Un Canto Fúnebre para Los Príncipes . Морган Райс

Un Canto Fúnebre para Los Príncipes  - Морган Райс


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eso parecía ser lo único que necesitaba Emelina. Enseguida se metió dentro de la barquilla de cuero y Cora tuvo que saltar dentro y ponerse a su lado o tendría que andar a lo largo de la orilla.

      Cora debía admitir que era más rápido que caminar. Bajaban el río como sobrevolándolo, como una piedrecita lanzada por una mano gigante. Era tan relajante como lo había sido ir en el carro. Más relajante, ya que en el carro habían pasado la mitad del tiempo bajando para empujarlo por colinas y para sacarlo del barro. Emelina también parecía estar disfrutando de guiarla, dirigiendo los cambios en el río cuando este pasaba de aguas revueltas a tranquilas y vuelta a empezar.

      Cora vio el momento en el que el agua cambió y vio que el gesto de Emelina cambiaba en el mismo instante.

      —Allí… hay algo —dijo Emelina—. Algo poderoso.

      «¿Qué tenemos aquí?» —preguntó una voz, que sonaba dentro de la mente de Cora. «Dos criaturas jóvenes y frescas. Acercaos más, queridas. Acercaos».

      Más adelante, Cora vio… bueno, no estaba muy segura de lo que veía. Al principio, parecía una mujer hecha de agua, pero un destello de luz más tarde, tenía aspecto de caballo. La necesidad de ir hacia ella era abrumadora. Daba la sensación de que delante estaba la seguridad.

      No, era más que eso; parecía que el hogar la estaba esperando allí. El hogar que siempre había deseado, con calor, una familia, seguridad…

      «Eso es. Venid a mí. Puedo daros todo lo que deseéis. Nunca volveréis a estar solas».

      Cora deseaba instar a la barquilla de cuero para que avanzara. Deseaba lanzarse desde ella, para estar con la criatura que tanto prometía. Se medio levantó, dispuesta a hacer exactamente eso.

      —¡Espera! —exclamó Emelina—. ¡Es una trampa, Cora!

      Cora notó que algo se instalaba en su mente, un muro que se alzaba entre ella y las promesas de seguridad. Veía los esfuerzos de Emelina y supo que era la chica la que tenía que estar haciéndolo, obstruyendo el poder que empujaba hacia ellas con su talentos.

      «No, venid a mí» —insistió la criatura, pero era un eco distante de lo que había sido.

      Cora la miró, ahora la miró de verdad. Vio el remolino de agua que había allí; vio las corrientes a su alrededor que ahogarían a cualquiera que fuera tan estúpido como para atravesarlas. Recordó las viejas historias de los espíritus del río, los caballos acuáticos, el tipo de magia peligrosa que había puesto al mundo en contra de ella.

      Vio que el agua empezaba a cambiar debajo de la barquilla de cuero y hasta que la corriente no empezó a arrastrarlas hacia delante, no se dio cuenta de lo que estaba sucediendo.

      —¡Emelina! —exclamó—. ¡Está tirando de nosotras!

      Emelina estaba inmóvil, temblando por el evidente esfuerzo mientras luchaba por evitar que la criatura las ahogara a las dos. Eso quería decir que dependía de Cora. Agarró el zagual de la barquilla de cuero, se dirigió hacia la orilla y remó con toda la fuerza que tenía.

      Al principio, parecía que no pasaba nada. La corriente era demasiado fuerte, el tirón del caballo acuático demasiado completo. Cora identificó esos pensamientos por lo que eran y los apartó. No tenía que remar contra la corriente, solo hacia su lado. Empujaba el agua con la barquilla de cuero, obligándola a avanzar por la misma fuerza de voluntad.

      Lentamente, empezó a cambiar el rumbo, acercándose más a la orilla mientras Cora remaba.

      —Date prisa —le dijo Emelina, que estaba junto a ella—. No sé cuánto tiempo podré soportarlo.

      Cora continuó y la barquilla se movió lo que parecieron unos centímetros, pero se movió. Se acercó más y más hasta que, por fin, Cora pensó que los juncos podrían estar al alcance. Los agarró y consiguió hacerse con un puñado de ellos y los usó para tirar de su diminuta embarcación hasta acercarla a la orilla. Arrastró la barquilla de cuero hasta la orilla del río, después saltó y agarró a Emelina por el brazo.

