El intruso. Blasco Ibáñez Vicente

El intruso - Blasco Ibáñez Vicente


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Iriondo, hijo de un vecino, se embarcó en un vapor que hacía viajes á Inglaterra. Al poco tiempo, no satisfecho de la vida del mar ó deseoso de mayor medro, se quedó en Londres, entrando como empleado en una casa vizcaína.

      Su madre murió de repente. La encontraron tendida de bruces, sobre un surco de aquella tierra gredosa que cultivaba desde la niñez, y que su marido no podía hacerla abandonar. Había querido, al irse del mundo, morir abrazada á aquellas hortalizas que todas las mañanas llevaba al mercado de Bilbao, con avaricia de aldeana. El señor Juan se sintió más unido á su cuñada y su sobrino. El hijo escribía de tarde en tarde: la ría ofrecía cada vez menos alicientes para él.

      Comenzaba á despertar la explotación de las minas y se hablaba de limpiar el Nervión, convirtiéndolo en un puerto para que los vapores llegasen hasta el mismo paseo del Arenal. ¡Adiós las gabarras! Y descuidando un negocio cuya muerte veía próxima, tranquilo ante el porvenir, pues poseía una fortuna de la que se hablaba con asombro en el pueblo, no tuvo otra ocupación que cuidarse de Luisillo y admirar sus progresos.

      –¡Diablo de rapaz!—decía hablando de él con los viejos camaradas de la ría.—¡De dónde habrá sacado tanto talento! ¡Nadie hubiera dicho que de aquel pobre patrón de Bermeo pudiera salir un hijo así!…

      Y el gabarrero temblaba de emoción, saltándole las lágrimas, cuando le hablaban en la villa de su sobrino y de lo satisfechos que tenía á los señores del Instituto. Llegó el momento de que Aresti, á los catorce años, escogiera una carrera y el viejo consultó su voluntad. A ver ¿qué quería ser? ¡con franqueza! Allí estaba el tío Juan con la bolsa abierta para costearle la carrera que más le gustase… aunque quisiera ser Sumo Pontífice. Marino no: ya había bastante con uno en la familia. ¿Médico? ¿quería ser médico? Algo más grande y de mayor brillo había soñado el gabarrero, sin saber ciertamente lo que era.... Pero, en fin ¡vaya por la medicina! Y como puesto á hacer las cosas había que hacerlas bien, le enviaría á estudiar á Madrid. No reparaba en gasto más ó menos. Para eso había trabajado él, y algo le cosquilleaba la vanidad, la idea de que, con el tiempo, toda Olaveaga, los descendientes de los que le habían conocido descalzo y despechugado, remando en la ría, entregarían las vidas á su sobrino, viéndolo llegar como una esperanza y llamándolo á todas horas «señor doctor».

      Mientras Luis estudiaba su carrera, ocurrió la gran transformación de la familia, el tirón loco de la suerte que sacó de la obscuridad á Sánchez Morueta. Su primo se presentó inesperadamente en Olaveaga. Venía á la conquista de la Fortuna; sabía dónde estaba oculta y llegaba antes que los demás, aprovechando sus estudios y observaciones en país extranjero. El invento de Bessemer, que acababa de revolucionar la metalurgia abaratando la fabricación, hacía necesarios los hierros sin fósforo y ningunos como los de las minas de Bilbao. Iba á comenzar en aquellas montañas un período de explotación loca, de rápidas fortunas: el que primero se apoderase del mineral sería rico como un príncipe. Dinero… necesitaba dinero, para centuplicarlo en poco tiempo. Su padre apenas lo entendió; pero tenía fe en su hijo, le inspiraba respeto su gravedad, aquel pensamiento siempre reconcentrado y en función: y le entregó sus ahorros, vendió las gabarras y hasta la casa nueva que había construido imitando á las mejores de la villa y que era el asombro de Olaveaga.

      Entonces comenzó la historia del poderoso Sánchez Morueta, aquella transformación de cuento mágico, atropellándose los negocios fabulosos, las caricias de la buena suerte, como si les faltase tiempo para enriquecer á aquel hombrón que veía llegar los millones sin el más leve estremecimiento en su rostro impasible. Se apoderó rápidamente de la montaña. Allí donde asomaba el mineral de hierro, especialmente el llamado campanil, que era el más rico, allí ponía sus manos de vencedor, diciendo: «Esto es mío». Compraba minas para venderlas al mes siguiente á los ingleses que llegaban detrás de él. Tenía en el abra los vapores á docenas, cargándolos de aquellos terrones rojos que eran como oro. Bilbao hablaba de Sánchez Morueta con admiración: sonaba su nombre á todas horas. Mientras los demás dormían, él había visto claro; cuando la gente comenzaba á despertar, ya era él millonario. Tras sus espaldas de luchador victorioso marchaba una corte de ingenieros, contratistas y tardíos buscadores de la fortuna.

