Los cuatro jinetes del apocalipsis. Blasco Ibáñez Vicente
el jardín buscando nuevo asiento. Su rostro no era de trazos regulares, pero tenía una gracia picante: un verdadero rostro de parisiense. Todo cuanto han podido inventar las artes del embellecimiento femenil se reunía en su persona, sometida á los más exquisitos cuidados. Había vivido siempre para ella. Sólo desde algunos meses antes abdicó en parte este dulce egoísmo, sacrificando reuniones, tés y visitas, para dedicar á Desnoyers las horas de la tarde. Elegante y pintada como una muñeca de gran precio, teniendo por suprema aspiración el ser un maniquí que realzase con su gracia corporal las invenciones de los modistos, había acabado por sentir las mismas preocupaciones y alegrías de las otras mujeres, creándose una vida interior. El núcleo de esta nueva vida, que permanecía oculta bajo su antigua frivolidad, fué Desnoyers. Luego, cuando se imaginaba haber organizado su existencia definitivamente—las satisfacciones de la elegancia para el mundo y las dichas del amor en íntimo secreto—, una catástrofe fulminante, la intervención del marido, cuya presencia parecía haber olvidado, trastornó su inconsciente felicidad. Ella, que se creía el centro del universo, imaginando que los sucesos debían rodar con arreglo á sus deseos y gustos, sufrió la cruel sorpresa con más asombro que dolor.
–Y tú, ¿cómo me encuentras?—siguió diciendo Margarita.
Para que Julio no se equivocase al contestarle, miró su amplia falda, añadiendo:
–Te advierto que ha cambiado la moda. Terminó la falda entravé. Ahora empieza á llevarse corta y con mucho vuelo.
Desnoyers tuvo que ocuparse del vestido con tanto apasionamiento como de ella, mezclando las apreciaciones sobre la reciente moda y los elogios á la belleza de Margarita.
–¿Has pensado mucho en mí?—continuó—. ¿No me has engañado una sola vez? ¿Ni una siquiera?… Di la verdad: mira que yo conozco bien cuando mientes.
–Siempre he pensado en ti—dijo él llevándose una mano al corazón como si jurase ante un juez.
Y lo dijo rotundamente, con un acento de verdad, pues en sus infidelidades—que ahora estaban completamente olvidadas—le había acompañado el recuerdo de Margarita.
–¡Pero hablemos de ti!—añadió Julio—. ¿Qué es lo que has hecho en este tiempo?
Había aproximado su silla á la de ella todo lo posible. Sus rodillas estaban en contacto. Tomaba una de sus manos, acariciándola, introduciendo un dedo por la abertura del guante. ¡Aquel maldito jardín, que no permitía mayores intimidades y les obligaba á hablar en voz baja después de tres meses de ausencia!… A pesar de su discreción, el señor que leía el periódico levantó la cabeza para mirarles irritado por encima de sus gafas, como si una mosca le distrajera con sus zumbidos… ¡Venir á hablar tonterías de amor en un jardín público, cuando toda Europa estaba amenazada de una catástrofe!
Margarita, repeliendo la mano audaz, habló tranquilamente de su existencia durante los últimos meses.
–He entretenido mi vida como he podido, aburriéndome mucho. Ya sabes que me fuí á vivir con mamá, y mamá es una señora á la antigua, que no comprende nuestros gustos. He ido al teatro con mi hermano; he hecho visitas al abogado para enterarme de la marcha de mi divorcio y darle prisa… Y nada más.
–¿Y tu marido?…
–No hablemos de él, ¿quieres? El pobre me da lástima. Tan bueno… tan correcto. El abogado asegura que pasa por todo y no quiere oponer obstáculos. Me dicen que no viene á París, que vive en su fábrica. Nuestra antigua casa está cerrada. Hay veces que siento remordimiento al pensar que he sido mala con él.
–¿Y yo?—dijo Julio retirando su mano.
–Tienes razón—contestó ella sonriendo—. Tú eres la vida. Resulta cruel, pero es humano. Debemos vivir nuestra existencia, sin fijarnos en si molestamos á los demás. Hay que ser egoístas para ser felices.
Los dos quedaron en silencio. El recuerdo del marido había pasado entre ellos como un soplo glacial. Julio fué el primero en reanimarse.
–¿Y no has bailado en todo este tiempo?
