Los muertos mandan. Blasco Ibáñez Vicente
el uno al otro. Sentían la necesidad de arrullarse libremente, de volar lejos, y un día se vieron en un puerto que tenía a su entrada un león de piedra y más allá la líquida planicie de un lago inmenso que se confundía con el cielo en la línea del horizonte. Estaban en Lindau. Un vapor podía llevarlos a Suiza, otro a Constanza, y prefirieron la tranquila ciudad alemana del famoso Concilio, yendo a instalarse en el Hotel de la Isla, antiguo monasterio de dominicos.
¡Cómo se conmovía Febrer al recordar este período, el mejor de su existencia! Mary seguía siendo para él una mujer de carácter original, en la que siempre quedaba algo por conquistar, abordable a ciertas horas y repelente y austera el resto del día. Era su amante, y sin embargo no podía permitirse un descuido, una libertad que revelase la confianza de la vida común. La más leve alusión a sus intimidades la hacía enrojecer de protesta: «¡Shocking!…»
Y no obstante, todas las madrugadas, al romper el alba, Febrer, siguiendo los corredores del antiguo convento, regresaba a su cuarto, deshacía la cama para que no sospechasen los sirvientes y se asomaba al balcón. Cantaban los pájaros en un jardín de altos rosales situado a sus pies. Más allá, el lago de Constanza se coloreaba de púrpura con la salida del sol. Los primeros esquifes de pesca partían las aguas con ondulaciones de color anaranjado; sonaban a lo lejos, veladas por la húmeda brisa mañanera, las campanas de la catedral; comenzaban a rechinar las grúas en la orilla donde el lago deja de serlo, encauzándose para convertirse en el Rhin; los pasos de los criados y los frotes de la limpieza despertaban en el hotel los ecos del claustro monacal.
Junto al balcón, adosada al muro, y tan inmediata que Febrer podía tocarla con la mano, había un torrecilla con montera de pizarra y antiguos escudos en su pared circular. Era la torre donde había vivido preso Juan Huss antes de marchar a la hoguera.
El español pensaba en Mary. A aquellas horas estaría en la penumbra perfumada de su habitación, con la rubia cabecita entre los brazos, durmiendo el primer sueño serio de la noche, cansado el cuerpo y vibrante aún por la más noble de las fatigas… ¡Pobre Juan Huss! Jaime le compadecía como si hubiese sido amigo suyo. ¡Quemarle ante un paisaje tan hermoso, tal vez una mañana como aquélla!… ¡Meterse en la boca del lobo y dar la vida por si el Papa era bueno o malo, o los laicos debían comulgar con vino lo mismo que los sacerdotes! ¡Morir por tales simplezas cuando la vida es tan hermosa y el hereje hubiera podido amenizarla ricamente con cualquiera de las rubias pechugonas y caderudas, amigas de cardenales, que presenciaron su suplicio!… ¡Infeliz apóstol! Febrer compadecía irónicamente la simpleza del mártir. Él veía la existencia con otros ojos… ¡Viva el amor!… Era lo único serio de la existencia.
Cerca de un mes permanecieron en la antigua ciudad episcopal, paseando a la caída de la tarde por las calles solitarias cubiertas de hierba, con sus palacios ruinosos del tiempo del Concilio; bajando en esquife la corriente del Rhin a lo largo de riberas orladas de bosques; deteniéndose a contemplar las casitas de techo rojo y amplias parras bajo las cuales cantaban los burgueses jarro en mano, con una alegría germánica de sochantre, grave y reposada.
De Constanza pasaron a Suiza, y después a Italia. Un año anduvieron juntos, contemplando paisajes, viendo museos, visitando ruinas, cuyas sinuosidades y escondrijos aprovechaba Jaime para besar la nacarada piel de Mary, gozándose en sus auroras de rubor y en el gesto de enfado con que protestaba: «¡Shocking!…» La acompañanta, insensible como una maleta a las novedades del viaje, seguía la confección de un gabán de punto de Irlanda empezado en Alemania, seguido a través de los Alpes, a lo largo de los Apeninos y a la vista del Vesubio y del Etna. Privada de poder hablar con Febrer, que ignoraba el inglés, lo saludaba con el brillo amarillento de sus dientes y volvía a su trabajo, siendo una figura decorativa de los halls de los hoteles.
Los dos amantes hablaban de casarse. Mary resolvía la situación con enérgica rapidez. A su padre sólo necesitaba escribirle dos líneas. Estaba muy lejos, y además nunca le había consultado en ningún asunto. Aprobaría cuanto ella hiciese, seguro de su seso y prudencia.
