Historia sencilla de la filosofía. Rafael Gambra Ciudad

Historia sencilla de la filosofía - Rafael Gambra Ciudad


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las Ideas que antes contempló intuitiva, directamente. Ahora tendrá que conocer a través de los sentidos corporales, y solo percibirá cosas concretas, singulares. Sin embargo, las cosas que le rodean participan —como el hombre mismo— en la Idea, aunque por otra parte estén individualizados por su inserción en la materia. Y el alma, al percibirlas, se siente subyugada, llamada interiormente a la búsqueda de algo muy íntimo que aquellas cosas le sugieren. Experimenta algo así como la extraña emoción que nos invade al encontrarnos en un lugar en que discurrió nuestra infancia y que, aunque olvidado, evoca en nuestro espíritu el recuerdo vago y la nostalgia del pasado. Prende entonces en el alma el eros (amor), que es, para Platón, un impulso contemplativo. De él nace un esfuerzo por recordar, esfuerzo que consigue aflorar a la consciencia el recuerdo que estaba latente de «las íntegras, sencillas, inmóviles y bienaventuradas Ideas». El conocimiento intelectual se realiza así, según Platón, por recordación (anámnesis).

      El segundo mito, el de la Caverna, pretende sugerir lo que Platón piensa sobre la naturaleza de las cosas concretas, materiales, de este mundo. La condición humana es semejante a la de unos prisioneros que, desde su infancia, estuvieran encadenados en una oscura caverna, obligados a mirar a la pared de su fondo. Por delante de la caverna cruza una senda escarpada por la que pasan seres diversos. Los resplandores de una gran hoguera proyectan sobre el fondo de la caverna las sombras vacilantes de los que pasan ante la entrada. Los encadenados, que solo conocen las sombras, dan a estas el nombre de las cosas mismas y no creen que exista otra realidad que la de ellas.

      La significación del mito no ofrece ya dificultad: la hoguera es la Idea de Bien, idea fundamental y primera del cielo empíreo que muchos comentaristas identifican con Dios; los seres que desfilan por la senda son las diversas Ideas o arquetipos de las cosas; las sombras, en fin, son las cosas de este mundo. La forma de estas sombras, distinta en unas de otras, procede de las Ideas; las cosas de este mundo participan de las Ideas y a ello deben sus perfecciones, su entidad, lo que son. Esta idea de participación (mecexis) es fundamental en Platón. Pero en las sombras observamos enseguida su carácter negativo; son —diríamos— un no ser; este caballo concreto, por ejemplo, participa por una parte de la idea caballo y eso le hace ser lo que es; pero por otra, está inserto en materia, y esto le hace no ser el caballo-en-sí, el caballo perfecto, sino este caballo, individual, imperfecto, temporal, en tránsito continuo hacia la muerte. La materia es así, para Platón, algo negativo, oscuro y opaco elemento de limitación, de individuación. Las cosas, porque son materiales, son como sombras, débiles trasuntos de aquello que les confiere su única y debilísima entidad: la Idea, que es la verdadera y subsistente realidad.

      La ética y la política de Platón son consecuencia de su metafísica; el fin último del alma que ha caído y se ha encarnado en un cuerpo consiste en purificarse de la materia y elevarse a la pura y serena contemplación de las ideas, liberarse de las sombras, y buscar lo que realmente es. Para lograr esta purificación que permite el ascenso a la contemplación, es preciso adquirir y practicar la virtud. La virtud es, para Platón, la armonía del alma, un estado de tensión de las diversas partes del alma y una justa proporción entre ellas. Al ánimo o apetito noble corresponde la fortaleza, virtud que lo estimula y mantiene vigoroso y esforzado; el apetito inferior o pasión debe ser refrenado por la templanza; la razón debe ser guiada por la prudencia, virtud del recto y ponderado juicio; la armonía, en fin, de estas partes del alma constituye para Platón la virtud de la justicia. Las almas que por la virtud y la contemplación ascienden a la esfera inteligible, transmigran al morir a seres superiores, o se liberan. Las que se enlodan, en cambio, en los bienes y placeres materiales, reencarnan en animales inferiores más alejados del mundo inteligible. Platón hereda de los pitagóricos esta idea de la metempsícosis.

