Torquemada en la hoguera. Benito Pérez Galdós

Torquemada en la hoguera - Benito Pérez Galdós


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y nada más. Infierno y cielo están aquí. Aquí pagamos tarde ó temprano todas las que hemos hecho; aquí recibimos, si no hoy, mañana, nuestro premio, si lo merecemos, y quien dice mañana, dice el siglo que viene … Dios, ¡oh! la idea de Dios tiene mucho busilis … y para comprenderla hay que devanarse los sesos, como me los he devanado yo, dale que dale sobre los libros, y meditando luego. Pues Dios … (poniendo unos ojazos muy reventones y haciendo con ambas manos el gesto expresivo de abarcar un grande espacio) es la Humanidad, la Humanidad, ¿se entera usted? lo cual no quiere decir que deje de ser personal … ¿Qué cosa es personal? Fijese bien. Personal es lo que es uno. Y el gran Conjunto, amigo Don Francisco, el gran Conjunto … es uno, porque no hay más, y tiene los atributos de un ser infinitamente infinito. Nosotros, en montón, componemos la humanidad: somos los átomos que forman el gran todo; somos parte mínima de Dios, parte minúscula, y nos renovamos como en nuestro cuerpo se renuevan los átomos de la cochina materia … ¿se va usted enterando?…

      Torquemada no se iba enterando ni poco ni mucho; pero el otro se metía en un laberinto del cual no salía sino callándose. Lo único que Don Francisco sacaba de toda aquella monserga, era que Dios es la Humanidad, y que la Humanidad es la que nos hace pagar nuestras picardías ó nos premia por nuestras buenas obras. Lo demás no lo entendía así le ahorcaran. El sentimiento católico de Torquemada no había sido nunca muy vivo. Cierto que en tiempos de Doña Silvia iban los dos á misa, por rutina; pero nada más. Pues después de viudo, las pocas ideas del Catecismo que el Peor conservaba en su mente, como papeles ó apuntes inútiles, las barajó con todo aquel fárrago de la Humanidad-Dios, haciendo un lío de mil demonios.

      A decir verdad, ninguna de estas teologías ocupaba largo tiempo el magín del tacaño, siempre atento á la baja realidad de sus negocios. Pero llegó un día, mejor dicho, una noche en que tales ideas hubieron de posesionarse de su mente con cierta tenacidad, por lo que ahorita mismo voy á referir. Entraba mi hombre en su casa al caer de una tarde del mes de Febrero, evacuadas mil diligencias con diverso éxito, discurriendo los pasos que daría al día siguiente, cuando su hija, que le abrió la puerta, le dijo estas palabras: «No te asustes, papá, no es nada … Valentín ha venido malo de la escuela.»

      Las desazones del monstruo ponían á D. Francisco en gran sobresalto. La que se le anunciaba podía ser insignificante, como otras. No obstante, en la voz de Rufina había cierto temblor, una veladura, un timbre extraño, que dejaron á Torquemada frío y suspenso.

      «Yo creo que no es cosa mayor—prosiguió la señorita.—Parece que le dió un vahido. El maestro fué quien lo trajo … en brazos.»

      El Peor seguía clavado en el recibimiento, sin acertar á decir nada ni á dar un paso.

      «Le acosté en seguida, y mandé un recado á Quevedo para que viniera á escape.»

      D. Francisco, saliendo de su estupor como si le hubiesen dado un latigazo, corrió al cuarto del chico, á quien vió en el lecho, con tanto abrigo encima que parecía sofocado. Tenía la cara encendida, los ojos dormilones. Su quietud más era de modorra dolorosa que de sueño tranquilo. El padre aplicó su mano á las sienes del inocente montruo, que abrasaban.

      –Pero ese trasto de Quevedillo.... Así reventara.... No sé en qué piensa.... Mira, mejor será llamar otro médico que sepa más.

      Su hija procuraba tranquilizarle; pero él se resistía al consuelo. Aquel hijo no era un hijo cualquiera, y no podía enfermar sin que se alterara el orden del universo. No probó el afligido padre la comida; no hacía más que dar vueltas por la casa, esperando al maldito médico, y sin cesar iba de su cuarto al del niño, y de aquí al comedor, donde se le presentaba ante los ojos, oprimiéndole el corazón, el encerado en que Valentín trazaba con tiza sus problemas matemáticos. Aún subsistía lo pintado por la mañana: garabatos que Torquemada no entendió, pero que casi le hicieron llorar como una música triste: el signo de raíz, letras por arriba y por abajo, y en otra parte una red de líneas, formando como estrella de muchos picos con numeritos en las puntas.

