Riverita. Armando Palacio Valdés

Riverita - Armando Palacio Valdés


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al foro que daba al gabinete de la casa; por la puerta de escape de la alcoba habían de salir los artistas a vertirse en las habitaciones que se les había destinado.

      Todo esto vio Miguel con asombro y deleite. Su tío le llevó varios días al ensayo y le iba explicando minuciosamente lo que cada objeto del diminuto teatro significaba y para lo que servía. Los futuros intérpretes de Rossini y Donizetti le agasajaban mucho; pero una cosa no podía sufrir con paciencia, y era que todos al besarle o darle afectuosas palmaditas en el rostro le mostrasen compasión.—¿Dónde tienes a papá?—En Sevilla, contestaba él.—¿Y qué fue a hacer a Sevilla? le preguntaban sonriendo. Miguel se encogía de hombros.—¿No fue a buscarte una mamá? Él se callaba. Entonces le daban un beso y volviéndose a los demás exclamaban por lo bajo:—¡Pobrecito! Estas exclamaciones le inquietaban un poco; mas al instante se disipaba la mala impresión. Aquellos días su tío le traía sumamente divertido; al colegio por la tarde ya no había vuelto; después de almorzar en casa o fuera, al paseo, al casino, donde veía a tío Manolo jugar una partida de carambolas, algunas veces a los toros y por la noche al ensayo o al teatro. El ama de llaves le decía sacudiendo la cabeza con disgusto:—¡Buena vida te estás dando, Miguelito! ¡No sé en qué pararán estas misas!—El brigadier hacía ya más de ocho días que se había ido y no daba noticia del retorno. En casa del tío Bernardo no había vuelto a poner los pies; sin duda la antipatía, o por mejor decir, el miedo que aquél inspiraba a tío Manolo era la causa principal de este alejamiento. Sin embargo, una tarde vino Enrique a convidarle a comer de parte de sus papás y fue muy recriminado de toda la familia por su ingratitud.

      Llegó por fin el cumpleaños de Anita; así llamaban los amigos a la intendenta apesar de hallarse ya cerca de los cuarenta y no poder revolverse de gorda. Desde las primeras horas de la mañana tío Manolo anduvo tan diligente y afanoso, que no pudo el sobrino echarle la vista encima hasta que vino a decirle que a las siete volvería por él. Y en efecto, antes que fuesen sonadas se presentó a buscarle y con el bocado en la boca le llevó a casa de Trujillo. Si inquieto y preocupado andaba el tío Manolo, no lo estaba menos la intendenta; a más del temor natural de que se desluciesen por culpa de los otros sus reconocidas y acatadas facultades de cantante, el negocio de las invitaciones le daba mucha guerra; para no agraviar a ninguna se habían convidado más personas de las que cabían en el salón; cuando empezó a llegar la gente hubo algunos disgustos; varias señoras se vieron obligadas a quedarse de pie por falta de asiento y algunas se marcharon muy desabridas antes de comenzar la fiesta. ¡Buenos irían poniendo a los Trujillo! Para que no ocupase silla, tío Manolo llevó a Miguel al escenario. No le pesó de ello; al contrario, los preparativos, el trajín de los artistas, las voces, las risas le llenaban de gozo. Cuando comenzaron a llegar de los cuartos perfectamente disfrazados todos aquellos señores y señoras, tardó en reconocerlos; al pasar por delante de él le preguntaban acariciándole la cara:—¿Me conoces, Miguelito?—Y él, después de mirarlos con atención, decía:—Sí, Fulano—y esto le causaba un vivo placer. Pero el que le dejó confuso, absorto y entusiasmado fue tío Manolo vestido de señor feudal; llevaba botas de ante amarillo que le llegaban hasta los muslos y el cuerpo ceñido con loriga que brillaba como un espejo; el casco era enorme y asombroso por la cantidad de águilas, grifos y dragones y otros animales emblemáticos que le adornaban; la barba le llegaba casi hasta la cintura, y hasta el medio de la espalda los cabellos. Finalmente, en esto, como en todo lo demás, se reconocía el gusto y la esplendidez de Rivera.

