Historia sencilla de la filosofía. Rafael Gambra Ciudad
pesar de estas divisiones, la filosofía es, esencialmente, una. Es decir, que la concepción básica que se tenga del ser en la metafísica general determina las posteriores visiones de la cosmología, la psicología, la ética, etc., que son, al fin y al cabo, su aplicación o prolongación. Así, de todos los grandes sistemas filosóficos de la historia puede decirse que surgieron de una idea madre, fundamental, de una concepción original del ser y del Universo. El sistema de Heráclito, por ejemplo, surge de la idea de identificar el ser con el devenir; el de Parménides, de la unicidad panteística del ser; el de Aristóteles, de su tesis del acto y la potencia; el de Kant, de su concepción del espacio y el tiempo como formas a priori; el de Bergson, de su idea de la duración o tiempo real, etc.
LA UTILIDAD DE LA FILOSOFÍA
Es muy frecuente oír la pregunta de para qué sirve, cuál es la utilidad de la filosofía. ¿Para qué ciertos hombres se dedican a abstrusas cavilaciones sobre el origen y la naturaleza última de las cosas? ¿Para qué sirven estos estudios? ¿Qué utilidad práctica pueden reportarnos? ¿Simplemente, como parece acontecer, la de engendrar nuevas especulaciones y enseñarlas a nuevas generaciones?
En términos generales, ha de contestarse a esta objeción que la filosofía, en efecto, no sirve para nada, pero que en esto precisamente radica su grandeza. Las diversas técnicas sirven al hombre y el hombre sirve a la filosofía en cuanto que la esencia diferencial de su naturaleza propiamente humana es la racionalidad, y esta le exige la contemplación intelectual del ser, el conocimiento desinteresado de la esencia de las cosas. La diferencia fundamental entre la animalidad y la racionalidad es, precisamente, esta: el animal, ante un objeto cualquiera, si es desconocido para él, puede mostrar algo parecido a la perplejidad inquisitiva, pero lo que oscuramente se pregunta es: ¿para qué sirve esto?, ¿en qué relación estará conmigo?, ¿se trata de algo perjudicial, indiferente o beneficioso? Cuando el animal se tranquiliza respecto a esta cuestión no siente otra preocupación ante las cosas. El hombre, en cambio, es el único animal que traspasa esta esfera utilitaria y se pregunta además ¿qué es? A esto solo se puede responder con la esencia de las cosas, cuya reproducción en la mente del hombre es la idea o concepto. Ante un extraño fenómeno que aparece en el cielo no se satisface un hombre asegurándole «que está muy lejos» o que «es inofensivo». Será preciso explicarle que se trata, por ejemplo, de una aurora boreal, y si sabe qué es ello se dará por satisfecho. De este género de curiosidad puramente cognoscitiva es de lo que nunca dio muestras un animal. Por eso los animales no hablan: expresan, sí, su temor, o su dolor, su contento, todas sus reacciones sentimentales ante las cosas, pero el hablar consiste en expresar juicios, y en los juicios uno por lo menos de sus términos (el predicado) ha de ser un concepto o universal. Porque lo individual solo se puede atribuir a ello mismo («este pan» o «Juan» solo se puede predicar de este pan o de Juan). Por eso tampoco los animales ríen. Porque la risa se provoca por el contraste entre una idea que poseemos y la realidad concreta, que resulta mucho más baladí. Por eso tampoco los animales progresan, porque la técnica nace de la ciencia, y la ciencia se forma de leyes y principios, que son juicios.
Muchas masas humanas viven de acuerdo con una organización de la vida que se asemeja mucho a la vida animal. Viven en una actividad incesante, febril, encaminada a producir medios o útiles para satisfacer las necesidades de la vida misma. Diríase que su existir es un ciclo estéril que solo sirve para mantenerse a sí mismo y repetirse indefinidamente. Si se suprimiese el todo se habría resuelto dos problemas a la vez: el de la producción y el de la vida, y podría pensarse que nada se ha perdido. Quienes viven de tal forma solo conciben preguntar ante una obra de arte, ¿cuánto valdrá?, o ante un descubrimiento científico, ¿para qué servirá? La filosofía —la ciencia pura— y el arte son precisamente las cosas que rompen ese círculo vicioso y confieren un sentido y un valor a la vida. El científico especulativo —el matemático, el físico, el químico, etc.— investigan por la contemplación pura, por el conocer sin más, aunque en estas ciencias, por la cercana y posible aplicación técnica de sus resultados, sea frecuente el que al investigador lo muevan también miras utilitarias, prácticas. Pero esto, que no ocurre siempre al científico, no sucede nunca al filósofo porque su campo está más allá de la posibilidad de aplicaciones técnicas. Así, y como dice Aristóteles, «entre las ciencias, aquella que se busca por sí misma, solo por el ansia de saber, es más filosófica que la que se estudia por sus resultados prácticos; así como la que domina a las demás es más filosófica que la que está subordinada a otra» (Met. I, 2.)
