Una Razón para Huir . Блейк Пирс

Una Razón para Huir  - Блейк Пирс


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Y NUEVE

       CAPÍTULO CUARENTA

       CAPÍTULO CUARENTA Y UNO

       CAPÍTULO CUARENTA Y DOS

       CAPÍTULO CUARENTA Y TRES

       CAPÍTULO CUARENTA Y CUATRO

       CAPÍTULO CUARENTA Y CINCO

       CAPÍTULO CUARENTA Y SEIS

       CAPÍTULO CUARENTA Y SIETE

       EPÍLOGO

      PRÓLOGO

      El hombre se quedó oculto en las sombras de una valla de un estacionamiento y miró al edificio de apartamentos de ladrillo de tres pisos que quedaba al otro lado de la calle. Se imaginó que era la hora de la cena para algunos, una hora donde las familias se reunían, reían y compartían historias del día.

      “Historias”, se burló. Las historias eran para los débiles.

      El silbido rompió su silencio. Su silbido. Henrietta Venemeer silbaba mientras caminaba. “Está tan feliz”, pensó. “Tan distraída”.

      Su cólera aumentó cuando la vio, una rabia viva que floreció en ese momento. Cerró los ojos y respiró profundamente para calmarse. Los fármacos solían ayudarlo con su ira. Lo calmaban y mantenían su mente libre de preocupaciones. Últimamente, incluso sus medicamentos recetados no funcionaban. Necesitaba algo más grande para ayudar a equilibrar su vida.

      Algo cósmico.

      “Sabes lo que tienes que hacer”, se recordó a sí mismo.

      Ella era una mujer delgada y mayor con una cabellera roja y una actitud dispuesta que impregnaba cada uno de sus movimientos: sus caderas se movían como si estuviera bailando una canción interna y su caminar era alegre. Llevaba una bolsa de comestibles y se dirigía directamente hacia el edificio de ladrillos en una parte olvidada de East Boston.

      “Ve ahora”, ordenó.

      A lo la mujer llegó a la puerta de su edificio y se puso a buscar sus llaves, él comenzó a caminar al otro lado de la calle.

      Abrió la puerta del edificio y entró.

      Antes de que la puerta se cerrara, puso su pie en el interior de la abertura. La cámara que observaba el vestíbulo había sido desactivada antes; había aplicado una capa de gel sobre el lente para oscurecer las imágenes y dar la ilusión de que la cámara estaba funcionando bien. La segunda puerta del vestíbulo había sido desactivada también, su cerradura demasiado fácil de romper.

      Seguía silbando mientras desapareció por un tramo de escaleras. Entró en el edificio para seguirla, sin pensar en la gente en la calle o las otras cámaras que podrían haber estado observando de otros edificios. Había investigado todo anteriormente, y el momento de su ataque había sido alineado con el universo.

      Para cuando llegó al tercer piso para abrir la puerta principal, él estaba detrás de ella. Abrió la puerta y, al entrar en su apartamento, él la agarró por la barbilla y tapó su boca con la mano, ahogando sus gritos.

      Luego entró y cerró la puerta detrás de él.

      CAPÍTULO UNO

      Avery Black estaba sacando el nuevo auto policía que se había comprado, uno marca Ford de cuatro puertas, del estacionamiento. El olor a auto nuevo y cómo se sentía el volante debajo de sus manos le daba una sensación de alegría, de un nuevo comienzo. Finalmente se había deshecho del viejo BMW blanco que había comprado durante sus años de abogada. Había sido un recuerdo constante de su vida anterior.

      “Hurra”, dijo por dentro, como lo hacía casi cada vez que se sentaba detrás del volante. Su nuevo auto no solo tenía vidrios polarizados, llantas negras y asientos de cuero, sino que también vino totalmente equipado con una funda para escopeta, carcasa para una computadora en el tablero y luces policiales en las rejillas, ventanas y espejos retrovisores. Mejor aún, cuando las luces rojas y azules estaban apagadas, se veía igual que cualquier otro auto en las carreteras.

      “La envidia de todos los policías”, pensó.

      Había pasado buscando a su compañero, Dan Ramírez, a las ocho en punto. Se veía perfecto, como siempre. Su cabello negro estaba peinado hacia atrás, tenía la piel bronceada, ojos oscuros y estaba vestido con ropa de calidad. Tenía puesta una camisa amarilla debajo de una chaqueta carmesí. Llevaba unos pantalones color carmesí, un cinturón color marrón claro y zapatos color marrón claro.

      “Hagamos algo esta noche”, dijo. “La última noche de nuestro turno. Podría ser miércoles, pero parece viernes”.

      Le sonrío cálidamente.

      En respuesta, Avery lo miró con sus ojos azules y le sonrió amorosamente, pero luego su expresión se volvió ilegible. Se concentró en la carretera y se preguntó qué iba a hacer con respecto a su relación con Dan Ramírez.

      El término “relación” ni siquiera era preciso.

      Desde su derribo de Edwin Peet, uno de los asesinos en serie más extraños de la historia reciente de Boston, su compañero le había dicho lo que sentía por ella. Avery, a su vez, le hizo saber que ella también podría estar interesada. Las cosas no habían ido mucho más lejos. Fueron a cenar, compartieron miradas amorosas, se tomaron de las manos.

      Pero Avery estaba preocupada por Ramírez. Sí, era guapo y respetuoso. Había salvado su vida después de la debacle con Edwin Peet y prácticamente se mantuvo a su lado durante toda su recuperación. Sin embargo, era su compañero. Estaban juntos cinco días a la semana o más, desde las ocho de la mañana hasta las seis o hasta más tarde, dependiendo del caso. Y Avery llevaba años sin estar en una relación. La única vez que se besaron, se sintió como si estuviera besando a su ex esposo, Jack, e inmediatamente se apartó.

      Miró el reloj del tablero.

      No llevaban ni cinco minutos en el auto y Ramírez ya estaba hablando de la cena. “Tienes que hablar con él sobre esto”, pensó. “Qué horror”.

      Mientras se dirigían hacia la oficina, Avery escuchó la radio frecuencia de la policía, como lo hacía todas las mañanas. Ramírez colocó una emisora de jazz y condujeron unas cuadras escuchando jazz mezclado con un operador policial detallando las diversas actividades alrededor de Boston.

      “¿En serio?”, preguntó Avery.

      “¿Qué?”.

      “No puedo disfrutar de la música y escuchar las llamadas al mismo tiempo. Eso es confuso. ¿Por qué tenemos que escuchar las dos?”.

      “Está bien”, dijo como si estuviera desilusionado. “Pero tengo que escuchar mi música hoy en alguno momento. Me tranquiliza”.

      “No entiendo por qué”, pensó Avery.

      Ella odiaba el jazz.

      Afortunadamente, recibieron una llamada en la radio y eso la salvó.

      “Tenemos una diez dieciséis, diez treinta y dos en progreso en la calle East Fourth por Broadway”, dijo una voz femenina rasposa. “No ha habido disparos. ¿Hay algún auto cerca?”.

      “Abuso doméstico”, dijo Ramírez. “El tipo tiene un arma”.

      “Estamos


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