El Juez Y Las Brujas. Guido Pagliarino

El Juez Y Las Brujas - Guido Pagliarino


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hicimos; sin embargo, tras dar unos pocos pasos, un terremoto extrañamente silencioso sacudió por un momento la tierra a nuestros pies, abriendo un barranco que se tragó a Veniero Salati, que estaba junto a mí, y a todos los demás, aparte de mí: de hecho, en ese mismo momento, salió un brazo de una niebla lechosa que se había formado misteriosamente a mi lado y su mano, que llevaba en el dedo el anillo episcopal, me agarró.

      En ese momento me desperté en mi dormitorio: todavía era la noche entre el lunes y el martes.

      Solo más adelante entendería el sentido de esa pesadilla. Mostraba tanto los próximos acontecimientos como mi futuro y el de mis colaboradores: un año después, el papa Pablo IV, en competencia con iguales acciones de los protestantes, habría reanudado con la máxima diligencia, más horrenda que nunca, la caza de los errados. El futuro cardenal Micheli se sabe que trabajó en contra de la homicida voluntad papal, logrando al menos hacer condenar a una parte de los investigados a la prisión en lugar de la muerte: para acoger a todos los reclusos había sido necesario ampliar la prisión de la Inquisición. La masacre había sido espantosa de todos modos y también fueron ejecutados el teniente comandante Angelo Rissoni y Veniero Salati, convertido hacía tiempo en Juez General en mi lugar. El cardenal Micheli, por orden directa de Su Santidad, había sido encarcelado sin proceso hasta la muerte de aquel excelente Papa. Solo yo, que había entrado en un convento de clausura un año después de ese sueño dantesco, viviendo como un penitente sencillo e ignorado, había superado indemne hasta hoy cualquier persecución.

      En ese momento no entendí de inmediato el sentido de la alegoría, pero advertí enseguida con seguridad que la exclamación que había oído hacia la mitad del sueño, «Soberbia» era una advertencia y que provenía del Bien, no de Satanás.

      Capítulo IV

      Al día siguiente, por la tarde, mientras estaba con el cuerpo de guardia atento a la conversación con el teniente comandante, un policía funcionario del ayuntamiento de Grottaferrata acudió a mí en el tribunal. Me comunicó delante de los hombres de armas que el párroco de su pueblo sentía que su vida estaba acabándose y que quería hablarme de algo muy grave antes de expirar.

      En realidad tenía previsto visitar a Mora ese día. Por tanto, aunque de mala gana y después de no pocas vacilaciones, dije que sí al funcionario, aunque estando delante de tantos testigos no habría podido hacer otra cosa: como Juez General debía dar ejemplo del sentido del deber moral y de la caridad. Le pedí sin embargo que me esperara, porque no pretendía cabalgar solo por un camino inseguro, ni tampoco apartar a los guardias del tribunal de su tarea por motivos no oficiales y obtuve también la promesa de que me acompañaría de vuelta a Roma.

      No pude advertir a mi amada, pero al no ser la primera vez que me entretenían mis obligaciones, estaba seguro de que no se preocuparía. Por otra parte, ella sabía bien que me lo debía toda a mí y nunca se había quejado.

      No tuvimos ningún percance en el viaje y llegamos al pueblo hacia el anochecer.

      El policía me condujo directamente a la casa del párroco. Allí me abrió un sacerdote que sufrió un evidente sobresalto cuando me reconoció.

      â€”El párroco acaba de confesarse y todavía esta lúcido —me dijo en voz baja al conducirme por las escaleras en dirección a la habitación de su superior—. Ya le he dado la eucaristía y la unción y parece que esta le ha fortificado, porque ha recuperado la palabra más fuerte y clara.

      La mejora que habitualmente precede a la muerte, pensé espontáneamente y me turbé de inmediato: como buen cristiano, aceptaba con fe la capacidad taumatúrgica del santo óleo; ¿por qué entonces me había venido a la mente ese pensamiento blasfemo? No cabía la menor duda, seguro que había sido el diablo. ¿Tal vez no quería que hablara con el párroco? Hice la señal de la cruz y empecé a rezar mientras entraba donde estaba el moribundo, imitado por el sacerdote y el guardia, que subía detrás de mí. Seguro que pensaban que era una oración para aquel moribundo, aunque por el contrario no había tenido esa intención.

