Agente Cero . Джек Марс

Agente Cero  - Джек Марс


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su ojo derecho y dolió intentarlo. O lo habían pateado ahí o sus captores lo habían golpeado demás mientras estaba inconsciente.

      La luz brillante venía de una lámpara delgada de procedimiento en una base con ruedas delgada y alta, ajustada a su altura y brillando hacia su cara. La bombilla halógena brilló intensamente. Si había algo detrás de la lámpara, no podría verlo.

      Él retrocedió cuando un sonido pesado hizo eco a través de la pequeña habitación — el sonido de un cerrojo se deslizó a un lado. Las bisagras crujieron, pero Reid no pudo ver una puerta. Se cerró de nuevo en un sonido disonante.

      Una silueta bloqueaba la luz, cubriéndolo con su sombra mientras se colocaba sobre él. Temblaba, sin atreverse a mirar.

      “¿Quién eres?” La voz era masculina, ligeramente más aguda que sus previos captores, pero fuertemente teñida con un acento del Medio Oriente.

      Reid abrió su boca para hablar — para decirles que no era más que un profesor de historia, que tenían al hombre equivocado — pero rápidamente recordó que la última vez que trató de hacerlo, fue pateado en sumisión. En cambio, un pequeño gemido escapó de sus labios.

      El hombre suspiró y se retiró de la luz. Algo raspó contra el piso de concreto, las patas de una silla. El hombre ajustó la lámpara para que quedara ligeramente lejos de Reid, y luego se sentó frente a él en la silla, de forma que sus rodillas casi tocaban.

      Reid levantó la mirada lentamente. El hombre era joven, treinta como mucho, con piel oscura y una barba negra cuidadosamente recortada. Llevaba gafas redondas y plateadas y un kufi blanco, una gorra sin ala, redondeada.

      La esperanza floreció dentro de Reid. Este hombre joven parecía ser intelectual, no como los salvajes que lo atacaron y sacaron de su casa. Quizás podría negociar con este hombre. Quizás estaba a cargo…

      “Comenzaremos simple”, el hombre dijo. Su voz era suave y casual, la manera en la que un psicólogo hablaría con un paciente. “¿Cuál es tu nombre?”

      “L... Lawson”. Su voz se quebró al primer intento. Tosió y estaba un poco alarmado al ver manchas de sangre tocando el suelo. El hombre ante él arrugó su nariz desagradablemente. “Mi nombre es… Reid Lawson”. ¿Por qué me siguen preguntando mi nombre? Ya les había dicho. ¿Se equivocó inconscientemente con alguien?

      El hombre suspiró lentamente, entrando y saliendo a través de su nariz. Apoyó sus codos contra sus rodillas y se inclinó hacia adelante, bajando su voz un poco más. “Hay muchas personas que quisieran estar en este cuarto en este momento. Por suerte para ti, solo somos tú y yo. Sin embargo, no estás siendo honesto conmigo, no tendré otra opción sino que invitar… a otros. Y ellos tienden a carecer de mi compasión”. Se sentó derecho. “Así que te preguntaré de nuevo. ¿Cuál… es… tu… nombre?”

      ¿Cómo podría convencerlos de que él era él quien decían que era? El rito cardiaco de Reid se duplicó mientras caía en cuenta de algo que lo azotó como un golpe en la cabeza. El muy bien podría morir en esa habitación. “¡Estoy diciendo la verdad!” insistió. Repentinamente las palabras fluyeron de él como el estallido de una represa. “Mi nombre es Reid Lawson. Por favor, solo díganme por qué estoy aquí. No sé qué está pasando. No he hecho nada…”

      El hombre le dio una bofetada a Reid en la boca. Su cabeza se sacudió salvajemente. Se quedó sin aliento mientras la picadura irradió a través de su labio recién partido.

      “Tú nombre”. El hombre limpió la sangre del anillo de oro de su mano.

      “T-te lo dije”, balbuceó. “Mi nombre es Lawson”. Él contuvo un sollozo. “Por favor”.

      Se atrevió a mirar. Su interrogador lo miró impulsivamente, fríamente. “Tú nombre”.