      Por fin, alabado sea Dios, llegó el dichoso Quevedito, y D. Francisco le echó la correspondiente chillería, pues ya le trataba como á yerno. Visto y examinado el niño, no puso el médico muy buena cara. A Torquemada se le podía ahogar con un cabello, cuando el doctorcillo, arrimándole contra la pared y poniéndole ambas manos en los hombros, le dijo: «No me gusta nada esto; pero hay que esperar á mañana, á ver si brota alguna erupción. La fiebre es bastante alta. Ya le he dicho á usted que tuviera mucho cuidado con este fenómeno del chico. ¡Tanto estudiar, tanto saber, un desarrollo cerebral disparatado! Lo que hay que hacer con Valentín es ponerle un cencerro al pescuezo, soltarle en el campo en medio de un ganado, y no traerle á Madrid hasta que esté bien bruto.»

      Torquemada odiaba el campo y no podía comprender que en él hubiese nada bueno. Pero hizo propósito, si el niño se curaba, de llevarle á una dehesa á que bebiera leche á pasto y respirase aires puros. Los aires puros, bien lo decía Bailón, eran cosa muy buena. ¡Ah! los malditos miasmas tenían la culpa de lo que estaba pasando. Tanta rabia sintió D. Francisco, que si coge un miasma en aquel momento lo parte por el eje. Fué la sibila aquella noche á pasar un rato con su amigo, y mira por donde se repitió la matraca de la Humanidad, pareciéndole á Torquemada el clérigo más enigmático y latero que nunca, sus brazos más largos, su cara más dura y temerosa. Al quedarse sólo, el usurero no se acostó. Puesto que Rufina y Quevedo se quedaban á velar, el también velaría. Contigua á la alcoba del padre estaba la de los hijos, y en ésta el lecho de Valentín, que pasó la noche inquietísimo, sofocado, echando lumbre de su piel, los ojos atónitos y chispeantes, el habla insegura, las ideas desenhebradas, como cuentas de un rosario cuyo hilo se rompe.

      IV

      El día siguiente fué todo sobresalto y amargura. Quevedo opinó que la enfermedad era inflamación de las meninges, y que el chico estaba en peligro de muerte. Esto no se lo dijo al padre, sino á Bailón para que le fuese preparando. Torquemada y él se encerraron, y de la conferencia resultó que por poco se pegan, pues D. Francisco, trastornado por el dolor, llamó á su amigo embustero y farsante. El desasosiego, la inquietud nerviosa, el desvario del tacaño sin ventura, no se pueden describir. Tuvo que salir á varias diligencias de su penoso oficio, y á cada instante tornaba á casa, jadeante, con medio palmo de lengua fuera, el hongo echado hacia atrás. Entraba, daba un vistazo, vuelta á salir. Él mismo traía las medicinas, y en la botica contaba toda la historia … «un vahído estando en clase; después calentura horrible … ¿para qué sirven los médicos?» Por consejo del mismo Quevedito, mandó venir á uno de los más eminentes, el cual calificó el caso de meningitis aguda.

      La noche del segundo día, Torquemada, rendido de cansancio, se embutió en uno de los sillones de la sala, y allí se estuvo como media liorita, dando vueltas á una picara idea, ¡ayí dura y con muchas esquinas, que se le había metido en el cerebro. «He faltado á la Humanidad, y esa muy tal y cual me las cobra ahora con los creditos atrasados.... No: pues si Dios, ó quien quiera que sea, me lleva mi hijo, ¡me voy á volver más malo, más perro…! Ya verán entonces lo que es canela fina. Pues no faltaba otra cosa.... Conmigo no juegan.... Pero no, ¡qué disparates digo! No me le quitará, porque yo.... Eso que dicen de que no he hecho bien á nadie, es mentira. Que me lo prueben … porque no basta decirlo. ¿Y los tantísimos á quien he sacado de apuros?… ¿pues y eso? Porque si á la Humanidad le han ido con cuentos de mí; que si aprieto, que si no aprieto … yo probaré.... Ea, que ya me voy cargando: si no he hecho ningún bien, ahora lo haré, ahora, pues por algo se ha dicho que nunca para el bien es tarde. Vamos á ver: ¿y si yo me pusiera ahora á rezar, qué dirían allá arriba? Bailón me parece á mí que está equivocado, y la Humanidad no debe de ser Dios, sino la Virgen.... Claro, es hembra, señora.... No, no, no … no nos fijemos en el materialismo de la palabra. La Humanidad es Dios, la Virgen y todos los santos juntos.... Tente, hombre, tente, que te vuelves loco.... Tan sólo saco en limpio que no habiendo buenas obras, todo es, como si dijéramos, basura … ¡Ay Dios, qué pena, qué pena…! Si me pones bueno á mi hijo, yo no sé qué cosas haría; ¡pero qué cosas tan magníficas y tan…! ¿Pero quién es el sinvergüenza que dice que no tengo apuntada ninguna buena obra? Es que me quieren perder, me quieren quitar á mi hijo,


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