      En política, supone Platón que la polis o ciudad ideal debe construirse a imagen del hombre y realizar en cuanto pueda la Idea de hombre, es decir, algo superior al hombre concreto, material. A cada una de las partes del alma corresponderá una clase en la sociedad; a la pasión o apetito inferior, el pueblo encargado de los trabajos materiales y utilitarios; al ánimo, los guerreros o defensores; a la razón, los filósofos, que deben ser los directores del Estado. Cada clase debe ser guiada por la virtud correspondiente: el pueblo por la templanza, los guerreros por la fortaleza, los sabios por la prudencia.

      Esta idea orgánica y estamentaria (por clases) de la sociedad pasará, como veremos, a la sociedad cristiana de la Edad Media, que se construirá de acuerdo con estos cánones, previamente cristianizados.

      Podemos apreciar por medio del siguiente esquema la articulación interna del pensamiento de Platón en el mito, en psicología, en ética y en política:

      

MitoPsicologíaÉticaPolítica
Caballo negroApetitoTemplanzaPueblo
Caballo blancoAnimoFortalezaGuerreros
Auriga moderadorRazónPrudenciaFilósofos
Carro aladoAlmaJusticiaCiudad

      

      La filosofía de Platón constituye, en fin, un primer e ilustre esfuerzo por superar el antagonismo y la parcialidad de Heráclito y Parménides. La experiencia sensible y la inteligible se salvan en él con la admisión de dos mundos, aunque uno de ellos sea el verdadero y confiera su ser y sentido al otro.

      La obra de Platón es además una joya estética y literaria de valor universal, quizá nunca superada. Bernard Shaw ha escrito que él creía en el progreso absoluto de la cultura como en algo inconcuso. Era uno de los pilares de su pensamiento. Sin embargo, un día abjuró públicamente de su progresismo: había leído a Platón. Si la humanidad ha producido tal hombre hace veintiséis siglos, obligado es confesar que la cultura no ha progresado en todos sus aspectos.

      Sin embargo, la concepción filosófica de Platón deja planteados problemas de no fácil solución, cuestiones difícilmente comprensibles que no se sabe como admitir; ante todo la pluralidad y diversidad de ideas en el cielo empíreo: si la diferenciación de las cosas procede de la materia, y las ideas en aquel lugar superior son simples y no materiales, ¿cómo se diversificarán? Más bien parece que tendría aquí razón el viejo Parménides al admitir solo una idea, la de ser o de Dios. En segundo lugar, no resulta fácilmente comprensible la idea de participación: compréndese muy bien lo que es participar en algo material, una comida, por ejemplo: cada comensal se lleva una parte y de este modo participa. Pero en algo espiritual, simple, intangible, ¿qué participación cabe, en un sentido entitativo, constitutivo del ser? Por último, ese concepto de materia, que parece ser algo puramente negativo, mera limitación, ¿cómo concebirlo? Todo lo que es y actúa ha de tener algún género de entidad.

      Estas serán las cuestiones que Platón —que dio un paso de gigante en el pensamiento humano— hubo de dejar planteadas a la especulación posterior, concretamente a su discípulo Aristóteles.

      ARISTÓTELES

      Aristóteles (384-332) fue, sin duda, el fruto intelectual más granado de aquella civilización refinada, especialmente idónea para la filosofía, verdadera «edad dorada» de la cultura humana. Espíritu profundísimo e investigador incansable, no poseyó en tan alto grado las condiciones literarias y poéticas de su maestro Platón, pero supo continuar la obra de este con un rigor y profundidad que hicieron de su filosofía algo considerado durante siglos como definitivo.

      En la primera parte de su vida, Aristóteles pertenece a la Academia, escuela filosófica fundada por Platón que prolongará su vida hasta el siglo VI después de Cristo. Muerto su fundador, Aristóteles sale de Atenas para ocuparse de la educación del hijo del rey Filipo de Macedonia, el que habría de ser Alejandro Magno, unificador de Grecia y conductor de sus ejércitos hasta la conquista de un dilatado imperio. Pero el dominio macedónico y el imperio de Alejandro no representa el apogeo de Grecia, sino su decadencia. El genio griego creó la organización democrática de ciudades independientes, y tal fue el régimen político de sus mejores tiempos. Alejandro no era ya espiritualmente un griego, y su dominio, que


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