      “¡Reid Lawson!” Reid sintió que el calor subía por su rostro mientras el dolor se convertía en ira. No sabía que más decir, que querían que dijera. “¡Lawson! ¡Es Lawson! Puedes revisar mi… mi…” No, no podrían revisar su identificación. No tenía su billetera con él cuando el trío de Musulmanes se lo llevaron.

      Su interrogador desaprobó, luego llevo su puño huesudo al plexo solar de Reid. El aire de nuevo salió de sus pulmones. Por un completo minuto, Reid no pudo tomar aliento; finalmente vino de nuevo en un jadeo irregular. Su pecho quemaba con fiereza. El sudor goteaba por sus mejillas y quemaba su labio partido. Su cabeza colgaba floja, su barbilla entre sus clavículas, mientras luchaba con una ola de nauseas.

      “Tú nombre”, el interrogador repitió con calma.

      “Yo… yo no sé lo que quieres que te diga”, Reid susurró. “No sé qué es lo que estás buscando. Pero no soy yo.” ¿Estaba perdiendo la cabeza? Estaba seguro de que no había hecho nada que merecía ese tipo de trato.

      El hombre con el kufi se inclinó hacia adelante de nuevo, esta vez tomando la barbilla de Reid gentilmente con dos dedos. Levantó su cabeza, forzando a Reid a mirarlo a los ojos. Sus labios delgados se estrecharon en una media sonrisa

      “Mi amigo”, el dijo, “esto se pondrá mucho, mucho peor antes de que mejore”.

      Reid tragó y probó cobre al final de su garganta. Él sabía que la sangre era emética; alrededor de dos tazas le causarían el vomito, y ya se sentía mareado y con nauseas.

      “Escúchame”, imploró. Su voz sonaba temblorosa y tímida. “Los tres hombres que me secuestraron, vinieron a Ivy Lane 22, mi hogar. Mi nombre es Reid Lawson. Soy un profesor de historia Europea en la Universidad de Columbia. Soy un viudo, con dos jóvenes…” Se detuvo. Hasta ahora sus captores no habían dado ninguna indicación de que sabían sobre sus chicas. “Si no es eso lo que estás buscando, no puedo ayudarte. Por favor. Esa es la verdad”.

      El interrogador lo miró fijamente por un largo momento, sin pestañear. Luego gritó algo en Árabe bruscamente. Reid se estremeció ante la repentina explosión.

      La bisagra se deslizó de nuevo. Sobre el hombro del hombre, Reid pudo ver sólo el contorno de la puerta gruesa cuando se abrió. Parecía estar hecha de algún tipo de metal, hierro o acero.

      Esta habitación, se dió cuenta, estaba hecha para ser una celda de prisión.

      Una silueta apareció en el camino. El interrogador gritó algo en su lengua nativa y la silueta se desvaneció. Le sonrió a Reid. “Ya veremos”, dijo simplemente.

      Hubo un chirrido indicador de unas ruedas, y la silueta reapareció, esta vez empujando un carrito de ruedas hacia la habitación de concreto. Reid reconoció al portador como el tranquilo y corpulento bruto que vino a su casa, todavía llevaba el ceño perpetuo.

      Sobre el carro había una máquina arcaica, una caja marrón con docenas de mandos y diales y con gruesos cables negros enchufados a un lado. Al final del lado opuesto, un pergamino de papel blanco con cuatro agujas delgadas presionadas contra él.

      Era un polígrafo — probablemente tan viejo como lo era Reid, pero al final un detector de mentiras. Suspiró en medio alivio. Al menos sabrían que estaba diciendo la verdad.

      Lo que podrían hacer con él después… no quería pensar sobre eso.

      El interrogador se dispuso a envolver los sensores de Velcro alrededor de los dedos de Reid, un cinturón alrededor de su bicep izquierdo y dos cordones sobre su pecho. Tomó asiento de nuevo, sacó un lápiz de su bolsillo y metió la punta rosada del borrador en su boca.

      “Sabes qué es esto”, dijo simplemente. “Sabes cómo esto funciona. Si dices algo que no sea la respuesta a mis preguntas, te haremos daño. ¿Entiendes?”

      Reid asintió una vez. “Sí”.

      El interrogador presionó un botón y manipuló los mandos de la máquina. El bruto ceñudo se paró sobre su hombro, bloqueando la luz de la lámpara y mirando fijamente a Reid.

      Las delgadas agujas bailaron levemente contra el pergamino de papel


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