      Su aparición causó mágico efecto en el auditorio y fue saludado con una salva de aplausos. También a la intendenta se la aplaudió al salir. El acto de Coradino fue un triunfo para ambos: tío Manolo dijo su aria de salida admirablemente, según dos o tres dilettantti sietemesinos que allí se encontraban, y eso que era difícil de vocalizar; era precisamente el fuerte de Rivera; no tenía gran voz, pero vocalizaba perfectamente. Donde la intendenta le llevó mucha ventaja fue en la mímica: Anita era una consumada actriz, mientras el tío Manolo se movía poco y con trabajo en la escena. El acto de Lucía comenzó igualmente muy bien: los coros, contra lo que se esperaba, estuvieron bastante acertados: Rivera dijo sus primeras frases de indignación con buen éxito: el concertante tampoco salió mal. Mas al terminarse el acto, cuando el célebre ¡Ah maledetto! del tenor, el tío Manolo tuvo la desgracia de soltar un gallo. Nunca había dado las notas altas muy claras y las temía mucho. En el auditorio se levantó un leve murmullo, al cual siguió un estrepitoso aplauso en testimonio de simpatía y perdón. Rivera, sin embargo, se desconcertó completamente y cantó lo que quedaba rematadamente mal. En cambio la intendenta apretó de firme, sobre todo en la declamación: al echar los brazos al cuello a Rivera para retenerle, estuvo inimitable. Cuando bajó el telón, tío Manolo, desesperado, saltándosele las lágrimas, agitó los puños contra el suelo exclamando:

      –¡Infame tierra! ¿por qué no te abres y me tragas?

      Miguel, que presenciaba el espectáculo desde los bastidores, se conmovió profundamente al ver el dolor de su tío.

      Así terminó la ópera casera. Al día siguiente tío Manolo, cuando fue a visitarle, estaba muy triste y avergonzado y no tuvo humor para sacarle a paseo. El brigadier no acababa de anunciar su salida: sin embargo, se sospechaba que no tardaría en llegar. Para acabar de ponerle de mal humor, el tío Manolo recibió una carta del director del colegio noticiándole que Miguel se descuidaba mucho en sus estudios hacía ya algunos días. Esto ocasionó una muy fuerte desazón entre tío y sobrino.

      –¡Mira, mira, majaderillo, lo que me dice el director!—exclamó lleno de cólera.—¿Es ésta manera de portarse? ¿Qué dirá tu padre cuando venga y lo sepa? ¿Para eso procuro yo que te diviertas?…

      El fuerte de tío Manolo no era la lógica: porque procurar que se divierta un chico no es procurar que estudie. Bien lo comprendió Miguel, pero no quiso contestarle conociendo su carácter arrebatado: además, no le convenía ponerse mal con él.

      –¡Chiquillo! ¡Tontuelo! ¡Ponerme a mí en berlina de esta manera!… ¡Vaya un modo decente de corresponder a mis condescendencias!… Nada, si con estos chicos es mejor ser malo que bueno… ya me voy convenciendo de eso… ¡El palo, el palo… esto es lo único que respetan!… ¿A que no harías esto con tu tío Bernardo si él se hubiese encargado de ti?… ¡Hombre, me parece que si fueses hijo mío te rompía el trasero a azotes en este momento!

      Miguel aguantó el chubasco con la cabeza baja y sin chistar. Y ya que se hubo bien desahogado tío Manolo se marchó dando un gran portazo.

      Pero al otro día vino tan risueño como si tal cosa, salieron juntos a paseo y por la noche le llevó al cuarto de la Albini. Todavía disfrutó el hijo del brigadier otros cuatro o cinco días de vida regalona, porque su tío no volvió a acordarse de mandarle estudiar más que del santo de su nombre; al cabo llegó carta de Sevilla anunciando la salida del brigadier y su nueva esposa, y las cosas tomaron repentinamente un aspecto más serio. Por convenio expreso entre ambos, Miguel había de ir por la mañana a buscar a su tío con la carretela, y desde la fonda irían a esperar a los viajeros.

      Cuando subió a la fonda a eso de las siete, tío Manolo comenzaba a aderezarse, en cuya grave y prolija ocupación no gustaba de que nadie le turbase. Sin embargo, Miguel logró entrar en el cuarto y se sentó respetuosamente en una silla a esperar que se diese por terminada. El negocio no era tan fácil y expedito como a primera vista parecía: el Sr. de Rivera había sido siempre extremadamente escrupuloso en el lavado, planchado y demás artes decorativas; gustaba asimismo de que todas las prendas que usaba le viniesen como anillo al dedo; cualquier discrepancia en esta materia conseguía alterarle la bilis. Cuando Miguel entró estaba vivamente satisfecho porque los pantalones que estrenaba le habían salido muy bien. Dio tres o cuatro vueltecitas taconeando por el gabinete, y parándose delante del espejo, dijo:

      –¿Qué tal, Miguel, te gustan estos pantalones?

      Miguel no entendía casi nada, pero contestó afirmativamente.

      –Yo creo—manifestó Rivera con voz conmovida—que son los que mejor me ha sacado Utrilla hasta ahora… Y el género es muy rico… inglés legítimo… tócalo, haz el favor de tocarlo…

      Miguel le dio un pellizquito al paño y dijo que sí, que era bueno.

      –¡Doce


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