Páginas escogidas. Armando Palacio Valdés
no hacer uso de él en tanto que no lo averiguase.
Los enigmas, particularmente los enigmas de dinero, duran en las aldeas cortísimo tiempo. No se pasaron dos horas sin que supiese que don Fernando había vendido su casa el día anterior a don Anacleto, el cual la quería para hacer de ella una fábrica de escabeche, no para otra cosa, pues en realidad estaba inhabitable. El señor de Meira la tenía hipotecada ya hacía algún tiempo a un comerciante de Peñascosa en nueve mil reales. Don Anacleto pagó esta cantidad y le dió además otros catorce mil. En vista de esto, José se determinó a devolver los cuartos al generoso caballero tan pronto como le viese. Le pareció indecoroso aceptar, aunque fuese en calidad de préstamo, un dinero de que tan necesitado estaba su dueño.
Todavía le seguía preocupando, no obstante, aquella misteriosa cita de la noche, y aguardaba con impaciencia la hora para ver lo que era. Un poco antes de dar las doce por el reloj de las Consistoriales enderezó los pasos hacia el palacio de Meira. Llamó con un golpe a la carcomida puerta, y no tardó mucho el propio don Fernando en abrirle.
–Puntual eres, José. ¿Tienes la lancha a flote?
–Debe de estar, sí señor.
–Pues bien; ven aquí y ayúdame a llevar a ella esto.
Don Fernando le señaló a la luz de un candil un bulto que descansaba en el zaguán de la casa, envuelto en un pedazo de lona y amarrado con cordeles.
–Es muy pesado, te lo advierto.
Efectivamente, al tratar de moverlo se vió que era casi imposible llevarlo al hombro. José pensó que era una caja de hierro.
–En hombros no podemos llevarlo, don Fernando. ¿No será mejor que lo arrastremos poco a poco hasta la ribera?
–Como a ti te parezca.
Arrastráronlo, en efecto, fuera de la casa. Apagó don Fernando el candil, cerró la puerta, y dándole vueltas, no con poco trabajo, lo llevaron lentamente hasta colocarlo cerca de la lancha. El señor de Meira iba taciturno y melancólico, sin despegar los labios. José le seguía el humor; pero sentía al propio tiempo bastante curiosidad por averiguar lo que aquella pesadísima caja contenía.
Fué necesario colocar dos mástiles desde el suelo a la lancha, y gracias a ellos hicieron rodar la caja hasta meterla a bordo. Entraron después, y con el mayor silencio posible se fueron apartando de las otras embarcaciones.
La noche era de luna, clara y hermosa. El mar, tranquilo y dormido como un lago. El ambiente, tibio como en estío. José empuñó dos remos, contra la voluntad del hidalgo, que pretendía tomar uno, y apoyándolos suavemente en el agua, se alejó de la tierra.
El señor de Meira iba sentado a popa, tan silencioso y taciturno como había salido de casa. José, tirando acompasadamente de los remos, le observaba con interés. Cuando estuvieron a unas dos millas de Rodillero, después de doblar la punta del Cuerno, don Fernando se puso en pie.
–Basta, José.
El marinero soltó los remos.
–Ayúdame a echar este bulto al agua.
José acudió a ayudarle; pero deseoso, cada vez más de descubrir aquel extraño misterio, se atrevió a preguntar sonriendo:
–¿Supongo que no será dinero lo que usted eche al agua, don Fernando?
Este, que se hallaba en cuclillas preparándose a levantar el bulto, suspendió de pronto la operación, se puso en pie y dijo:
–No; no es dinero… Es algo que vale más que el dinero… Me olvidaba de que tú tienes derecho a saber lo que es, puesto que me has hecho el favor de acompañarme.
–No se lo decía por eso, don Fernando. A mí no me importa nada lo que hay ahí dentro.
–Desátalo.
–De ningún modo, don Fernando. Yo no quiero que usted piense…
–¡Desátalo, te digo!—repitió el señor de Meira en un tono que no daba lugar a réplica.
Obedeció José, y después de separar la múltiple envoltura de lona que le cubría, descubrió, al cabo, el objeto no era otra cosa que un trozo de piedra toscamente labrado.
