La de Bringas. Benito Pérez Galdós
charlaban a sus anchas, desahogando cada cual a su modo la pasión que a entrambas dominaba.
X
Pero si el santo varón estaba en su hueco de ventana, zambullido en el microcosmos de la obra de pelo, las dos damas se encerraban en el Camón, y allí se despachaban a su gusto sin testigos. Tiraba Rosalía de los cajones de la cómoda suavemente para no hacer ruido; sacaba faldas, cuerpos pendientes de reforma, pedazos de tela cortada o por cortar, tiras de terciopelo y seda; y poniéndolo todo sobre un sofá, sobre sillas, baúles o en el suelo si era necesario; empezaba un febril consejo sobre lo que se debía hacer para lograr el efecto mejor y más llamativo dentro de la distinción. Estos consejos no tenían término, y si se tomara acta de ellos, ofrecerían un curioso registro enciclopédico de esta pasión mujeril que hace en el mundo más estragos que las revoluciones. Las dos hablaban en voz baja para que no se enterase Bringas, y era su cuchicheo rápido, ahogado, vehemente, a veces indicando indecisión y sobresalto, a veces el entusiasmo de una idea feliz. Los términos franceses que matizaban este coloquio se despegaban del tejido de nuestra lengua; pero aunque sea clavándolos con alfileres, los he de sujetar para que el exótico idioma de los trapos no pierda su genialidad castiza.
ROSALÍA.—(Mirando un figurín.) Si he de decir la verdad, yo no entiendo esto. No sé cómo se han de unir atrás los faldones de la casaca de guardia francesa.
MILAGROS.—(Con cierto aturdimiento, al cual se sobrepone poco a poco su gran juicio.) Dejemos a un lado los figurines. Seguirlos servilmente lleva a lo afectado y estrepitoso. Empecemos por la elección de tela. ¿Elige usted la muselina blanca con viso de foulard? Pues entonces no puede adoptarse la casaca.
ROSALÍA.—(Con decisión.) No; escojo resueltamente el gros glasé, color cenizas de rosa. Sobrino me ha dicho que le devuelva el que me sobre. El gros glasé me lo pone a veinticuatro reales.
MILAGROS.—(Meditando.) Bueno: pues si nos fijamos en el gros glasé, yo haría la falda adornada con cuatro volantes de unas cuatro pulgas; ¿a ver?, no; de cinco o seis, poniéndolo al borde un bies estrecho de glasé verde naciente… ¿Eh?
ROSALÍA.—(Contemplando en éxtasis lo que aún no es más que una abstracción.)Muy bien… ¿Y el cuerpo?
MILAGROS.—(Tomando un cuerpo a medio hacer y modelando con sus hábiles manos en la tela las solapas y los faldones.) La casaca guardia francesa va abierta en corazón, con solapas, y se cierra al costado sobre el tallo con tres o cuatro botones verdes… aquí. Los faldones… ¿me comprende usted?, se abren por delante… así… mostrando el forro, que es verde como la solapa; y esas vueltas se unen atrás con ahuecador… (La dama, echando atrás sus manos, ahueca su propio vestido en aquella parte prominentísima, donde se han de reunir las vueltas de los faldones de la casaca.) ¿Se entera usted?… Resulta monísimo. Ya he dicho que el forro de esta casaca es de gros verde y lleva al borde de las vueltas un ruche de cinta igual a la de los volantes… ¿qué tal? ¡Ah!, no olvide usted que para este traje hace falta camiseta de batista bien plegadita, con encaje valenciennes plegado en el cuello… los puños holgaditos, holgaditos; que caigan sobre las muñecas.
ROSALÍA.—¡Oh!… camisetas tengo de dos o tres clases…
MILAGROS.—He visto la que le ha venido de París a Pilar San Salomó con el traje para comida y teatro… (Con emoción estética, poniendo los ojos en blanco.)¡Qué traje! ¡Cosa más divina…!
ROSALÍA.—(Con ansioso interés.) ¿Cómo es?
MILAGROS.—Falda de raso rosa, tocando al suelo, adornada con un volante cubierto de encaje. ¡Qué cosa más chic! Sobre el mismo van ocho cintas de terciopelo negro.
ROSALÍA.—¿Y bullones?
