Un Helado Para Henry. Emanuele Cerquiglini

Un Helado Para Henry - Emanuele Cerquiglini


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Henry con un tono divertido.

      Â«Las matemáticas nunca han sido mi fuerte, pero te conviene aprenderlas bien…¡al menos hasta que no puedas permitirte usar una calculadora! Ahora termina de comer» dijo riendo Jim, antes de volver a ponerse frente a la televisión.

      â€‹CAPÍTULO 2

      

      

      

      

      Tan puntual como siempre, Jim dejó a su hijo en la entrada del colegio y esperó un poco para ver a esa multitud de niños entre cinco y once años entrar dentro del gran edificio escolar riendo, hablando y gritando, y que, entre todos, emitían un zumbido delicado y alegre que sabía a vida. Le gustaba aquel eco, le recordaba a su infancia y, sobre todo, le ponía de buen humor. Y ahí estaba Jim Lewis, como hipnotizado; escondido entre los demás padres para observar a las mamás de los otros niños hablar entre ellas e imaginaba que entre ellas se encontraba su mujer; imaginaba lo bonito que sería estar allí en compañía de su mujer Bet e intercambiar dos palabras con los otros padres antes de ir al trabajo.

      Esa era una de las tantas experiencias que la vida, después de la prematura muerte de la mujer, le había negado por culpa de un destino burlón. Un destino que Jim, a pesar de todos estos años, no había aceptado del todo.

      â€‹CAPÍTULO 3

      

      

      

      

      A las nueve y media de la mañana, el sol que filtraba por el estor de la oficina era ya un fastidio para Jim, que en cuanto a la producción de sudor no le ganaba nadie.

      El Mercedes de Los Howard era una pieza poco usual de anticuario: un 300 SL del 1954 con puertas de ala de gaviota. Jim había tenido que esperar meses antes de encontrar el tubo de escape original que tenía que sustituir, además de tener que resolver algunos problemas mecánicos secundarios. Tenía en el taller un coche que valía más de cuatro millones de dólares y ese trabajo le haría ganar diez mil dólares. Los Howard eran millonarios y Jim había tenido la suerte de hacerse amigo de Ronald Howard en la Universidad, mucho antes de que se casase con Carol Spencer, su riquísima y feísima mujer. Carol era probablemente la mujer más fea de todos los Estados Unidos y ni siquiera una cirugía estética le había ayudado, pero todo esto era secundario para Ronald; a él solamente le interesaba su riqueza: -¡No hay ninguna tía buena que pueda competir con un jet privado!- Siempre respondía así cuando alguno de sus amigos le preguntaba cómo podía dormir con esa mujer.

      Jim, aconsejado por Ronald, se había dirigido a “Mr. Frankie –recambios para coches de lujo”, uno que sabía verdaderamente encontrar todo y que cobraba un precio alto por su valor en ese campo. Ese Frankie tenía amigos y clientes coleccionistas; todos los ladrones de coches de los Estados Unidos eran sus fieles colaboradores. Frankie era el apodo de su bisabuelo Franco, hijo de padres italianos inmigrantes en los Estados Unidos al final del 1800, exactamente en el 1882. Franco se había abierto camino solo y probablemente en un modo no muy lícito, pero eficaz, hasta el punto que con sus recambios de lujo había hecho la vida más fácil a todos sus descendientes, incluido Tommy, el cual ahora dirigía la empresa y al que todos llamaban Frankie, como su bisabuelo.

      â€œNo quiero imaginarme cuánto has tenido que pagar por este tubo de escape Ronald, pero montarlo no ha sido nada fácil”, pensó Jim, goteando de sudor y tumbado debajo del coche.

      Esos diez mil dólares eran un regalo del cielo. Jim Lewis no podía permitirse una secretaria en el taller, hacía todo solo porque tenía que ahorrar dinero para pagar los futuros estudios del hijo y para la hipoteca de la casa, que con la crisis había empezado a pesarle.

