La desheredada. Benito Pérez Galdós
mundo comienza con brío su ordinaria existencia.
La numerosa servidumbre de la casa emprende la faena de limpieza, y estrépito de escobazos corre por salas y pasillos, confundiéndose con el sacudir de ropas, el arrastrar de muebles. A misa llama la campana de la capilla, el Director administrativo sale de su despacho a inspeccionar los servicios, y las hermanas de la Caridad, alma y sostén del asilo por estar encargadas de su régimen doméstico, van y vienen con actividad de madres de familia. Sus faldas azules, azotadas por enorme rosario, sus blancas tocas aladas, respetables y respetadas como enseña de paz, se ven por todas partes, entre el verdor de la huerta, entre los estantes de la botica, en la enorme cocina, cuyos hogares de hierro vomitan lumbre; en la despensa llena de víveres; en el lavadero, donde ya saltan los chorros de agua; en el alto secadero que domina la huerta, y en el patio de mujeres, en la región de las locas, que es el departamento de trabajo más penoso y de las dificultades más terribles.
¡Las locas! Estamos en el lugar espeluznante de aquel Limbo enmascarado de mundo. Los hombres inspiran lástima y terror; las hijas de Eva inspiran sentimientos de difícil determinación. Su locura es, por lo general, más pacífica que en nosotros, excepto en ciertos casos patológicos exclusivamente propios de su sexo. Su patio, defendido en la parte del sol por esteras, es un gallinero donde cacarean hasta veinte o treinta hembras con murmullo de coquetería, de celos, de cháchara frívola y desacorde que no tiene fin, ni principio, ni términos claros, ni pausa, ni variedad. Óyese desde lejos, cual disputa de cotorras en la soledad de un bosque… Las hay también juiciosas. Algunas pensionistas, tratadas con esmero, están tranquilas y calladas en habitación clara y limpia, ocupándose en coser, bajo la vigilancia y dirección de dos hermanas de la Caridad. Otras se decoran con guirnaldas de trapo, flores secas o con plumas de gallina. Sonríen con estupidez o clavan en el visitante extraviados ojazos.
También la hermosa mitad tiene sus jaulas de dobles rejas. No serían mujeres si no necesitaran alguna vez estar bajo llave. Es frecuente ver dos manos flacas y nerviosas asidas a una reja, y oír la voz ronca de una desgraciada que pide le devuelvan los hijos que nunca ha tenido. Hay una que corre por pasillos y salas buscan do su propia persona.
Volvamos al patio de varones pobres. Aquel día faltaba en él Rufete. Creeríase que había crisis. Poco después de amanecer se dirigió al loquero y le dijo: «Hoy no estoy para nadie, absolutamente para nadie». Después cayó en un marasmo profundo. Enmudeció. El chorro de la fuente preguntaba por él y ninguno de los asilados allí presentes sabía darle razón.
Lleváronle a la enfermería. El médico mandó que le dieran una ducha, y fue llevado en brazos a la inquisición de agua. Es un pequeño balneario, sabiamente construido, donde hay diversos aparatos de tormento. Allí dan lanzazos en los costados, azotes en la espalda, barrenos en la cabeza, todo con mangas y tubos de agua. Esta tiene presión formidable, y sus golpes y embestidas son verdaderamente feroces. Los chorros afilados, o en láminas, o divididos en hilos penetrantes como agujas de hielo, atacan encarnizados con el áspero chirrido del acero. Rufete, que ya conocía el lugar y la maquinaria, se defendió con fiero instinto. Le embrazaron, oprimiéndole en fuerte anilla horizontal de hierro sujeta a la pared, y allí, sin defensa posible, desnudo, recibió la acometida. Poco después yacía aletargado en una cama con visibles apariencias de bienestar. Al fin, durmió profundamente.
—III—
A la misma hora que esto pasaba, una joven llegó a la puerta del establecimiento. Quería ver al señor Director, al señor facultativo, quería ver a un enfermo, a su señor padre, a un tal don Tomás Rufete; quería entrar aunque se lo vedaran; quería hablar con el señor capellán, con las hermanas, con los loqueros; quería ver el establecimiento; quería entregar una cosa; quería decir otra cosa…
Estos múltiples deseos, que se encerraban en uno solo, fueron expresados atropelladamente y con turbación por la muchacha, que era más que medianamente bonita, no por cierto muy bien vestida ni con gran esmero calzada. Temblaba al hacer sus preguntas y ponía extraordinario ardor en la expresión de su deseo. Sus ojos expresivos habían llorado, y aún lloraban algo todavía. Sus manos algo bastas, sin duda a causa del trabajo, oprimían un lío de ropa seminueva, mal envuelta en un pañuelo rojo. Rojo era también el que ella en su cabeza llevaba, descuidadamente liado debajo de la barba a estilo de Madrid. ¿Con qué prenda se cubría? ¿Sotana, mantón, gabán de hombre? No: era una prenda híbrida, un arreglo del ruso al español, un cubrepersona de corte no muy conforme con el usual patrón. Ello es que su pañuelo rojo, sus lágrimas acabadas de secar, su gabán raído y de muy difícil calificación en indumentaria, su agraciado rostro, su ademán de resignación, sus botas mayores que los pies y ya entradas en días, inspiraban lástima.
