Un Rastro de Muerte . Блейк Пирс
y que si actuaba de esa manera, nadie podría decir qué se ocultaba en su corazón.
Lo había estado haciendo por años, actuar de forma normal. Algunas personas incluso le consideraban afable. Eso le gustaba. Significaba que era un gran actor. Y al actuar de forma normal casi todo el tiempo, de alguna manera se había labrado una vida, una que algunos podrían incluso envidiar. Podía ocultarse a plena vista.
Aún así, ahora mismo podía sentirlo explotar dentro de su pecho, suplicando que lo dejara salir. El deseo le estaba restando fuerzas —tenía que controlarlo.
Cerró sus ojos y respiró profundamente varias veces, tratando de recordar las instrucciones. Con la última respiración, inhaló durante cinco segundos para después exhalar lentamente, dejando que el sonido que había aprendido saliera de su boca lentamente.
—Ohhhmmm…
Abrió sus ojos —y sintió una oleada de alivio. Las dos amigas habían girado hacia el oeste por la Avenida Clubhouse, hacia el agua. Ashley continuó sola hacia el sur por Main Street, cerca del parque canino.
Había tardes en las que ella vagaba por allí, mirando a los perros correr tras las pelotas de tenis por el terreno cubierto de astillas de madera. Pero no hoy. Hoy, ella caminaba con un propósito, como si tuviera que estar en algún lugar.
Si ella hubiera sabido lo que venía, no se hubiera molestado en ir.
Ese pensamiento le hizo reír consigo mismo.
Él siempre había pensado que ella era atractiva. Admiró de nuevo su cuerpo de surfista, esbelto y atlético, mientras poco a poco se acercaba hacia ella, viniendo por detrás a lo largo de la calle, pendiente de dejar que pasara la alegre cabalgata de estudiantes. Ella llevaba una falda rosada que le llegaba justo por encima de las rodillas y un top azul brillante que se amoldaba a su figura.
Él hizo entonces su entrada.
Una tibia serenidad le invadió. Encendió el poco convencional cigarrillo electrónico que se hallaba colocado en la consola central de la van y pisó con suavidad el acelerador.
Se movió hasta colocar la van al lado de ella y la llamó por la ventana abierta junto al asiento del pasajero.
—Hey.
Al principio lució sorprendida. Con el rabillo del ojo miró hacia el interior del vehículo, pero sin poder decir de quién se trataba.
—Soy yo —dijo él como si tal cosa. Detuvo la van, se inclinó, y abrió la portezuela del pasajero para que ella pudiera ver quién era.
Ella se inclinó un poco para tener una mejor vista. Al cabo de un instante, él vio en el rostro de ella que le había reconocido.
—Ah, hola. Lo siento —se disculpó.
—No hay problema —le aseguró él, antes de aspirar largamente.
Ella miró con más detenimiento el objeto que él tenía en la mano.
—Nunca antes he visto uno así.
—¿Quieres probarlo? —preguntó él obsequioso de la manera más casual que pudo.
Ella asintió y se acercó, inclinándose hacia dentro. Él se inclinó a su vez, como si fuera a quitárselo de su boca para dárselo a ella. Pero cuando ella estaba a un metro de distancia, él pulsó un botón del aparato, lo que causó que un pequeño broche se abriera, y esparciera una sustancia química en el rostro de ella, en forma de pequeña nube. En ese momento, él se colocó una máscara delante de su nariz, para no aspirar la sustancia.
Fue tan sutil y silencioso que Ashley ni siquiera lo notó. Antes de que pudiera reaccionar, sus ojos comenzaron a cerrarse, y su cuerpo a desplomarse.
Ella ya estaba cayendo hacia delante, perdiendo la conciencia, y todo lo que él tuvo que hacer fue estirarse e introducirla en el asiento del pasajero. Para el observador casual, podría incluso verse como si ella hubiera subido voluntariamente.
Su corazón golpeaba con fuerza pero se obligó a guardar la calma. No había marcha atrás.