      «Tu primo está loco—escribía el señor Juan á su sobrino.—Esto es un escándalo; los millones entran en casa como una inundación. Ahora habla de construir una flota de barcos propia para que transporten el mineral á Inglaterra: quiere establecer fundiciones en la orilla del Nervión, que fabriquen carriles, puentes enteros, cañones, navíos de guerra ¡qué sé yo cuántas locuras más! Créeme, Luisillo; esto es demasiado: no puede durar».

      Y hablaba con asombro de su nueva existencia. Él y la madre de Luis vivían con el grande hombre, en una casa muy hermosa de Bilbao, con un batallón de empleados, sirvientes y parásitos. Una vida de abundancia y de movimiento que hacía pensar melancólicamente á los dos viejos en sus huertecitas de Olaveaga, tan tranquilas y risueñas, al abrigo de los montes, con la ría enfrente como un espejo en los días de sol. Además, el poderoso príncipe de la industria se había casado para hacer dignamente los honores á la fortuna que llegaba. Su mujer era una señorita de Durango: (y el antiguo gabarrero, recalcaba con respeto y temor la calidad social de su nuera) una parienta de los principales que Sánchez Morueta había tenido en Londres. Su familia de hidalgos vivía estrechamente de las flacas rentas de algunas caserías: nobleza agrícola que hacía remontar sus blasones á los tiempos casi fabulosos de Vizcaya, á Jaun Zuria el Cid vascongado, y que, aturdida por la escandalosa fortuna del hijo del gabarrero, había accedido á emparentar con él. Sánchez Morueta, casi al día siguiente de la boda, había continuado su vida de agitación, de viajes y de encierros en el escritorio. La mujer, de una belleza rubia, áspera y dura, fruncía el entrecejo ante los dos ancianos que vejetaban tímidamente en la casa, como si fuesen unos criados distinguidos, y vivía sola, repartiendo su tiempo entre las iglesias y las visitas á las principales familias de Bilbao. La satisfacción de anonadarlas con su lujo, el goce de provocar la envidia de las amigas con su riqueza, eran las únicas dulzuras que encontraba en el matrimonio.

      Después, cuando Aresti estaba próximo á terminar su carrera, ocurrió la muerte del señor Juan. El viejo se fué del mundo asustado de la fortuna de su hijo, creyéndole loco, presagiando un desquite terrible de la mala suerte, repitiendo tenazmente que «aquello no podía durar». Al presentarse Luis en Bilbao vió á su primo en plena gloria, con su gravedad de hombre fuerte y silencioso, insensible á las desgracias como á los triunfos. Sus párpados ligeramente enrojecidos y la vehemencia con que le apretó sobre su pecho, fueron las únicas muestras de emoción por la muerte de su padre.

      –Luis—dijo con brevedad, como si sus palabras fuesen oro,—sigue tu carrera: después irás al extranjero. Estudia… no vaciles ante los gastos. El viejo no ha muerto: si antes era yo tu hermano, ahora soy tu padre.

      Y Aresti vivió tres años en París, hizo la vida de estudiante en el Barrio Latino, fué interno en los hospitales, al lado de los más célebres cirujanos, y la fama de sus estudios llegó hasta Bilbao antes que él regresase. Cuando volvió, su carrera estaba hecha, entrando en su prestigio lo mismo el éxito de sus operaciones que la calidad de pariente de Sánchez Morueta.

      Su primo había realizado todos sus deseos: una flota en el mar, altos hornos de fundición junto á la ría, casi todo el mineral de Vizcaya monopolizado por él, y el dinero acudiendo á sus manos, embriagándolo con la borrachera de la fortuna.

      La madre de Aresti había muerto mientras él estaba en París: había languidecido, como su cuñado, en aquel ambiente de grandeza que la asustaba. El joven doctor no tenía otra familia que la de su primo y se instaló en su casa. Cristina, que había tenido una hija y por los cuidados de la maternidad salía poco de casa, acogió bien al doctor. La acompañaba tardes enteras hablándola de París, la famosa ciudad del pecado, contra la cual se exaltaban los predicadores y que ella solo había entrevisto en un rápido viaje de bodas. De toda la familia del marido, Aresti era el único que lograba despertar en ella cierta simpatía. Además, Sánchez Morueta siempre estaba ausente; sólo le veía por la noche, y aunque la escuchaba con los ojos puestos en ella, su pensamiento estaba lejos, muy lejos. El doctor la entretenía, se enteraba pacientemente de sus murmuraciones sobre las amigas,


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