MILAGROS.—Cuatro órdenes. Luego, sobre la falda, se ajusta a la cintura (Uniendo a la palabra la mímica descriptiva de las manos en su propio talle.) ¿comprende usted?… se ajusta a la cintura un manto de corte… Viene así, y cae por acá, formando atrás un cogido, un gran pouff. (Con entusiasmo.) ¡Qué original! Por debajo del cogido se prolongan en gran cola los mismos bullones que en la falda; ¡pero qué bien ideado! ¡Es de lo sublime!… Vea usted… así… por aquí… en semejante forma… correspondiendo con ellos solamente por un retroussé… Es decir, que el manto tiene una solapa cuyos picos vienen aquí… bajo el pouff… ¿entiende usted, querida?
ROSALÍA.—(Embebecida.) Sí… entiendo… lo veo… Será precioso…
MILAGROS.—(Expresando soberbiamente con un gesto la acertada colocación de lo que describe.) Lazo grande de raso sobre los bullones… Es de un efecto maravilloso.
ROSALÍA.—(Asimilándose todo lo que oye.) ¿Y el cuerpo?
MILAGROS.—Muy bajo, con tirantes sujetos a los hombros por medio de lazos… Pero cuidado: estos lazos no tienen caídas… ¡La camiseta es de una novedad…!, de seda bullonada con cintas estrechitas de terciopelo pasadas entre puntos. Las mangas largas…
ROSALÍA.—(Quitando y poniendo telas y retazos para comparar mejor.) Se me ocurre una idea para la camiseta de este traje. Si escojo al fin el color cenizas de rosa… (Deteniéndose meditabunda.) ¡Qué torpe soy para decidirme! El figurín… (Recogiendo todo con susto y rapidez.) Me parece que siento a Bringas. Son un suplicio estos tapujos…
MILAGROS.—(Ayudándola a guardar todo atropelladamente.) Sí; siento su tosecilla. Ay, amiga, su marido de usted parece la Aduana, por lo que persigue los trapos… Escondamos el contrabando.
Ratos felices eran para Rosalía estos que pasaba con la marquesa discutiendo la forma y manera de arreglar sus vestidos. Pero el gozo mayor de ella era acompañar a su amiga a las tiendas, aunque pasaba desconsuelos por no poder comprar las muchísimas cosas buenas que veía. El tiempo se les iba sin sentirlo. Milagros se hacía mostrar todo lo de la tienda, revolvía, comparando; pasaba del brusco antojo al frío desdén; regateaba, y concluía por adquirir diferentes cosas, cuyo importe cargábanle en su cuenta. Rosalía, si algo compraba, después de pensarlo mucho y dar mil vueltas al dinero, pagaba siempre a tocateja. Sus compras no eran generalmente más que de retales, pedacitos o alguna tela anticuada, para hacer combinaciones con lo bueno que ella tenía en su casa, y refundir lo viejo dándole viso y representación de novedad.
Pero un día vio en casa de Sobrino Hermanos una manteleta… ¡qué pieza, qué manzana de Eva! La pasión del coleccionista en presencia de un ejemplar raro, el entusiasmo del cazador a la vista de una brava y corpulenta res no nos dan idea de esta formidable querencia del trapo en ciertas mujeres. A Rosalía se le iban los ojos tras la soberbia prenda, cuando el amable dependiente del comercio enseñaba un surtido de ellas, amontonándolas sobre el mostrador como si fueran sacos vacíos. Preguntó con timidez el precio y no se atrevió a regatearla. La enormidad del coste la aterraba casi tanto como la seducía lo espléndido de la pieza, en la cual el terciopelo, el paño y la brillante cordonería se combinaban peregrinamente. En su casa no pudo apartar de la imaginación, todo aquel día y toda la noche, la dichosa manteleta, y de tal modo arrebataba su sangre el ardor del deseo, que temió un ataquillo de erisipela si no lo saciaba. Volvió con Milagros a tiendas al día siguiente, con ánimo de no entrar en la de Sobrino, donde la gran tentación estaba; pero el Demonio arregló las cosas para que fueran, y he aquí que aparecen otra vez sobre el mostrador las cajas blancas, aquellas arcas de satinado cartón donde se archivan los sueños de las damas. El dependiente las sacaba una por una, formando negra pila. La preferida apareció con su forma elegante y su lujosa pasamanería, en la cual las centellicas negras del abalorio, temblando entre felpas, confirmaban todo lo que los poetas han dicho del manto de la noche. Rosalía hubo de sentir frío en el pecho, ardor en las sienes, y en sus hombros los nervios le sugirieron tan al vivo la sensación del contacto y peso de la manteleta, que creyó llevarla ya puesta.
–¡Cómprela usted…