Estaban en Sicilia, tierra que recordaba a Febrer su isla. También los antiguos de la familia habían andado por allí, pero con la coraza sobre el pecho y en peor compañía. Mary hablaba del porvenir, arreglando la parte financiera de la futura sociedad con el sentido práctico de su raza. No le importaba que Febrer tuviese poca fortuna: ella era rica para los dos. Y enumeraba todos sus bienes, tierras, casas y acciones, como un administrador seguro de su memoria. Al regresar a Roma se casarían en la capilla evangélica y en una iglesia católica. Ella conocía a un cardenal que le había proporcionado una visita al Papa. Su Eminencia lo arreglaría todo.
Jaime pasó una noche en claro en un hotel de Siracusa… ¿Casarse? Mary era agradable: embellecía la vida y llevaba con ella una fortuna. ¿Pero realmente se casaba con él?… Comenzaba a molestarle el otro, el fantasma ilustre que había surgido en Zurich, en Venecia, en todos los lugares visitados por ellos que guardaban recuerdos del paso del maestro… Él se haría viejo, y la música, su temible rival, se conservaría siempre fresca. Dentro de pocos años, cuando el matrimonio hubiese quitado a sus relaciones el encanto de lo ilegal, el deleite de lo prohibido, Mary encontraría algún director de orquesta más semejante aún «al otro», o un violonchelista feo, melenudo y de pocos años que le recordase a Beethoven muchacho. Además, él era de otra raza, de otras costumbres y pasiones. Estaba cansado de aquella reserva pudibunda en el amor, de aquella resistencia a la entrega definitiva que le gustaba al principio, como una renovación de la mujer, pero había acabado por fatigarle. No; aún era tiempo de salvarse.
–Lo siento por lo que pensará de España… Lo siento por don Quijote—dijo haciendo su maleta en la madrugada.
Y huyó, yendo a perderse en París, adonde la inglesa no iría a buscarle. Odiaba a esta ciudad ingrata por la silba del Tannhauser, suceso ocurrido muchos años antes de nacer ella.
De estas relaciones, que habían durado un año, sólo guardó Jaime el recuerdo de una felicidad agrandada y embellecida por el paso del tiempo y un mechón de cabellos rubios. También debía tener entre varias guías de viaje y numerosas postales con vistas, guardadas en un mueble antiguo de su caserón, un retrato de la doctora en música, vistiendo una toga de luengas mangas y un birrete cuadrado del que pendía una borla.
De la vida que llevó después apenas se acordaba. Era un vacío de tedio cortado por congojas monetarias. El administrador mostrábase tardo y doliente en sus remesas. Jaime le pedía dinero, y contestaba con cartas quejumbrosas, hablando de intereses que había que satisfacer, de segundas hipotecas para las cuales apenas encontraba prestamistas, de irregularidad de una fortuna en la que no quedaba nada libre de gravamen.
Creyendo que con su presencia podía solucionar esta mala situación, Febrer hacía cortos viajes a Mallorca, terminados siempre por la venta de alguna finca; y apenas veía dinero en sus manos, levantaba otra vez el vuelo, sin prestar oído a los consejos del administrador. El dinero le comunicaba un optimismo sonriente. Todo se arreglaría. A última hora contaba con el recurso del matrimonio. Mientras tanto… ¡a vivir!
Y vivió todavía algunos años, unas veces en Madrid, otras en las grandes ciudades del extranjero, hasta que al fin el administrador cerró este período de alegres prodigalidades enviando su dimisión, sus cuentas, y con ellas la negativa a seguir remitiendo dinero.
Un año llevaba en la isla «enterrado», como él decía, sin otra diversión que las noches de juego en el Casino y las tardes pasadas en el Borne en una mesa de antiguos camaradas, isleños sedentarios que gozaban con el relato de sus viajes. Apuros y miserias: ésta era la realidad de su vida presente. Los acreedores le amenazaban con inmediatas ejecuciones.
Aún conservaba aparentemente Son Febrer y otros bienes de sus antepasados, pero la propiedad producía poco en la isla; las rentas, por una costumbre tradicional, eran iguales que en tiempo de sus abuelos, pues las familias de arrendatarios se perpetuaban en el disfrute de las fincas. Estos pagaban directamente a sus acreedores, pero aun así, no llegaban a satisfacer la mitad de los intereses. Los ricos adornos del palacio sólo los conservaba como un depósito. La noble casa de los Febrer estaba sumergida y él era incapaz de sacarla a flote. Pensaba fríamente algunas veces en la conveniencia de salir del mal paso sin humillaciones ni deshonras, haciendo que