      Tiró de su amiga hasta la orilla y vio que la corriente se llevaba la barquilla de cuero. Cora vio que el caballo acuático se encabritaba con aparente rabia y destrozaba la pequeña embarcación hasta reducirla a astillas.

      En cuanto estuvieron en tierra firme, Cora notó que la presión de su mente se reducía, mientras Emelina soltaba un soplido y se ponía de pie con sus propias fuerzas. Al parecer, fuera del agua, el caballo acuático no podía tocarlas. Volvió a encabritarse, a continuación se sumergió y desapareció de la vista.

      —Creo que estamos a salvo —dijo Cora.

      Vio que Emelina asentía.

      —Pero creo que… quizás estaremos fuera del agua durante un rato.

      Parecía agotada, así que Cora la ayudó a alejarse de la orilla. Les llevó un rato encontrar un camino, pero una vez lo hicieron, parecía natural seguirlo.

      Continuaron a lo largo del camino y ahora parecía haber más gente de la que había habido en el norte. Cora vio pescadores que venían de las orillas, granjeros con carros llenos de mercancías. Ahora veía más gente que venía de todos lados, con montones de tela o rebaños de animales. Incluso un hombre llevaba una bandada de patos como si fuera un rebaño, que iban corriendo delante de él como podrían haberlo hecho las ovejas con otra persona.

      —Debe haber un mercado ambulante —dijo Emelina.

      —Deberíamos ir —dijo Cora—. Podrían devolvernos al camino que lleva al Hogar de Piedra.

      —O podrían matarnos por brujas en el momento en que preguntáramos —remarcó Emelina.

      Aun así, fueron, siguiendo el camino junto a los demás hasta que vieron el camino más adelante. Estaba en una pequeña isla en medio de los ríos, la ruta era vadeable desde cualquiera de una docena de puntos. En esa isla, Cora vio casetas y lugares de subasta para todo desde mercancías hasta ganado. Agradeció que hoy nadie estuviera intentando vender a alguno de los esclavos por contrato.

      Emelina y ella se dirigieron hacia la isla, caminando por el agua en una de las vaderas que llevaban a ella. Iban con la cabeza baja, mezclándose todo lo posible con la multitud, especialmente cuando Cora vio la silueta enmascarada de una sacerdotisa deambulando a través de la multitud, repartiendo sus bendiciones de la diosa.

      A Cora le atrajo un lugar donde unos actores estaban interpretando El baile de San Cuthbert, aunque no se trataba de la versión seria que algunas veces habían representado en el palacio. En esta versión había mucho más humor obsceno y excusas para peleas con espada, era evidente que la compañía conocía a su público. Cuando hubieron acabado, saludaron al público y la gente empezó a gritar los nombres de las obras de teatro y las escenas, con la esperanza de ver que representaban sus favoritas.

      —Todavía no veo cómo podemos encontrar a alguien que conozca el camino hasta el Hogar de Piedra —dijo Emelina—. Al menos no sin prácticamente anunciarnos a los sacerdotes.

      Cora también había estado pensando en ello. Tenía una idea.

      —Verás si la gente empieza a pensar en ello, ¿no es cierto? —preguntó.

      —Tal vez —dijo Emelina.

      —Entonces hagamos que piensen en ello —dijo Cora. Se dirigió a los actores—. ¿Qué tal Las hijas del guardián de las piedras? —exclamó, esperando que la multitud la tapara y no fuera vista.

      Ante su sorpresa, funcionó. Tal vez porque era una obra de teatro atrevida, incluso peligrosa, para pedirla: la historia de las hijas de un cantero que resultaron ser brujas y encontraron un hogar lejos de aquellos que las perseguirían. Era el tipo de obra de teatro por la que podrían arrestar a alguien si la representaba en el lugar equivocado.

      Pero aquí la interpretaron, en todo su esplendor, figuras enmascaradas que representaban a los sacerdotes que perseguían a los jóvenes que interpretaban los papeles de las mujeres por miedo a la mala suerte. Cora miraba


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