      La habitación, muy pequeña, estaba miserablemente amueblada, con un banco monacal, unas estanterías de madera para libros y, como catre, tres tablas recubiertas de paja colocadas sobre caballetes. El local estaba apenas iluminado por dos cirios.

      El párroco parecía adormilado, pero con nuestros rezos abrió los ojos y se volvió hacia mí con expresión de alivio y emitiendo un lamento.

      â€”Es el cilicio —susurró el cura joven en cuanto terminamos la oración—, lo lleva desde hace muchos años y no ha querido quitárselo ni siquiera ahora.

      â€”Déjanos solos y vete —le ordené—. También tú —me dirigí al policía—. Por hoy, ni hablar de volver. Dormiré aquí. Venid a buscarme al alba y entretanto pedid la debida autorización al burgomaestre en mi nombre.

      Una vez a solas, el párroco me hizo señas para acercar el banco a su catre.

      En cuanto estuve junto a él, empezó a hablarme y a medida que me iba contando yo iba quedándome cada vez más boquiabierto.

      Me habló de Elvira, la bruja contra la que había prestado testimonio años antes.

      La mujer había llegado siendo todavía joven de Benevento, lugar tristemente famoso de mujeres malignas en sus alrededores en donde, según había contado el teólogo Spina en su tratado, se reunían debajo un nogal a realizar cosas horribles y concertar otras nuevas. Su madre había sido una de ellas. Ya conocía a esa bruja al haberlo leído en el libro de aquel docto dominico. Apoyada un día, como un buitre, encima de una rama del nogal, había pasado cerca de ella, solo, un joven comerciante, jorobado pero de bellas facciones y noble parla, que, al ver a la bruja, mujer por otro lado bastante bella aunque no muy joven, se había acercado a conversar con ella. Ella le había deseado de inmediato de acuerdo con la voluntad más bestial y le había prometido quitarle la joroba para siempre si aceptaba satisfacerle. Así había sucedido. Al pasar por Benevento, en la posada, después de muchos brindis, el comerciante, entre risas, había contado el hecho para luego alejarse hacia su destino sin poder ser interrogado antes por las autoridades. Así que no se habían podido conocer las facciones de la bruja para arrestarla. Sin embargo había sucedido que, habiéndose corrido rápidamente la voz, un vecino de los alrededores, también jorobado, había ido al nogal esperando encontrarse con la hechicera y conseguir también ese acuerdo. Estaba allí, pero el hombre era tan feo y su aliento olía tanto vino que la bruja, molesta, en lugar de quitarle la joroba, le había añadido otra sobre la que ya tenía. Al volver desesperado al pueblo, el campesino había contado su desventura. Según algunos de aquellos que le habían visto y escuchado, su joroba se había doblado con creces; según otros, había aumentado, pero solo un poco; para otros más, que según Spina trataban de consolar a la víctima, el bulto era casi casi casi el mismo. Dos guardias le habían escuchado y, de inmediato, para que no huyese como el otro, le habían tomado declaración. Obtenida la descripción de la bruja, esta había sido identificada y arrestada inmediatamente en su casa: había explicado a Spina que, habiendo tenido como todas sus iguales la facultad de volar, la bruja había llegado su morada antes incluso de que llegase de Benevento el pobre hechizado. También resultaba del tratado que la hechicera, soltera, tenía una hija, fruto indubitable, según la intuición inmediata de la gente, de la cópula entre ella y el demonio, a la cual, sin embargo, no se había podido capturar. Como supe por el párroco, la niña, que estaba fuera de casa en el momento del arresto, al volver había sido vista y arrastrada por la fuerza a la tienda del joven sastre del pueblo, un judío mal visto y a menudo insultado por todos, que la había escondido por solidaridad hacia los perseguidos y también por estar cautivado desde hacía


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