Los argonautas. Blasco Ibáñez Vicente

Los argonautas - Blasco Ibáñez Vicente


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Empezaban hablando en varios idiomas, para expresarse al fin en castellano. Caminaban tomadas del talle, lo mismo que si fuesen compañeras de pensión, y antes de que terminase la noche iban a tutearse, entusiasmadas por una amistad que consideraban eterna y databa de unas cuantas horas. Las madres se sonreían unas a otras sin conocerse—arrastradas por las afinidades de sus hijas—con una complicidad de compañeras de profesión, y acababan igualmente formando grupos, para hablar de los dolores y satisfacciones que proporciona la familia, de las brillantes cualidades de sus retoños, de los desengaños e ingratitudes que tal vez les reservaba el porvenir a las pobrecitas… como si las compadeciesen y envidiasen al mismo tiempo. Algunas, vestidas de negro con una austeridad monjil, acometían desde las primeras frases el elogio o el lamento de sus difuntos maridos.

      Verificábase una aproximación general, como si todos en el buque despertasen de pronto, reconociéndose antiguos parientes. Hasta entonces, los que habían salido de Hamburgo fingían ignorar a los embarcados en Boulogne, navegando juntos sin saludarse por el mar de Gascuña y de Cantabria, extensión de lívido azul bajo un cielo gris. La vista de pequeñas ballenas chapoteando en el golfo entre surtidores de espuma les había hecho cruzar algunas palabras nada más, replegándose a continuación en su huraño aislamiento. Juntos habían acogido con un mutismo de altivez a los que subieron en Lisboa, sospechosos intrusos para la tranquilidad de los primeros ocupantes; y así habían navegado hasta Tenerife. Pero ahora empezaba el verdadero viaje: la vida común lejos de toda tierra, sin que un nuevo chorro de extraños pudiese turbar la paz del convento flotante, y todos se sentían unidos por repentina fraternidad.

      Hasta el Océano parecía reflejar bondadosamente la alegre camaradería de los pasajeros. El tapiz tenía bajo el pie la consistencia de la tierra firme; los objetos manteníanse en grave inmovilidad y penetraba por las ventanas la brisa oceánica en suaves ráfagas; una brisa discreta que no hacía saltar la velutina de la epidermis ni ponía en desorden los peinados; una brisa regulada, domesticada como la que refresca los salones en las playas de moda. Los estómagos, encogidos hasta entonces por la ruda novedad de la navegación, se dilataban con voluptuoso desperezo, admirando en el comedor las prodigalidades del servicio. Crujían en los camarotes las cerrajas de las maletas; desatábanse correas y paquetes, abandonaban las ropas sus encierros, y las manos diligentes sacudían pliegues y ordenaban piezas con toda calma, sin miedo al vahído del cansancio y a la movilidad que arroja personas y objetos de un ángulo a otro de la inquieta habitación.

      Todos pasaban el contenido de los equipajes a los armarios y las perchas, cuidando después del arreglo de sus personas. Diez días para llegar a Río Janeiro, la escala más próxima: ¡diez días de vida común! ¡Toda una existencia cuyo vacío había que poblar con diversiones y nuevas amistades!… Y la fiesta del cumpleaños del Emperador, la primera del viaje, difundía por el buque un regocijo de escolares que empiezan sus vacaciones.

      Entre las pilastras del comedor ondulaban abullonadas las banderas de diversos pueblos. Guirnaldas de rosas contrahechas y bombillas eléctricas de varios matices tendíanse de capitel a capitel. Al final del salón, sobre una columna rodeada de plantas y teniendo como fondo el pabellón alemán, erguíase un gran busto de yeso, el del héroe de la fiesta, con fieros y majestuosos bigotes. Sobre las mesas aleteaban pequeñas banderas, una por cada comensal: la de su respectiva nacionalidad.

      El culto a los trapos de colores—religión de última hora, adorada con fanatismo por el público de hoteles cosmopolitas, trasatlánticos y trenes internacionales, gente que vive gustosa fuera de su patria—extendía por todo el comedor, como una primavera de percalina, la floración de sus diversos tonos. La bandera germánica, sombreada por su faja negra, mezclábase con el bullicioso tricolor de la francesa, la púrpura británica, el verde de la italiana, que parece un reflejo de mar latino, la cruz blanca suiza, las barras y enrejados de las escandinavas y el reventón de cohete rojo y dorado de la española. Sobre las otras mesas, como hijas vistosas que en la frescura de su juventud no temen la bizarría de lo llamativo, lucían el verde y ámbar brasileños, de un tono igual al de los frutos tropicales; el sol majestuoso y las barras de la ribera uruguaya; el aleteo primaveral albo y celeste del pabellón argentino; la blanca estrella chilena sobre un cielo de intenso azul, y la gran constelación de la América del Norte amontonando en el arranque del rojo septagrama su rebaño de asteroides.

