Vida De Azafata. Marina Iuvara
y tras una breve entrevista inicial de presentación, afirmó que no creía que yo fuera aquella persona positiva, correcta y sociable como me había descrito; le contesté que lo lamentaba, pero que no me preocupaba y que su opinión, tal vez, se debía a que nos habíamos conocido muy apresuradamente.
Me invitaron a participar en la siguiente prueba.
Al salir, le guiñé el ojo a Stefy.
—Nada de qué preocuparse, ve tranquila —le dije.
Stefania entró justo después.
Pasaron pocos minutos y la vi salir con mala cara.
—A la mierda, ¿quién se piensa que es este maleducado?
—Stefania, dime, ¿qué ha pasado?
—¡No sé quién es, pero no quiero volver a tratar con un tipo así! ¡Ha dicho que llevo el pelo desaliñado y que mi ropa es no es adecuada!
—¡Qué maleducado! ¡Cómo se atreve!
—Me ha hecho preguntas inapropiadas, por decirlo suavemente, muy privadas, ¡y yo le he respondido que no era asunto suyo! Después me ha dicho: «Pero ¿quién te crees que eres?». Y yo, llegados a ese punto, encolerizada e histérica le he dicho que cuidara sus palabras, y a continuación le he cerrado la puerta en las narices.
Era la prueba que comprobaba nuestro grado de tolerancia al estrés. Con un trabajo con un contacto continuo con el público, esta era una habilidad necesaria.
No hace falta decir que no invitaron a Stefania a la siguiente prueba.
Regresó a casa pasmada, preguntándose qué había hecho mal. Su novio fue el único satisfecho con el desenlace negativo de la prueba, y sus preguntas quedaron para siempre sin respuesta.
Por el contrario,yo en mi caso inicié un curso de tres meses de duración donde me enseñaron a apagar incendios y a cómo actuar en caso de emergencia.
Estudié, además, las características técnicas de varios tipos de aviones y la composición de las tripulaciones, alguna pincelada de medicina para la habilitación en tareas de primeros auxilios y, tras aprobar los exámenes de técnica, medicina e inglés de Civilavia (el organismo italiano competente para la concesión de patentes), estaba lista para subir a un avión desempeñando el papel que tanto había ansiado: el de azafata.
En el curso conocí a tres chicas y nos hicimos amigas: Eva, Valentina y Ludovica.
Compartimos la misma habitación de hotel durante aquel período y, tras ser contratadas, decidimos alquilar una casa en Fregene, una localidad marítima situada cerca del aeropuerto de Roma Fiumicino, nuestra base de partida.
Así empezó nuestra aventura.
Eva, Valentina, Ludovica y yo
La casa tenía dos habitaciones, cada una con una cama de matrimonio, y el único baño estaba muy concurrido: era muy difícil encontrarlo libre, al igual que el teléfono fijo.
Tratamos de adaptarnos a aquella situación y conseguimos convivir, no sin pequeñas diferencias, tratando de cumplir unos pequeños compromisos mínimos (lo más difícil era decidir cuándo y quién tenía que lavar los platos sucios).
Eva tenía un precioso cabello pelirrojo, ondulado y suave, que se deslizaban sobre sus hombros; sus ojos de color marrón claro parecían verdes en días muy soleados. Era de complexión esbelta y delgada. Procedía de Bérgamo Alta, como ella decía, y tenía alma de «napolitana auténtica», extrovertida y afectuosa; le encantaba su desorden, siempre llevaba una mascarilla en la cara, y a menudo deambulaba por casa con su favorita: arcilla verde ventilada, y usaba aceite de almendras dulces para suavizar el pelo.
Ludovica nunca paraba de hablar, y yo no sabía cómo detener aquel chorro de palabras que te arrollaba en cuanto abría la boca. Ella era rubia con preciosos tirabuzones, ojos de un azul intenso, y tez lisa y clara. Era una mujer de armoniosas curvas. Era ordenada y cuidadosa (¡lo contrario a Eva!), vestía trajes de firma y guardaba sus jerséis de forma individual en bolsas de plástico transparente; cocinaba de maravilla.
