Su único hijo. Leopoldo Alas

Su único hijo - Leopoldo Alas


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toma lo que es suyo. Pues, sí, señores, de ustedes es… ya lo creo.... Verá usted; es el caso que… aquí hay que omitir determinadas indicaciones que no favorecen la memoria de....

      –Del difunto.

      –¿De qué difunto?

      –Del que restituye....

      –No señor; del difunto… de otro difunto. No me tire usted de la lengua, eso no está bien.

      –No, si yo no tiro… ¡Dios me libre! Ello será que la casa Valcárcel prestó este dinero sin garantías… y ahora....

      El cura estaba diciendo que no con la cabeza desde que Bonifacio había dicho casa.

      –No, señor; no fue préstamo, fue donación inter vivos.

      –¿Y entonces?

      –Entonces… no me tire usted de la lengua. He dicho ya que la cosa no era favorable a la memoria del difunto.... X, llamémosle X, que en paz descanse. Bueno, pues no me he explicado bien: es favorable y no es favorable, porque en rigor… él es inocente, en este caso concreto a lo menos; y además, aunque no lo fuera… el que rompe paga… y él quería pagar… sólo que no había roto… ¿Me explico?

      –No, señor; pero no importa. No se moleste usted.

      Al cura empezaba a parecerle un majadero el marido de la doña Emma Valcárcel.

      –¿Usted conoció… trató al difunto.... Don Diego?

      –Sí, señor; como que era mi suegro… quiero decir, mi principal.

      –¿Si estará loco, o será tonto este señorito?—pensó el clérigo.

      De repente se le ocurrió una idea feliz.

      –Oiga usted—exclamó—. Ahora se me ocurre explicárselo a usted todo mediante un símil… y de este modo… ¿eh?, se lo digo… y no se lo digo, ¿me entiende usted?

      –Vamos a ver—dijo Bonifacio, que apenas oía, porque estaba manteniendo una lucha terrible con su conciencia.

      –Figurémonos que usted es cazador… y va y pasa por una heredad mía; supongamos que soy yo el otro; bueno, pues usted ve dentro de mi heredad un ciervo, un jabalí… lo que usted quiera, una liebre....

      –Una liebre—dijo Reyes maquinalmente.

      –Va, y ¡pum!…

      El fogonazo, remedado con mucha propiedad por el cura, hizo dar un salto a Bonis, que estaba muy nervioso.

      –Dispara usted su escopeta y me…; no, no conviene que sea liebre; es mejor caza mayor para mi caso; y cae lo que usted cree robezo o ciervo…; pero no hay tal ciervo ni robezo, sino que ha matado usted una vaca mía que pastaba tranquilamente en el prado. ¿Qué hace usted? En mi ejemplo, en mi caso, pagarme la vaca por medio de una donación inter vivos… importante siete mil reales. Yo me guardo los siete mil reales y el chico, digo, la vaca. Pero ahora viene lo mejor, y es que usted no ha sido el matador. El tiro no dio en el blanco, el tiro de usted se fue allá, por las nubes.... Sólo que antes que usted, mucho antes, otro cazador, escondido, había disparado también… y ese fue el que mató la res, y se quedó con ella y con los siete mil reales de usted. Pasa tiempo, muere usted, es un decir, y muere también el otro; pero antes de morir se arrepiente de la trampa, y quiere devolver a los herederos de usted el dinero que, en rigor, no es suyo, aunque usted se lo ha dado.... inter vivos. (El cura daba gran importancia a este latín, sin el cual no creía bien explicada la idea de la donación.) ¿Eh, qué tal, me ha comprendido usted?

      Ni palabra. Bonifacio no comprendió que se trataba de uno de aquellos agujeros de honor que D. Diego había tapado con dinero. En este caso concreto, como decía el cura, la lesión de honra no existía, o, por lo menos, no era D. Diego el causante, y se le había hecho pagar lo que no debía. La persona que había lucrado, gracias a la asustadiza conciencia del jurisconsulto, siempre temeroso del escándalo, restituía a la hora de la muerte, por miedo del infierno probablemente.

      El cura creyó suficientes sus explicaciones; y, muy satisfecho del símil, cuya exposición le había hecho sudar, se limpiaba el cogote con su pañuelo verde con rayas blancas, sin cuidarse ya de que aquel caballero, que parecía tonto, hubiese comprendido o no.... El secreto de la confesión y la buena memoria de D. Diego no le permitían a él ser más largo ni más explícito.

