Las Páginas Perdidas. Ugo Nasi

Las Páginas Perdidas - Ugo  Nasi


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dos aceptaron la oferta, sobre todo Oleaux que parecía ser un entendido en vinos.

      “He aquí las fotos que encontramos” dijo Von Geberth entregando los documentos al Mayor Sturlitz. No pareció estar muy interesado en las fotografías, a las que apenas dedicó una rápida e inexpresiva mirada, dándoselas a continuación al capitán Oleaux.

      Después de un largo minuto en que el francés estudió con atención los documentos, se volvió al teniente de la Wehrmacht para preguntarle, en un alemán bastante comprensible:

      “Dígame cómo, dónde, cuándo y quién ha podido conseguiros estas fotografías”.

      Von Geberth, en vez de responder, volvió la mirada hacía su ayudante –Gerald Schoene– como solicitando su intervención directa para responder de manera pormenorizada a las preguntas del militar francés. Schoene, interpretando la silenciosa petición de su teniente, se dirigió al oficial francés:

      “Si me lo permite, señor capitán, fui yo quién encontró las fotos y puedo, por lo tanto, responder a vuestras preguntas”.

      “Entonces, hablad” solicitó de malas maneras Sturlitz.

      El ayudante dijo que diez días antes, para ser precisos el 11 de octubre, estaba de inspección en la localidad de Civita Castellana, ya que había recibido el soplo de que existía un escondite de maleantes partisanos dentro de la población.

      La operación no había tenido mucho éxito, desde el momento en que en los edificios del antiguo pueblo no había sido encontrado nada que pudiera hacer pensar que los partisanos hubiesen pasado por allí o incluso que hubiese cualquier signo de hostilidad de la población, o de parte de ella, en las relaciones con los militares de la Tercera Compañía. En cambio, justo durante la inspección, el sargento Helmut Marconi, que había entrado en un viejo granero de un caserío del lugar, había encontrado un automóvil italiano, exactamente un Bianchi S9 Sport del año 1929, en donde, en la guantera, aparte del permiso de circulación y un carné del Partido Fascista a nombre de un tal Guido Sereni, habían sido encontradas, en el interior de una pequeña caja de aluminio para tabaco, las cuatro fotografías.

      El sargento, ignorante de la lengua que aparecía en los documentos retratados en la foto, le había entregado la documentación a él que, a su vez, después de haber escrito un informe sobre el descubrimiento, había avisado enseguida a Von Geberth entregándole a continuación las fotografías.

      “Muy bien, ¿se sabe algo de los propietarios de estas fotos” intervino Oleaux.

      Schoene respondió que habían inspeccionado enseguida el caserío y que habían sido interrogados el susodicho Guido Sereni y su mujer Antonia Polleschi.

      El italiano, que en la parte derecha de la frente tenía una gran cicatriz, no había podido aportar elementos útiles a la investigación, ya que era totalmente incapaz de entender nada ni podía hacerlo. Se limitaba a farfullar frases sin sentido. La mujer, durante el registro, había mostrado al pelotón de soldados alemanes un certificado de Real Ejército Italiano donde reconocía una grave invalidez militar al marido que lo había liberado del servicio militar, después de que este, que había pertenecido al Trigésimo de Infantería de asalto Caio Duillo, destinado en Albania, había sido herido en la cara, al inicio del año 42, a causa de la explosión de una granada inglesa.

      La deflagración le había extirpado parte del cerebro. Antonia Polleschi había confirmado que las fotos habían sido tomadas efectivamente por Guido Sereni, cuando todavía eran novios, pero no recordaba bien si había sido en el año 1932 o 1933. Ella juraba sobre su cabeza que nunca había sabido dónde había encontrado el marido aquellas páginas, que eran el objeto de las cuatro fotografías. Por tanto no podía ayudar a los militares de la Wehrmacht en la recuperación de los originales. Ni siquiera la señora Polleschi podía contar si, además de las dos páginas fotografiadas, hubiese otras más de las que no sabía nada. Oleaux, después de haber meditado durante un rato sobre esta información, se volvió hacia el Mayor de las SS diciendo:

      “Está bien, entonces las acciones que debemos desenvolver son dos: yo me ocuparé enseguida del examen de las fotografías y de lo que está escrito en las páginas fotografiadas, usted en cambio verifique que los dos italianos no escondan hechos significativos con respecto a nuestra investigación”.

