Bocetos californianos. Bret Harte
Virginia City, que viajaba en compañía de su esposo, yacía en un ángulo, arrebujada en un mar de cintas, pieles y abrigos que inundaban por completo su persona. No se percibía otro ruido que el chirriar de las ruedas y el de la lluvia batiendo el imperial, cuando de repente la diligencia se paró, y oímos unas voces que llegaban confusamente hasta nosotros. El conductor sostenía un vivo diálogo con alguien en el camino, diálogo que nos pareció debía ser poco halagüeño a juzgar por las palabras que en medio del furioso viento que soplaba pudimos apreciar; «puente arrastrado», «camino inundado», «paso imposible» y otras por el estilo. El silencio más absoluto reinó un momento, y después una misteriosa voz lanzó desde el camino este consejo:
–Prueba en casa de Magdalena.
Al dar el vehículo una brusca vuelta, alcanzamos a vislumbrar los caballos delanteros, y luego un jinete que se desvanecía en la bruma. Indudablemente, emprendíamos el camino de la casa de Magdalena.
¿Quién era y dónde estaba Magdalena? El juez, nuestra autoridad, dijo no recordar aquel nombre, y eso que conocía por completo el país; el viajero canadiense opinó que Magdalena tendría alguna posada; pero lo único que realmente supimos fue que la crecida de las aguas nos había cortado el camino por el frente y por la espalda, y que Magdalena era nuestra tabla salvadora. Por espacio de diez minutos nos encharcamos por un tortuoso camino, ancho a duras penas para la diligencia, y nos detuvimos delante de un reja atrancada y aforrada, fija a una extensa pared de cerca de unos dos metros de alto. Aquello era, sin duda alguna, la casa de Magdalena. Pero, sin duda alguna también, aquella mujer no tenía posada. El cochero bajó y tanteó la puerta, que estaba sólidamente cerrada.
–¡Magdalena! ¡Magdalena!
Nadie contestó.
–¡Magdalena! ¡Tú, Magdalena!—continuó el cochero con irritación cada vez más patente.
–¡Magdalena!—añadió el correo persuasivamente.—¡Oh, Magdalenita!
Pero la tal Magdalena, al parecer insensible, dio la callada por respuesta. El juez acababa de bajar el vidrio de la ventanilla, sacó fuera la cabeza, y comenzó una serie de preguntas que, a ser contestadas satisfactoriamente, hubieran dilucidado, sin duda alguna, todo aquel misterio. A todo esto replicó el auriga que si no saltábamos del coche para ayudarle en llamar a Magdalena quizá tendríamos que permanecer toda la noche en él.
Nos levantamos, pues, y llamamos a Magdalena en coro, y luego cada cual a solo, y apenas hubimos acabado, cuando un hibernés, compañero de viaje, gritó desde el imperial: ¡Magdalena! con un acento tan extraño que todos nos echamos a reír. Mientras nos estábamos riendo, nuestro cochero dijo a voz en grito:
–¡Silencio!
Todos prestamos oído, y con infinita admiración oímos que el coro de ¡Magdalena! se repetía a la otra parte de la pared, juntamente con el final e infame grito del hibernés.
–¡Extraordinario eco!—dijo el juez.
–¡Extraordinario y remaldito!—exclamó el conductor, con desprecio.—Sal ya de ahí, Magdalena, y muéstrate en persona de una vez. Sé humana. No juegues al escondite; yo no bromearía en tu lugar, Magdalena—continuó Yuba-Bill, que en un exceso de furor daba ya vueltas pateando.
–¡Magdalena!—continuó la voz.—¡Oh, Magdalena!
–¡Mi buen señor!—dijo el juez, en el tono más patético.—Imagínese lo inhospitalario de rehusar un abrigo contra la inclemencia del tiempo, a mujeres desamparadas. ¡Señor mío de mi alma! Pensar que…
Una letanía de Magdalena terminando con una carcajada interrumpió su peroración.
Yuba-Bill acabó la paciencia; tomando del camino una pesada piedra derribó la verja, y seguido del correo penetró en el cercado: nosotros tomamos la misma dirección. Reinaba la más completa oscuridad, y todo cuanto pudimos saber, gracias a los rosales que nos rociaban con su húmedo follaje a cada ráfaga de viento, fue que estábamos en un jardín o cosa parecida.
