sin vista tiene él más talento que todos los que ven.
–Me gusta tu amo. ¿Es de este país?
–Sí, señor, es hijo único de D. Francisco Penáguilas, un caballero muy bueno y muy rico que vive en las casas de Aldeacorba.
–Dime ¿y a ti por qué te llaman la Nela? ¿Qué quiere decir eso?
La muchacha alzó los hombros. Después de una pausa, repuso:
–Mi madre se llamaba la señá María Canela; pero le decían Nela. Dicen que este es nombre de perra. Yo me llamo María.
–Mariquita.
–María Nela me llaman y también La Hija de la Canela. Unos me dicen Marianela, y otros nada más que la Nela.
–¿Y tu amo, te quiere mucho?
–Sí, señor, es muy bueno. Él dice que ve con mis ojos, porque como le llevo a todas partes y le digo cómo son todas las cosas....
–Todas las cosas que no puede ver.
El forastero parecía muy gustoso de aquel coloquio.
–Sí, señor; yo le digo todo. Él me pregunta cómo es una estrella, y yo se la pinto de tal modo hablando, que para él es lo mismito que si la viera. Yo le explico todo, cómo son las yerbas, las nubes, el cielo, el agua y los relámpagos, las veletas, las mariposas, el humo, los caracoles, el cuerpo y la cara de las personas y de los animales. Yo le digo lo que es feo y lo que es bonito, y así se va enterando de todo.
–Veo que no es flojo tu trabajo. ¡Lo feo y lo bonito! Ahí es nada… ¿Te ocupas de eso?… Dime, ¿sabes leer?
–No, señor. Si yo no sirvo para nada.
Decía esto en el tono más convincente, y el gesto de que acompañaba su firme protesta parecía añadir: «Es usted un majadero en suponer que yo sirvo para algo.»
–¿No verías con gusto que tu amito recibía de Dios el don de la vista?
La muchacha no contestó nada. Después de una pausa, dijo:
–¡Divino Dios! Eso es imposible.
–Imposible no, aunque difícil.
–El ingeniero director de las minas ha dado esperanzas al padre de mi amo.
–¿D. Carlos Golfín?
–Sí, señor. D. Carlos tiene un hermano médico que cura los ojos, y, según dicen, da vista a los ciegos, arregla a los tuertos y les endereza los ojos a los bizcos.
–¡Qué hombre más hábil!
–Sí, señor; y como ahora el médico anunció a su hermano que iba a venir, su hermano le escribió diciéndole que trajera las herramientas para ver si le podía dar vista a Pablo.
–¿Y ha venido ya ese buen hombre?
–No, señor: como anda siempre allá por las Américas y las Inglaterras, parece que tardará en venir. Pero Pablo se ríe de esto y dice que no le dará ese hombre lo que la Virgen Santísima le negó desde el nacer.
–Quizás tenga razón.... Pero dime, ¿estamos ya cerca?… porque veo chimeneas que arrojan un humo más negro que el del infierno, y veo también una claridad que parece de fragua.
–Sí, señor, ya llegamos. Aquellos son los hornos de la calcinación, que arden día y noche. Aquí enfrente están las máquinas de lavado, que no trabajan sino de día; a mano derecha está el taller de composturas y allá abajo, a lo último de todo, las oficinas.
En efecto; el lugar aparecía a los ojos de Golfín como lo describía Marianela. Esparciéndose el humo por falta de aire, envolvía en una como gasa oscura y sucia todos los edificios, cuyas masas negras señalábanse confusa y fantásticamente sobre el cielo iluminado por la luna.
–Más hermoso es esto para verlo una vez que para vivir aquí—indicó Golfín apresurando el paso—. La nube de humo lo envuelve todo, y las luces forman un disco borroso, como el de la luna en noches de bochorno. ¿En dónde están las oficinas?
–Allá: ya pronto llegamos.
Después de pasar por delante de los hornos, cuyo calor obligole a apretar el paso, el doctor vio un edificio tan negro y ahumado como todos los demás. Verlo y sentir los gratos sonidos de un piano teclado con verdadero frenesí musical, fue todo uno.
–Música tenemos. Conozco las manos de mi cuñada.
–Es la señorita Sofía, que toca—afirmó María.
Claridad de alegres habitaciones lucía en los huecos, y el balcón principal estaba abierto. Veíase en él una pequeña ascua: era la lumbre de un cigarro. Antes que el doctor llegase, aquella ascua cayó, describiendo una perpendicular y dividiéndose en menudas y saltonas chispas; era que el fumador había arrojado la colilla.
–Allí está el fumador sempiterno—gritó el doctor con acento del más vivo cariño—. ¡Carlos, Carlos!
–¡Teodoro!—contestó una voz en el balcón.
Calló el piano, como un ave cantora que se asusta del ruido. Sonaron pasos en la casa. El doctor dio una moneda de plata a su guía y corrió hacia la puerta.
-IV-
La familia de piedra
Menudeando el paso y saltando sobre los obstáculos que hallaba en su camino, la Nela se dirigió a la casa que está detrás de los talleres de maquinaria y junto a las cuadras donde rumiaban pausada y gravemente las sesenta mulas del establecimiento. Era la morada del señor Centeno de moderna construcción, si bien nada elegante ni aun cómoda. Baja de techo, pequeña para albergar en sus tres piezas a los esposos Centeno, a los cuatro hijos de los esposos Centeno, al gato de los esposos Centeno, y, por añadidura, a la Nela, la casa, no obstante, figuraba en los planos de vitela de aquel gran establecimiento ostentando orgullosa, como otras muchas, este letrero: Vivienda de capataces.
En lo interior el edificio servía para probar prácticamente un aforismo que ya conocemos, por haberlo visto enunciado por la misma Marianela; es, a saber, que ella, Marianela, no servía más que de estorbo. En efecto; allí había sitio para todo: para los esposos Centeno, para las herramientas de sus hijos, para mil cachivaches de cuya utilidad no hay pruebas inconcusas, para el gato, para el plato en que comía el gato, para la guitarra de Tanasio, para los materiales que el mismo empleaba en componer garrotes (cestas), para media docena de colleras viejas de mulas, para la jaula del mirlo, para los dos peroles inútiles, para un altar en que la de Centeno ponía a la Divinidad ofrenda de flores de trapo y unas velas seculares, colonizadas por las moscas; para todo absolutamente, menos para la hija de la Canela. Frecuentemente se oía:
–¡Que no he de dar un paso sin tropezar con esta condenada Nela!…
También se oía esto:
–Vete a tu rincón.... ¡Qué criatura! Ni hace ni deja hacer a los demás.
La casa constaba de tres piezas y un desván. Era la primera, a más de comedor y sala, alcoba de los Centenos mayores. En la segunda dormían las dos señoritas, que eran ya mujeres, y se llamaban la Mariuca y la Pepina. Tanasio, el primogénito, se agasajaba