La filosofía, pues, no es un medio, sino un fin; no sirve, sino que es servida por todas las cosas, por el hombre mismo, por lo más noble de él, que es su facultad intelectual.
Sentado, pues, que la filosofía no tiene una utilidad técnica, cabría, sin embargo, retrotraer la cuestión a un plano más profundo —metafísico o personal— y preguntar si la filosofía podrá tener alguna repercusión útil de carácter espiritual. Y a esta pregunta han sido varias y opuestas las respuestas a lo largo de la historia.
Los estoicos dan por sentado que en el Universo todo sucede fatalmente, necesariamente, y por eso la metafísica y la cosmología carecen para ellos de importancia. El único interés filosófico lo centran en la actitud que el hombre debe adoptar ante ese acontecer predeterminado; la filosofía tendrá así por objeto inspirar al hombre la indiferencia o imperturbabilidad del sofos (sabio), la libertad interior y el desprecio hacia las cosas exteriores y su varia fortuna. La filosofía viene así a quedar reducida a una ética o, mejor, un arte de vivir.
La moderna escuela fenomenológica, en cambio, exagerando puntos de vista de Platón y de Aristóteles, sostiene que la filosofía ha de ser una pura y desinteresada contemplación de esencias.
Frente a una y otra concepción debemos afirmar, siguiendo en esto a santo Tomás y a la escolástica cristiana, que la filosofía es, primaria y fundamentalmente, contemplación pura; pero, por lo mismo que es saber radical y de totalidad, incluye la persona y la vida del sujeto que contempla, y así la contemplación alumbra además del ser el valor, y mueve con ello la voluntad al mismo tiempo que ilumina el entendimiento. La filosofía no es así ciencia pura, sino más bien sabiduría, saber total, íntimo, que incluye y compromete al hombre todo con sus facultades diversas. De este modo, cuando decimos que todo hombre tiene en el fondo su filosofía, que es filósofo sin saberlo, queremos significar, no solo que posee una concepción de la existencia, sino que adopta, en consecuencia, una determinada actitud ante la vida.
Y esta fusión de la filosofía y la vida humana, en su sentido más profundo, hace que la historia de la filosofía coincida, en rigor, con la historia de la vida del hombre. Ambas, filosofía y vida, se penetran de tal modo a lo largo de la historia universal que unas veces es la filosofía la que determina la evolución de la humanidad y otras es la evolución humana la que exige una determinada filosofía. Así, por ejemplo, los grandes acontecimientos políticos y sociales de la Revolución francesa, que cambiaron la faz del mundo, estaban preformados en las obras de los filósofos empiristas —Locke y Hume— y en el movimiento filosófico de la Enciclopedia. A la inversa, la nueva actitud estética y antirreligiosa que trajo consigo el Renacimiento y sus grandes genios exigía una filosofía congruente, de carácter subjetivista y racionalista, y esta filosofía fue, casi un siglo después, la de Renato Descartes.
Por esto, puede decirse con toda propiedad que la más profunda historia de la humanidad que puede escribirse es la historia de la filosofía.
FILOSOFÍA Y FILOSOFÍAS
En los dos párrafos anteriores hemos rozado dos objeciones que suelen poner los que creen que junto al saber de las ciencias no cabe el de la filosofía, porque el campo de esta ha sido o debe ser absorbido por ellas. Era la primera que, si las diversas ciencias particulares se reparten todo el campo de la realidad, no queda objeto para la filosofía. La segunda achacaba a la filosofía su inutilidad. Nos queda aludir aquí a una tercera objeción muy frecuente contra la licitud de lo que llamamos filosofía: las ciencias —se dice— se caracterizan por su unidad, y ello es el mejor indicio de su realidad y de su verdad. Cuando se habla de la física, de la química, por ejemplo, no es preciso aclarar de cuál de ellas, porque no hay más que una. En cambio, si de filosofía se trata, hay