      Habló más, pero sin nueva sustancia; insistió mucho en que aquello debía quedar allí, y arrancó a Bonifacio la palabra de honor de que sólo él y su señora, si él lo creía decente, debían enterarse de lo sucedido.

      –Nadie más. Ya ve usted, es delicado… y los maliciosos, sobre todo allá en el pueblo, si saben que yo vine… y entregué… enseguida caen en la cuenta. Mucho sigilo pues. Además, la misma señorita… quiero decir, la señora de usted, debe saber lo menos posible; podría cavilar… y las mujeres, sobre todo las casadas, las cazan al vuelo, y podría comprenderlo todo. «Mejor que tú, por lo que veo»; añadió para sí.

      Y salió el señor cura de la montaña satisfecho de sí mismo, confiado en la palabra de honor de aquel señor soso y casi tonto, que, a pesar de todo, tenía cara de honrado y de persona formal.

      –Se puede ser fiel a la palabra y tener pocos alcances, se decía el clérigo bajando la escalera.

      A Bonifacio se le había ocurrido, ante todo, ver en aquello que él llamaba casualidad la mano de la Providencia. Pero acto continuo añadió para sí: «La mano de la providencia… del diablo». Porque lo primero que pensó hacer de aquel dinero que le venía llovido del… infierno, fue llevárselo a D. Benito el Mayor, para tapar aquel antro horrible de la deuda, aquel agujero negro, por donde se escapaban las furias del Averno (estilo Bonifacio), gritándole: «Infame, adúltero, ¿qué has hecho de la fortuna de tu mujer?». En vano la razón decía: «Ni tú has sido adúltero hasta la fecha, a no ser por palabra de presente, ni la fortuna de tu mujer está comprometida por ese préstamo de seis mil reales, aun suponiendo que los pagase ella». No importaba; los remordimientos, o, más bien el miedo que tenía a Emma y a D. Juan Nepomuceno, no le habían dejado dormir aquella noche. Lo que él llamaba ser adúltero quedaba en segundo lugar; alambicando mucho, a fuerza de sofismas, tal vez encontraría medio de disculpar a sus propios ojos aquel amor ilegítimo… pero lo del dinero no admitía excusas; él había pedido seis mil reales a un prestamista, abusando del crédito de su mujer. Esto era inicuo… y lo que era peor, muy expuesto a una tragedia doméstica. La imaginación, la loca de la casa, le ponía delante el cuadro aterrador: «Emma saltaba de la cama con su gorro de dormir, pálida, huesuda, echando fuego por los ojos y avanzaba en silencio hacia él, estrujando en la mano temblorosa un recibo que D. Juan Nepomuceno acababa de entregarle, impasible, como siempre, envuelto en la dignidad de sus patillas. ¡Lo sabía todo! Lo de los cincuenta duros, lo de los seis mil reales y lo del paseo por la noche… ¡Entre el sereno y Nepomuceno la habían puesto al cabo de la calle! ¡Qué horror! ¡Adónde puede llegar la fantasía!», pensaba Bonifacio temblando de pies a cabeza. Por fortuna aquello no era más que un cuadro imaginado.... Pero la realidad podría llegar a parecérsele. Y aquel señor cura se le presentaba con siete mil reales, que él, Bonifacio, podría gastar en lo que quisiera, sin que persona nacida lo estorbase ni lo supiese. Es más, el secreto era allí lo principal. Y ¿cómo guardar el secreto haciendo ingresar aquellos miles en lo que llamaba D. Juan Nepomuceno la caja? Ni el cura ni el que restituía, honrado penitente, sabían que él, Bonis, allí no tocaba pito, ni administraba, a pesar de lo que disponían ciertas leyes recopiladas, según le habían asegurado; él, pese a todas las leyes del mundo, no disponía de un cuarto, y sólo servía para firmar como en un barbecho cuantos papeles le presentaba el de las patillas. Pues bien; siendo así, ¿cómo incorporar aquel dinero al caudal de su mujer sin que nadie se enterase? Imposible. Por este lado la conciencia le decía: «Haz de tu capa un sayo». Pero emplear aquellos cuartos en su provecho, ¿no era robar a su mujer? Sí y no. No, porque con ellos iba a tapar una brecha abierta al crédito de la casa Valcárcel. Ya se sabía que él no tenía un cuarto, ni de dónde le viniera, y que D. Benito el Mayor había prestado fiándose del capital de Emma; más era; el mismo Bonifacio reconocía que en su fuero interno siempre había pensado


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