      Antes de servirse el primer plato surgieron protestas. Se negaban algunos pasajeros a sentarse, mirando iracundos la bandera que cubría con intrusos colores el montón de platos de su cubierto. Querían la suya, la de su país. Ellos pagaban lo mismo que los demás: a bordo todos eran iguales, y su república valía tanto como cualquiera otra de América… Los camareros, azorados cual si fuese a estallar una conflagración internacional, salían a toda prisa al comedor y regresaban trayendo con ellos al mayordomo, sonriente y confuso a la vez, como un gerente de restorán de moda que implora perdón por olvidos en el servicio.

      –No tenemos su bandera, señor: desolado, completamente desolado… Yo le prometo que en el próximo viaje cuidaré de tenerla… Por el momento, si el señor quiere, hágame el honor de contentarse con esta otra… Al fin todos vamos a Buenos Aires.

      Y sustituía la bandera de la protesta con otra argentina, que era la más abundante, la que adornaba los cubiertos de todas las personas de problemática nacionalidad. El hombre acababa por conformarse, vencido tal vez por el perfume de la sopa que humeaba en los platos, pero atacaba su comida con un mohín de pena, como un señor a quien le han amargado la noche.

      Pasaban los camareros sosteniendo con ambas manos vasijas de metal, de cuyas bocas surgían golletes de botellas entre pedazos de hielo. Sonaban incesantemente los estampidos del vino espumoso. Muchos se creían en una posición equívoca si no acompañaban su comida con champaña en esta noche de fiesta.

      La nutrición era la misma para todos, como si se hubiesen trastornado las bases sociales y vivieran sometidos a un régimen igualitario. Pero el afán de singularizarse asombrando al vecino tomaba su desquite en los líquidos, y equivalían a títulos de suprema distinción las botellas que figuraban en las mesas: unas, blancas y puntiagudas como agujas góticas, cuyas etiquetas evocaban la imagen del padre Rhin pasando entre castillos y peinando sus barbas de espuma en los puentes medievales; otras, negras, con la cabezota de corcho afirmada en un casco de alambres y de láminas metálicas, llevando sobre los hombros, cual regio toisón, el collar obscuro y las letras de oro de su champañesco origen.

      Ojeda y Maltrana ocupaban una mesa en el centro del comedor con otros dos pasajeros: un señor de patillas blancas, parco en el hablar, que siempre llegaba con retraso a las comidas y pasaba el resto del tiempo encerrado en su camarote. Era el doctor Rubau, viejo médico residente en Montevideo. El otro, con la cabeza gris y el bigote extrañamente rubio, pequeño de cuerpo y de un perfil aquilino, se decía francés y vivía en París; pero hablaba el alemán con tanta soltura y estaba tan habituado a los usos germánicos, que los del buque, creyéndolo compatriota, habían colocado ante su cubierto la bandera del Imperio. Todos los años iba a América para visitar las joyerías de varios países, de las que era proveedor, y al mismo tiempo importaba en Europa pieles y plumas. Mostrábase preocupado desde que entró en el vapor con la busca de compañeros para una partida de bridge, y su tristeza era grande al ver que en el fumadero sólo jugaban al poker. Todos los días, al sentarse a la mesa, el señor Munster quedaba pensativo, sin dejar por esto de mover las mandíbulas, y acababa por formular la misma pregunta, en un castellano gangoso:

      –Pero ¿de veras que ninguno de ustedes conoce el bridge?… ¡Un juego tan distinguido!

      Maltrana, que se había familiarizado con él atrevidamente desde los primeros momentos, creyendo encontrar en su vaga nacionalidad cierto perfume de sinagoga, le invitaba a monstruosas partidas de poker, en las que debían arriesgarse miles y miles de francos. Y lo decía con un aplomo desdeñoso, como si tuviese a su disposición todos los millones encerrados en el fondo del buque.

      Aprovechó Isidro esta comida extraordinaria para ir mostrando a Ojeda las gentes mencionadas por él en conversaciones anteriores. Por encima de las banderas, las cabezas inclinadas ante los platos y las guirnaldas de verdura, pasaba revista a todos los que titulaba pomposamente «mis amigos».

      –Hoy no falta nadie; sala llena. Bien se ve que tenemos


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