No le fue difícil llegar al despacho del señor Director. Al verle y darse a conocer y preguntar por el Sr. Rufete, se le vinieron tantas lágrimas a los ojos y la garganta se le obstruyó de tal modo, que tuvo que callarse. El Director, hombre compasivo, la mandó sentar, rogándole que se calmase.
«Hace tres meses que no se ha pagado la pensión—dijo ella al cabo, metiendo la mano en alguna parte de su extraña vestimenta».
Porque el gabán tenía un bolsillo hondo. Su autora había sido pródiga en esto, presumiendo tener mucho que guardar. De aquel pozo de tela sacó un paquete de papel que parecía contener dinero.
«Luego, luego veremos—dijo el Director, resistiéndose a tomar la suma—. ¡Ah! ¿También trae ropa? Veo que no se descuida usted… Está bien, bien. El pobre D. Tomás tenía ya mucha falta… Déjelo usted ahí. Luego… Siéntese usted y descanse.
–¿Pero no le veré ahora mismo?—preguntó ella con ansiedad.
–No es fácil, no es fácil. Ya sabe usted que se excitan mucho al ver a las personas de su familia. Precisamente el pobre Sr. Rufete está sufriendo ahora una crisis bastante peligrosa».
La del ruso cruzó las manos, y miró al techo.
«El señor facultativo está haciendo ahora la visita… Le hablaremos, veremos lo que dice. Si él consiente… Pero no lo consentirá. No conviene que usted vea a su señor padre ahora. Más tarde… Siéntese usted, tranquilícese. Ya, ya recuerdo cuando vino usted con él hace bastante tiempo. Usted se llama…
–Isidora, para servir a usted… ¡Pobrecito papá! Si no me le dejan ver, dígale usted que estoy aquí, que está aquí su Isidorita, que viene a darle un beso, que mañana traeré a Mariano, mi hermanito… ¡Ah Dios mío!; pero él no entenderá, no entenderá nada. ¡Pobre hombre! ¿Y no hay esperanzas de que vuelva a la razón?».
El Director hizo signos de cabeza y boca sumamente desconsoladores. Parecía empeñado en quitar toda esperanza. Isidora, rendida de cansancio, se sentó en una banqueta. Habiéndole recomendado con frases convencionales, si bien generosas, la resignación y una tranquilidad que era imposible, el Director salió.
No se quedó sola la joven en el despacho. En un ángulo de este había una mesa de escribir. Sentado tras ella, con la espalda a la pared, un hombre escribía, fija la vista en el papel, trazando con seguro pulso esos hermosos caracteres redondos y claros de la caligrafía española. La mesa estaba llena de papeles que parecían estados, listas de nombres, cuentas con infinitas baterías de números. Un alto estante repleto de papeles y libros rayados indicaba que aquel buen señor de pluma y suma ayudaba al Director, cuya mesa no distaba mucho, en la difícil administración del Establecimiento. Era el tipo del funcionario antiguo, del ya fenecido covachuelista, conservado allí cual muestra del metódico, rutinario y honradísimo personal de nuestra primitiva burocracia. Era de edad provecta, pequeño, arrugadito, bastante moreno y totalmente afeitado como un cura. Cubría su cabeza con un bonetillo circular, ni muy nuevo ni muy raído, contemporáneo de los manguitos verdes atados a sus codos. Escribía con trazos tan seguros, uniformes y ordenados, que parecía escribientil máquina. Sin alzar los ojos del papel estiraba de rato en rato toda la piel de la boca, mostraba los dientes blancos, finos y claros, y por entre los huecos de ellos sorbía una gran porción de aire. Isidora, harto ocupada de su dolor, no hacía caso del anciano escribiente; pero este no cesaba de echar ojeadas oblicuas a la joven como buscando un motivo de entablar conversación. Siendo al fin más fuerte que su timidez su apetito de charlar,