Dos. Eva Forte
retornando a su mundo ausente e indiferente a todo lo que ocurre a su alrededor. Empiezo a imaginar quién puede haberle escrito, que la ha hecho resucitar de un estado de trance y aburrimiento, cuando también a mí me llega un mensaje que me devuelve a la realidad de mi vida. Busco mi teléfono en el bolso, con tanta prisa que hago caer algunas de las cosas que había en su interior. Mi compañera de viaje se mueve de inmediato y me ayuda a recuperar lo que se ha desperdigado por el suelo del vagón, lo que nos hace andar adelante y atrás para recuperar mis objetos personales, como su fuera un ballet sin fin. Le doy las gracias e intercambiamos una sonrisa de complicidad y así entiendo que lo suyo es solo una gran soledad, que quiere romper con la primera persona que tenga a su alcance. Tomo por fin el teléfono: es mi prima de Venecia que me dice que nos encontraremos fuera de la estación, donde me espera con el automóvil. Le contesto comentándole el pequeño retraso y vuelvo al guardar mi teléfono, es vez en el bolsillo del bolso, para poder recuperarlo más fácilmente la próxima vez. En cuanto mi «nueva amiga» se da cuenta de que he acabado de luchar con la tecnología, empieza a hablar conmigo:
—También a mí se me caen siempre cosas del bolso.
Con sus primeras palabras, el marido se sobresalta, casi asombrado de haber oído la voz de su mujer saliendo de sus cuerdas vocales. Luego vuelve a jugar de nuevo con su teléfono, con un aire de fastidio por nuestra conversación. Seguimos hablando de nuestras cosas hasta llegar a Venecia, sin darnos cuenta de que el sol ya ha dado paso a la oscuridad y nos intercambiamos también nuestros datos de contacto para tal vez vernos delante de una pizza una vez estemos de vuelta en Roma. No viven muy lejos de mí y, al no tener hijos, podría ser divertido organizar una salida de chicas, algo que no ha hecho desde hace cinco años, cuando se casó con su amor de toda la vida. No sé si la volveré a ver, pero ver el entusiasmo por la sola idea de nuestra pizza al sol me ha dado la esperanza de que pueda recuperar las riendas de su vida y salir de una rutina hasta ahora muy aburrida. Tal vez lo haga quien la mandó ese mensaje tan intrigante como para hacer que surgiera incluso una lágrima. Tal vez algún día pueda preguntárselo y saciar mi enorme curiosidad. Nos despedimos como su fuésemos grandes amigas, dándome él solo un frío adiós y cada uno seguimos nuestro camino.
Conozco muy bien la estación, ya he venido otras veces a ver a mi prima Giò, así que estoy en la salida tras unos pocos pasos, delante de su coche, lista para nuestro gran abrazo habitual. Toco en la ventanilla mientras ella, al volante con el motor apagado, está trajinando con su teléfono con la mirada absorta en sus pensamientos. En cuanto me ve, ahoga un grito para no despertar a la niña que está en la sillita colocada en los asientos posteriores y sale del automóvil casi deslizándose fuera para luego lanzarse a mi cuello a llenarme de besos. La última vez que nos habíamos visto acababa de saber que estaba encinta y nos habíamos regalado un fin de semana todo para nosotras a mitad de camino entre Roma y Venecia, sin saber cuándo nos podríamos volver a ver. Y aquí estamos, hoy tres, con un cambio de escenario, pero siempre muy unidas y en contacto constante gracias a los medios que existen hoy para seguir la vida de los demás. Sin abrir el portón trasero, me quedo mirando ese maravilloso pastelito rosa, rollizo y dormido como en un nido. Nos quedamos las dos en silencio, tras la alegría del primer encuentro, tranquilizadas por esa hermosísima visión que es la nueva vida que se asoma delante de nuestras miradas enmudecidas.
La siguiente etapa es la pizzería poco alejada de su chalet adosado, un poco fuera de Venecia. Al no saber bien a qué hora iba a llegar, ya nos habíamos puesto de acuerdo para una cena rápida a tomar en casa después de recogerla para llevar. Una vez llegadas a casa, no hemos tenido que hacer otra cosa que preparar rápidamente la mesa de cristal del cuarto de estar, sentarnos y empezar a comer la pizza todavía caliente y la cerveza en lata, sin pajita ni vaso. La pequeñina, que entretanto se había despertado y había sido amamantada por su mamá, está de nuevo durmiendo en su cuna en el piso de arriba, vigilada por esos intercomunicadores especiales pensados para bebés. Así que, en lugar de la música a un volumen alto de cuando éramos jóvenes, ahora estábamos sentadas a una mesa picoteando sin mucho entusiasmo, mientras teníamos de fondo la respiración minúscula de la niña que dormía. Una escena que nos llena el corazón de muchas emociones, hasta que me pide que le cuente mis últimas novedades amorosas.
Cuando comienzo con la historia del bar, se le iluminan los ojos: ahora ocupada casi exclusivamente con pañales, lactancias nocturnas y pocas salidas de casa para ir al pediatra o como máximo al supermercado de debajo de casa, oír una historia que no incluya bebés era lo que necesitaba para distraerse un poco. En esos últimos meses el marido había vuelto a viajar bastante, para ganar algo más ante el nacimiento de la niña, algo que ha continuado haciendo después, a la vista de que ganaba bastante y también como una pequeña evasión de la vida cotidiana que ayuda a mantener en pie un matrimonio ya consolidado. Así que sus días se habían enriquecido por su nueva identidad, despojándola sin embargo de todo lo que quiere decir ser esposa y mujer satisfecha. Pero son etapas y su madurez se ve precisamente en la fuerza con la que se está enfrentando a estos momentos, de vivir completamente dedicada a su pequeña que cambia muy velozmente día tras día.
Hemos pasado los siguientes días casi exclusivamente en casa, a la vista del mal tiempo que hemos tenido este fin de semana, a pesar de las previsiones que iba a hacer bueno, y la pequeña que todavía deja muy poco tiempo entre una lactancia y otra. Ha sido estupendo poder hacerle caricias todo el tiempo y me ha dado unas enormes ganas de maternidad. Nunca me había visto como madre hasta este momento, ni siquiera cuando estaba con Carlo. Lo hablábamos a menudo, pero tal vez más con la idea de un deber que con un verdadero deseo.
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