–No; ¿cómo era posible? Fíjate, ¡una señora que está en gestiones de divorcio!… No he ido á ninguna reunión chic desde que te marchaste. He querido guardar cierto luto por tu ausencia. Un día tangueamos en una fiesta de familia. ¡Qué horror!… Faltabas tú, maestro.
Habían vuelto á estrecharse las manos y sonreían. Desfilaban ante sus ojos los recuerdos de algunos meses antes, cuando se había iniciado su amor, de cinco á siete de la tarde, bailando en los hoteles de los Campos Elíseos que realizaban la unión indisoluble del tango con la taza de té.
Ella pareció arrancarse de estos recuerdos á impulsos de una obsesión tenaz que sólo había olvidado en los primeros instantes del encuentro.
–Tú que sabes mucho, di: ¿crees que habrá guerra? ¡La gente habla tanto!… ¿No te parece que todo acabará por arreglarse?
Desnoyers la apoyó con su optimismo. No creía en la posibilidad de una guerra. Era algo absurdo.
–Lo mismo digo yo. Nuestra época no es de salvajes. Yo he conocido alemanes, personas chic y bien educadas, que seguramente piensan igual que nosotros. Un profesor viejo que va á casa explicaba ayer á mamá que las guerras ya no son posibles en estos tiempos de adelanto. A los dos meses, apenas quedarían hombres; á los tres, el mundo se vería sin dinero para continuar la lucha. No recuerdo cómo era esto, pero él lo explicaba palpablemente, de un modo que daba gusto oirle.
Reflexionó en silencio, queriendo coordinar sus recuerdos confusos; pero asustada ante el esfuerzo que esto suponía, añadió por su cuenta:
–Imagínate una guerra. ¡Qué horror! La vida social paralizada. Se acabarían las reuniones, los trajes, los teatros. Hasta es posible que no se inventasen modas. Todas las mujeres de luto. ¿Concibes eso?… Y París desierto… ¡Tan bonito que lo encontraba yo esta tarde cuando venía en tu busca!… No, no puede ser. Figúrate que el mes próximo nos vamos á Vichy: mamá necesita las aguas; luego á Biarritz. Después iré á un castillo del Loire. Y además, hay nuestro asunto, mi divorcio, nuestro casamiento, que puede realizarse el año que viene… ¡Y todo esto vendría á estorbarlo y cortarlo una guerra! No, no es posible. Son cosas de mi hermano y de otros como él, que sueñan con el peligro de Alemania. Estoy segura de que mi marido, que sólo gusta de ocuparse en cosas serias y enojosas, también es de los que creen próxima la guerra y se preparan para hacerla. ¡Qué disparate! Di conmigo que es un disparate. Necesito que tú me lo digas.
Y tranquilizada por las afirmaciones de su amante, cambió el rumbo de la conversación. La posibilidad del nuevo matrimonio mencionado por ella evocó en su memoria el objeto del viaje realizado por Desnoyers. No habían tenido tiempo para escribirse durante la corta separación.
–¿Conseguiste dinero? Con la alegría de verte he olvidado tantas cosas…
El habló adoptando el aire de un hombre experto en negocios. Traía menos de lo que esperaba. Había encontrado al país en una de sus crisis periódicas. Pero aun así, había conseguido reunir cuatrocientos mil francos. En la cartera guardaba un cheque por esta cantidad. Más adelante le harían nuevos envíos. Un señor del campo, algo pariente suyo, cuidaba de sus asuntos. Margarita parecía satisfecha. También adoptó ella un aire de mujer grave, á pesar de su frivolidad.
–El dinero es el dinero—dijo sentenciosamente—, y sin él no hay dicha segura. Con tus cuatrocientos mil y lo que yo tengo podremos ir adelante… Te advierto que mi marido desea entregar mi dote. Así lo ha dicho á mi hermano. Pero el estado de sus negocios, la marcha de su fábrica, no le permiten restituir con tanta prisa como él quisiera hacerlo. El pobre me da lástima… Tan honrado y recto en todas sus cosas. ¡Si no fuese tan vulgar!…
Otra vez pareció arrepentirse Margarita de estos elogios espontáneos y tardíos que enfriaban su entrevista. Julio parecía molesto al escucharlos. Y de nuevo cambió ella el objeto de su charla.
–¿Y tu familia? ¿La has visto?…
Desnoyers había estado en casa de sus padres antes de dirigirse