Era de Cerdeña y estaba con un chico, paisano suyo, que a menudo se quedaba con nosotras, lo que a veces obligaba a su compañera de habitación, Eva, a dormir en el sofá de la sala de estar.
A Ludovica le encantaba alisarse el pelo.
Yo dormía en la habitación con Valentina, una chica llena de vida y entusiasmo, muy sensible, honesta y generosa.
Su cabello era oscuro y liso, con corte de casco, sus ojos negros, muy profundos y sensuales, era de físico delgado y definido.
Por la noche, a Valentina le encantaba quedarse despierta hasta tarde antes de irse a dormir, mejor si estaba en compañía de su licor de hierbas favorito: Montenegro con hielo. Por la mañana tardaba mucho tiempo en el baño porque sus lentillas eran un incordio.
Estábamos muy unidas.
—Hoy nos han invitado a la fiesta de bienvenida a casa de los pilotos que viven en Via Masotta, frente a nuestra casa —dijo Eva emocionada.
—¿Por qué no nos pasamos? —dije.
—Sí —asintió Valentina—. Siento curiosidad por conocer mejor a nuestros vecinos.
Ludovica fue a secarse el pelo de inmediato, yo me probé casi toda la ropa que tenía en el armario y me pregunté si lograría subir la cremallera lateral de unos fantásticos pantalones azules; Eva se puso su nuevo aceite perfumado de lirio del valle y Valentina se apresuró a maquillarse en primer lugar.
Felices, dimos nuestros primeros pasos hacia aquel pequeño mundo que nos pertenecía, desconocido hasta ese momento: el reino de los «volátiles», muy distinto del de los meros «pasajeros», como suelen distinguir quienes trabajan en los aviones.
Lo que notamos de inmediato en «ellos» era que conocían y frecuentaban lugares que solo habíamos visitado en sueños, y la facilidad extrema de llegar hasta ellos debido a la costumbre de viajar; la capacidad de adaptarse a cualquier parte del mundo debido al conocimiento de sus pueblos y territorios, de la cultura y de las tradiciones, la multitud de amistades en diversos lugares que podían mantenerse vivas porque te relacionabas constantemente; la apertura mental necesaria para mantenerse en contacto con el mundo y sus habitantes, así como muchas obsesiones y fijaciones que todos llevaban consigo desde su casa hasta la maleta, su pequeño segundo hogar.
«Una vez que os convirtáis en volátiles, lo seréis para toda la vida», nos dijeron en voz baja, como si fuera una verdad oculta, una etiqueta que llevaríamos toda la vida. Entendimos que empezar a «volar» sería como vivir dos vidas paralelas que se alternan cada vez que te vas a trabajar y en cuanto regresas a la única realidad privada; es como hablar un nuevo idioma, incomprensible para los demás, donde el mundo es tu hogar, y el hogar es tu mundo.
Descubrimos que casi todas las noches se organizaba algo. Éramos una especie de gran familia que se reunía con los que regresaban de los vuelos y descansaban entre turnos, pero si había que salir al día siguiente, prometíamos, todas las veces, acostarnos temprano para evitar los molestos dolores de cabeza y náuseas matutinas que, volando, se duplicarían con la altitud y el aire acondicionado.
Durante el trabajo había que ser impecable, los vuelos y los pasajeros a los que nos enfrentaríamos serían una prueba dura, lo sabíamos bien.
Tras firmar el contrato de trabajo en la amplia sala de un majestuoso edificio y, con gran sorpresa, al designar al beneficiario de la póliza de seguro en caso de fallecimiento, nos dimos cuenta con gran emoción de que nosotras también nos convertiríamos pronto en «volátiles voladores».
El primer vuelo
El primer vuelo es inolvidable para cualquiera.
Me asignaron un turno hacia París, estaba súper emocionada, cohibida por entrar por primera vez en aquel avión, completamente vacío, listo para acoger a nuestra tripulación antes que a los pasajeros. Empecé a conocer los «secretos