      Una mueca de resentimiento se dibujó sobre el rostro del Mayor Sturlitz que –en su interior– consideraba inadmisible que un francés, además con un grado inferior al suyo, pudiese darle ordenes, a la ligera, a él –Mayor de las SS del Tercer Reich– y a sus oficiales subalternos. De todas formas, Rudolf Hess había sido muy claro, Florian Oleaux tenía carta blanca y plenos poderes. El francés podía y debía tener libre acceso a todo el proceso de la investigación, a fin de obtener los resultados que el Führer pretendía de él y de los oficiales que componían la Comisión Investigadora.

      En todo caso, una vez obtenidos estos resultados por el oficial francés, el Mayor podría recobrar totalmente su libertad de acción y entonces Oleaux no representaría ya para Alemania un recurso fundamental. Y para la Alemania nazi –meditaba Sturlitz– un individuo insignificante era un individuo que podía ser eliminado.

      Mientras tanto habían dado las ocho de la tarde. A los oficiales alemanes y al francés les sirvieron la cena en la tienda de campaña, consistente en vino y queso requisados el día anterior a los campesinos del lugar. Después de lo cual el grupo se despidió y marchó, quedando en que se reunirían al día siguiente.

      A Oleaux lo destinaron a una habitación en el cuartel de los Carabineros de Civita Castellana, ubicado fuera del casco urbano. Los carabineros habían abandonado desde hacía tiempo el lugar para echarse al monte. Sturlitz en el fondo sospechaba que ellos se habían adherido a las bandas de subversivos y de canallas que se hacían llamar partisanos.

      Como hay Dios, los habría sacado uno a uno, y también ellos, lo mismo que los delincuentes comunes que se habían enrolado en aquellos grupos, serían pasados por las armas.

      Oleaux fue acompañado por Gerald Schoene hasta su habitación, después de haber recorrido un largo pasillo iluminado por la débil luz de una sola bombilla. Los muros del pasillo eran de un triste color verde, y estaban completamente desconchados e impregnados de moho.

      Sobre las paredes estaba todavía colgado un tablón con las órdenes de servicio con la fecha del 8 de septiembre de 1943. Había además unos viejos cuadros del Duce y del Rey Vittorio Emanuele III, también estos colgados de manera desequilibrada sobre las paredes, parecía que miraban descorazonados –afligidos por los presagios de la tragedia que se cernía sobre Italia– a los dos huéspedes que estaban de paso.

      Después de llegar a su habitación, Oleaux se despidió del ayudante que se apresuró a tranquilizarlo diciéndole que en el cuartel se encontraban también otros seis militares de la Wehrmacht y además un pelotón de fascistas fieles a Mussolini.

      Oleaux encontró un catre de campaña apoyado en el muro libre de la estancia, donde estaban colgadas las fotos del Duce y del Rey.

      En la otra parte de la cámara, encima de un viejo escritorio, una sobre otra, dos sillas de madera. Completaba el mobiliario un viejo mueble que debía haber servido como depósito de las gruesas carpetas de documentos de la oficina, y una jofaina, parcialmente oxidada, colocada sobre un trípode, la cual estaba flanqueada por un grifo de aluminio esmaltado, al lado del escritorio.

      La única fuente de iluminación, debido a que la pequeña lámpara que pendía en el centro de la estancia estaba privada de bombillas, era un flexo colocado sobre un estante al lado del grifo.

      Oleaux cerró la puerta tras sí, después se quitó la chaqueta del uniforme y el cinturón con el revólver MAS Mle 35 con el cual dotaba el ejército francés a sus militares. Abrió la bolsa de piel marrón donde se encontraban las fotos, las sacó y las puso de manera ordenada sobre el escritorio, cogiendo a su vez de la bolsa una lupa de 40 x 25 mm.

      A primera vista las imágenes parecían amarillentas y muy corrompidas por el tiempo, habiendo perdido aquella pátina de brillantez que era propia de una fotografía nueva o al menos


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