–¿Conoce usted al inquilino de esta casa?—preguntó el juez a Yuba-Bill.
–No; ni ganas—contestó Yuba-Bill secamente, viendo ofendida en su persona, por tan contumaz individua, a toda la compañía pionera de diligencias.
–¡Pues, sí que la hemos hecho buena!…—replicó el juez, pensando en la verja allanada.
–Mire usted—dijo Yuba-Bill, con delicada ironía,—¿no haría mejor en volverse y tomar asiento en el coche hasta que le avisaran? Yo entro.
Y dicho y hecho, empujó la puerta de la casa.
En apretada haz penetramos todos en una larga sala iluminada únicamente por el rescoldo de un fuego que se extinguía en un rincón de la chimenea.
La luz vacilante que aquel rescoldo despedía daba relieve al grotesco dibujo de las paredes extrañamente pintadas. Distinguíase una persona sentada en gran sillón de brazos junto al hogar.
Todo esto lo vimos, apiñados en el umbral detrás del conductor y del correo.
–¡Hola! ¿Dónde está Magdalena?—dijo Yuba-Bill, al misterioso solitario.
Aquella figura no habló ni se movió.
El cochero se acercó furiosamente a ella, dirigiendo sobre su rostro el ojo de la linterna que llevaba en la mano.
Todos pudimos observar la cara de un hombre envejecido y prematuramente arrugado, con grandes ojos en que se mostraba la solemnidad característica del búho. Los grandes ojos erraron desde la cara de Yuba-Bill hasta la linterna y acabaron por fijar sus inconscientes miradas en aquel objeto deslumbrador.
Bill estaba ciego de coraje.
–Vamos. ¿Es usted sordo? ¡De todas maneras no será mudo!; ¿no es verdad?
Yuba-Bill sacudió por el hombro aquella figura inmóvil.
Con gran sobresalto por parte nuestra, cuando Bill quitó la mano de encima del venerable forastero, éste fue encogiéndose hasta quedar reducido a la mitad de su tamaño y convertirse en un lío informe de trapos viejos.
–¡Maldita sea mi estampa!—dijo Bill, retirándose despechado.
Rehecho de la primera impresión, el juez se adelantó y volvimos a enderezar aquel misterioso invertebrado en su posición primitiva.
Se encargó en seguida a Bill y a su linterna que se dedicasen a explorar el terreno, pues era evidente, dada la impotencia del solitario, que debía tener a mano sirvientes, y todos nos acercamos al fuego para secar nuestros chorreantes vestidos.
El juez, que había recobrado su autoridad y que no había cesado de desplegar su talento en la conversación, vuelto hacia nosotros y de espaldas al fuego, nos dirigió la palabra, como a un jurado imaginario, del modo siguiente:
–Ciertamente que nuestro distinguido amigo aquí presente, se encuentra en aquella disposición descripta por Shakespeare, como la de la marchita y amarilla hoja, o bien ha sufrido algún percance que abatió de un modo prematuro sus facultades físicas e intelectuales. Dado que sea realmente…
Aquí fue interrumpido por un grito extraño de «¡Magdalena! ¡Oh, Magdalena, Magdalena!» y por todo el coro de Magdalenas en un tono semejante al que ya conocemos.
Todos nos miramos por un momento, con alguna alarma. Yo en particular, abandoné rápidamente mi posición, pues la voz parecía provenir directamente de mi espalda. No tardamos mucho en descubrir la causa: una gran urraca estaba posada sobre la repisa, en la bóveda de la chimenea, sumida en un silencio sepulcral que contrastaba singularmente con su anterior volubilidad. Aquella voz fue la que oímos desde el camino, y nuestro amigo no era responsable de la descortesía. Nuestro auriga, Yuba-Bill, que penetraba en aquel momento de regreso de una pesquisa infructuosa, tuvo que contentarse con la explicación, no sin que el sentado paralítico se librara de una fiera mirada. Como cumple a todo buen cochero, había buscado y encontrado, por fin, un cobertizo en donde acomodar sus caballos, pero regresaba calado, y como de costumbre, malhumorado.
–Nadie más que éste hay en diez millas a la redonda de la casucha,