–¿Qué es esto?—preguntó con asombro.
Don Fernando, con palabra arrastrada y cavernosa, respondió:
–El escudo de la casa de Meira.
Hubo después un silencio embarazoso. José no salía de su asombro y miraba de hito en hito al caballero, esperando alguna explicación; pero éste no se apresuraba a dársela. Con los brazos cruzados sobre el pecho y la cabeza doblada hacia adelante, contemplaba sin pestañear la piedra que el marinero acababa de poner al descubierto. Al fin dijo en voz baja y temblorosa:
–He vendido mi casa a don Anacleto…, porque un día u otro yo moriré, y ¿qué importa que pare en manos extrañas antes o después?… Pero se la vendí bajo condición de arrancar de ella el escudo.., Hace unos cuantos días que trabajo por las noches en separar la piedra de la pared… Al fin lo he conseguido…
Como don Fernando se callase después de pronunciar estas palabras, José se creyó en el caso de preguntarle:
–¿Y por qué lo echa usted al agua?
El anciano caballero le miró con ojos de indignación.
–¡Zambombo! ¿Quieres que el escudo de la gran casa de Meira esté sobre una fábrica de escabeche?
Y aplacándose de pronto, añadió:
–Mira esas armas… Repáralas bien… Desde el siglo XV están colocadas sobre la puerta de la casa de Meira… (no esta misma piedra, porque según se ha ido enlazando con otras casas fué necesario mudarla y poner en el escudo nuevos cuarteles, pero otra parecida). En el siglo pasado quedó definitivamente fijada con la alianza de los Meiras y los Mirandas… Son cinco cuarteles. El del centro es el de los Meiras: está colocado en lo que se llama en heráldica punto de honor… Sus armas son: azur y banda de plata, con dragones de oro; bordura de plata y ocho arminios de sable… Tú dirás—añadió don Fernando con sonrisa protectora—: ¿dónde están esos colores?… Es muy natural que lo preguntes, no teniendo nociones de heráldica… Los colores en la piedra se representan por medio de signos convencionales. El oro, míralo aquí en este cuartel, se representa por medio de puntitos trazados con buril; la plata, por un fondo liso y unido; el azur, por rayitas horizontales; los gules, por rayas perpendiculares, etc., etc…; es muy largo de explicar… Los Meiras se unieron primeramente a los Viedmas. Aquí está su escudo en este primer cuartel de gules y una puente de plata de tres arcos, por los cuales corre un caudaloso río; y una torre de oro levantada en medio de la puente; bordadura de plata y ocho cruces llanas de azur… Después se unieron a los Carrascos. Y aquí tienes a la izquierda su cuartel, partido en dos partes iguales: la primera de plata y un león rampante de sable; la segunda de oro y un árbol terrazado y copado, con un pájaro puesto encima de la copa y un perro ladrante al pie del tronco… Ni el pájaro ni el perro se notan bien, porque los ha destruido la intemperie…; pero aquí están… Más tarde se unieron a los Angulos: su cuartel es de plata y cinco cuervos de sable puestos en sautor… Tampoco se notan bien los cuervos… Por último, se unieron a los Mirandas, cuyo cuartel es de oro y un castillo de gules en abismo, sumado de un guerrero armado con alabarda, naciente de las almenas, acompañado de seis roeles de sinople y plata, puestos dos de cada lado y uno en la punta… Todo el escudo, como ves, está coronado por un casco de acero bruñido de cinco rejas.
Nada entendió el marinero del discurso del señor de Meira. Mirábale de hito en hito con asombro. El mar balanceaba suavemente la barca.
–De la casa de Meira—siguió don Fernando con voz enfática—han salido en todas las épocas hijos muy esclarecidos, hombres muy calificados… Demasiado sabrás tú que en el siglo XV don Pedro de Meira fué comendador de Villaplana, en la orden de Santiago, y que don Francisco fué jurado en Sevilla y procurador en las Cortes de Toro. También sabrás que otro hijo de la misma familia fué presidente del Consejo de Italia: se llamaba don Rodrigo. Otro, llamado don Diego, fué oidor de la real Audiencia