Pasó el brazo por encima del espécimen, haló la puerta de pasajeros para cerrarla, y aseguró el cinturón de seguridad de ella y el suyo. Finalmente, se permitió respirar una sola vez, lenta y profundamente.
Después de asegurarse de que todo estaba despejado, arrancó.
Enseguida se unió al tráfico de media tarde del Sur de California, confundiéndose como otro conductor más, tratando de encontrar su ruta en un océano de humanidad.
CAPÍTULO UNO
Lunes
Cayendo la tarde
La detective Keri Locke se conminó a sí misma a no hacerlo esta vez. Como la detective de más bajo rango en la División Pacífico Los Ángeles Oeste Unidad de Personas Desaparecidas, se esperaba que trabajara más duro que cualquier otro en la División. Y como una mujer de treinta y cinco años que se había unido a la fuerza hacía apenas cuatro, a menudo sentía que se esperaba que ella fuese el policía más trabajador de todo el Departamento de Policía de Los Ángeles. No podía darse el lujo de lucir como si se estuviese tomando un descanso.
A su alrededor, el departamento era un rebullicio de actividades. Una anciana de origen hispano estaba sentada junto a un escritorio cercano, poniendo una denuncia por el robo de una cartera. En otro punto de la estancia, un ladrón de carros estaba siendo fichado. Era una típica tarde en la que ahora era su nueva vida. Pero la urgencia seguía allí, recurrente, consumiéndola, rehusándose a ser ignorada.
Se dejó llevar. Se levantó y deambuló hasta la ventana que miraba hacia el Boulevard Culver. Se paró allí y casi pudo ver su reflejo. Con el resplandor vacilante del sol de atardecer, ella lucía en parte humana, en parte fantasma.
Así era cómo se sentía. Sabía que objetivamente, era una mujer atractiva. Un metro setenta de estatura y alrededor de 59 kilos —60 si era honesta—, con un cabello rubio cenizo y una figura que con una maternidad de por medio había permanecido intacta, todavía se volteaban a verla.
Pero si la miraban con más cuidado, hallarían que sus ojos pardos estaban enrojecidos y lacrimosos, su frente era un ovillo de líneas prematuras, y su piel en ocasiones tenía la palidez, bueno, de un fantasma.
Al igual que en la mayoría de las jornadas, ella vestía una sencilla blusa, ajustada dentro de pantalones negros, y zapatos bajos de color negro que se veían profesionales y eran fáciles de llevar. Su cabello estaba agarrado hacia atrás en una cola de caballo. Era su uniforme no oficial. Casi la única cosa que cambiaba diariamente era el color del top. Todo ello reforzaba su sentir de que estaba marcando tiempo más que viviendo en verdad.
Keri percibió movimiento con el rabillo del ojo y salió de su introspección. Ahí venían.
Fuera de la ventana, Culver Boulevard estaba casi vacío de gente. Había un sendero para corredores y ciclistas a lo largo de la calle. La mayoría de los días, cayendo la tarde, estaba congestionada con el tráfico peatonal. Pero estaba implacablemente caliente ese día, con temperaturas cercanas a los treinta y siete grados centígrados y ninguna brisa, incluso ahí, a menos de ocho kilómetros de la playa. Los padres que normalmente venían con sus hijos a pie, del colegio a la casa, habían preferido ese día sus autos con aire acondicionado. Todos menos uno.
Exactamente a las 4:12, como un reloj, una pequeña en su bicicleta, de siete u ocho años de edad, pedaleaba lentamente por el sendero. Vestía un bonito vestido blanco. Su joven mamá caminaba detrás de ella en jeans y camiseta, con el morral colgando de su hombro de manera casual.
Keri luchó contra la ansiedad que burbujeaba en su estómago y miró en derredor para ver si alguien en la oficina estaba observándola. Nadie. Se permitió entonces ceder a la comezón que había procurado no rascarse durante todo el día y se puso a contemplar.
Keri las miró con