      El taller de Jim era pequeño y la mayor parte de sus pocos clientes llevaban viejas chatarras para que las reparase. Clientes como Howard eran raros, igual que encontrar un trébol de cuatro hojas en un césped. Los que tenían coches nuevos o de lujo iban a los talleres indicados por los concesionarios, así que a Jim le quedaban solo los clientes amigos o aquellos que estaban en una peor situación que él y que además le pedían un descuento, incluso en las facturas de diez dólares. Otra historia era la del viejo Wrangler de Ted Burton, ese era el verdadero trabajo de Jim Lewis: se lo encontraba en el taller al menos dos meses al año, y no porque el jeep diese muchos problemas, sino porque Ted era un viejo amigo y desde que se había jubilado no tenía nada mejor que hacer que pasarse por el taller una o dos veces a la semana para que Jim le mirara el motor de su jeep y charlar con él. Ese Wrangler era un medio de batalla, duro y combativo como su propietario y su motor iría para otras cincuenta millas en las peores condiciones atmosféricas, aunque temblaba desde que Ted una vez olvidó rellenar el líquido refrigerante y empezó a echar humo blanco por Ocean Drive, y desde aquel día se ve obligado a llevar botellas de líquido en el maletero y a hacer continuas revisiones en el taller del amigo.

      Hacía un calor increíble, cuando Jim se levantó de la camilla sobre la que estaba tumbado para arreglar ese maldito tubo de escape. Su cara y sus manos estaban sucias por el aceite de motor. Jim no se había quitado ese maldito vicio de secarse el sudor de la frente con la palma de la mano en vez de utilizar la muñeca: la única solución para no ensuciarse la cara cuando se trabaja sin guantes.

      Una vez de pie, Jim fue a ver las cartas en el pequeño cuartito al fondo del taller, que servía al mismo tiempo de oficina, secretaría y zona relax. Era la única diversión que ofrecía ese ambiente, además del pequeño váter con el que colindaba.

      â€œFacturas, facturas y más facturas. ¡Mierda!” pensó Jim mientras ordenaba las cartas. Después, cogió el auricular del teléfono fijo que estaba sobre la pequeña mesa cuadrada pegada a la pared y marcó el número de su hermana Jasmine.

      Le recordó que iría Henry a comer, le preguntó cómo estaba y le dijo que antes o después haría un viaje a Irlanda para volver a ver el color verde esmeralda de las colinas y para hacer respirar a su hijo el aire fresco y oxigenante de su país. No es que Jim Lewis fuese un poeta, pero tenía una cierta sensibilidad que muchas veces se ocultaba tras la expresión contraída de la frente y le daba un aire duro, escondiendo así la amable melancolía de su mirada.

      Jim había cambiado mucho tras la muerte de Bet; había perdido la esencia de los viejos tiempos, aquello que le hacía ver todo con una luz diferente, seguramente más positiva. Estaba muy unido a su hermana Jasmine, aunque se llevasen quince años. Él iba para los cuarenta y ocho y ella había superado los sesenta, con la diferencia de que Jim gozaba de una perfecta salud mientras que Jasmine estaba obligada a respirar solo con un pulmón desde hacía ya muchos años.

      Jim llegó antes a los Estados Unidos, después de haber pasado sus primeros diez años en Cork, Irlanda. Su padre era americano y se había casado con una hermosa irlandesa con la que había tenido dos hijos que se llevaban quince años. Más tarde, su madre murió cuando Jim tenía todavía diez años y el padre volvió a los Estados Unidos, llevándose con él al pequeño Jim. Jasmine, que ya tenía un trabajo, se reunió con ellos cuando tenía unos cuarenta años; cuando su salud se resintió y su padre estaba en las últimas. Morgan Lewis murió lentamente, consumido por el Alzheimer, a la edad de sesenta y dos años, dejando huérfanos a sus hijos, sin ninguna herencia relevante y obligándoles a la conquista de una vida americana.

      Jim utilizó gran


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