Drácula. Брэм Стокер
el aire satisfecho del anciano y por la forma en que miraba a su alrededor en busca de apoyo a sus palabras, pude observar que estaba alardeando, de manera que dije algo que le hiciera continuar.
—¡Oh, señor Swales, no puede hablar en serio! Ciertamente todas las lápidas no pueden estar mal.
—¡Pamplinas! Puede que escasamente haya algunas que no estén mal, excepto en las que se pone demasiado bien a la gente; porque existen personas que piensan que un recipiente de bálsamo podría ser como el mar, si tan sólo fuera suyo. Todo eso no son sino mentiras. Escuche, usted vino aquí como una extraña y vio este atrio de iglesia.
Yo asentí porque creí que lo mejor sería hacer eso. Sabía que algo tenía que ver con el templo. El hombre continuó:
—Y a usted le consta que todas esas lápidas pertenecen a personas que han sido sepultadas aquí, ¿no es verdad?
Volví a asentir.
—Entonces, es ahí justamente en donde aparece la mentira. Escuche, hay veintenas de tales sitios de reposo que son tumbas tan antiguas como el cajón del viejo Dun del viernes por la noche —le dio un codazo a uno de sus amigos y todos rieron—. ¡Santo Dios! ¿Y cómo podrían ser otra cosa? Mire esa, la que está en la última parte del cementerio, ¡léala!
Fui hasta ella, y leí:
—Edward Spencelagh, contramaestre, asesinado por los piratas en las afueras de la costa de Andres, abril de 1845, a la edad de 30 años.
Cuando regresé, el señor Swales continuó:
—Me pregunto, ¿quién lo trajo a sepultar aquí? ¡Asesinado en las afueras de la costa de Andres! ¡Y a ustedes les consta que su cuerpo reposa ahí!. Yo podría enumerarles una docena cuyos huesos yacen en los mares de Groenlandia, al norte —y señaló en esa dirección—, o a donde hayan sido arrastrados por las corrientes. Sus lápidas están alrededor de ustedes, y con sus ojos jóvenes pueden leer desde aquí las mentiras que hay entre líneas. Respecto a este Braithwaite Lowrey… , yo conocí a su padre, éste se perdió en el Lively en las afueras de Groenlandia el año veinte; y a Andrew Woodhouse, ahogado en el mismo mar en 1777; y a John Paxton, que se ahogó cerca del cabo Farewell un año más tarde, y al viejo John Rawlings, cuyo abuelo navegó conmigo y que se ahogó en el golfo de Finlandia en el año cincuenta. ¿Creen ustedes que todos estos hombres tienen que apresurarse a ir a Whitby cuando la trompeta suene? ¡Mucho lo dudo! Les aseguro que para cuando llegaran aquí estarían chocando y sacudiéndose unos con otros en una forma que parecería una pelea sobre el hielo, como en los viejos tiempos en que nos enfrentábamos unos a otros desde el amanecer hasta el anochecer y tratando de curar nuestras heridas a la luz de la aurora boreal.
Evidentemente, esto era una broma del lugar, porque el anciano rió al hablar y sus amigos le festejaron de muy buena gana.
—Pero —dije—, seguramente no es esto del todo correcto porque usted parte del supuesto de que toda la pobre gente, o sus espíritus, tendrán que llevar consigo sus lápidas en el Día del Juicio. ¿Cree usted que eso será realmente necesario?
—Bueno, ¿para qué otra cosa pueden ser esas lápidas? ¡Contésteme eso, querida!
—Supongo que para agradar a sus familiares.
—¡Supone que para agradar a sus familiares! —sus palabras estaban impregnadas de un intenso sarcasmo—. ¿Cómo puede agradarle a sus familiares el saber que todo lo que hay escrito ahí es una mentira, y que todo el mundo, en este lugar, sabe que lo es? Señaló hacia una piedra que estaba a nuestros pies y que había sido colocada a guisa de lápida, sobre la cual descansaba la silla, cerca de la orilla del peñasco.
—Lean las mentiras que están sobre esa lápida —dijo.
Las letras quedaban de cabeza desde donde yo estaba; pero Lucy quedaba frente a ellas, de manera que se inclinó y leyó:
—A la sagrada memoria de George Canon, quien murió en la esperanza de una gloriosa resurrección, el 29 de julio de 1873, al caer de las rocas en Kettleness. Esta tumba fue erigida por su doliente madre para su muy amado hijo. “Era el hijo único de su madre que era viuda.” A decir verdad, señor Swales, yo no veo nada de gracioso en eso —sus palabras fueron pronunciadas con suma gravedad y con cierta severidad.
—¡No lo encuentra gracioso! ¡Ja! ¡Ja! Pero eso es porque no sabe que la doliente madre era una bruja que lo odiaba porque era un pillo… , un verdadero pillo… ; y él la odiaba de tal manera que se suicidó para que no cobrara un seguro que ella había comprado sobre su vida. Casi se voló la tapa de los sesos con una vieja escopeta que usaban para espantar los cuervos; no la apuntó hacia los cuervos esa vez, pero hizo que cayeran sobre él otros objetos. Fue así como cayó de las rocas. Y en lo que se refiere a las esperanzas de una gloriosa resurrección, con frecuencia le oí decir, señorita, que esperaba irse al infierno porque su madre era tan piadosa que seguramente iría al cielo y él no deseaba encontrarse en el mismo lugar en que estuviera ella. Ahora, en todo caso, ¿no es eso una sarta de mentiras? —y subrayó las palabras con su bastón—. Y vaya si hará reír a Gabriel cuando Geordie suba jadeante por las rocas con su lápida equilibrada sobre la joroba, ¡y pida que sea tomada como evidencia!
No supe qué decir; pero Lucy cambió la conversación al decir, mientras se ponía de pie:
—¿Por qué nos habló sobre esto? Es mi asiento favorito y no puedo dejarlo, y ahora descubro que debo seguir sentándome sobre la tumba de un suicida.
—Eso no le hará ningún mal, preciosa, y puede que Geordie se alegre de tener a una chica tan esbelta sobre su regazo. No le hará daño, yo mismo me he sentado innumerables ocasiones en los últimos veinte años y nada me ha pasado. No se preocupe por los tipos como el que yace ahí o que tampoco están ahí. El tiempo para correr llegará cuando vea que todos cargan con las lápidas y que el lugar quede tan desnudo como un campo segado. Ya suena la hora y debo irme, ¡a sus pies, señoras!
Y se alejó cojeando.
Lucy y yo permanecimos sentadas unos momentos, y todo lo que teníamos delante era tan hermoso que nos tomamos de la mano. Ella volvió a decirme lo de Arthur y su próximo matrimonio; eso hizo que me sintiera un poco triste, porque nada he sabido de Jonathan durante todo un mes.
El mismo día. Vine aquí sola porque me siento muy triste. No hubo carta para mí: espero que nada le haya sucedido a Jonathan. El reloj acaba de dar las nueve, puedo ver las luces diseminadas por todo el pueblo, formando hileras en los sitios en donde están las calles y en otras partes solas; suben hasta el Esk para luego desaparecer en la curva del valle. A mi izquierda, la vista es cortada por la línea negra del techo de la antigua casa que está al lado de la abadía. Las ovejas y corderos balan en los campos lejanos que están a mis espaldas, y del camino empedrado de abajo sube el sonido de pezuñas de burros. La banda que está en el muelle está tocando un vals austero en buen tiempo, y más allá sobre el muelle, hay una sesión del Ejército de Salvación en algún callejón. Ninguna de las bandas escucha a la otra; pero desde aquí puedo ver y oír a ambas. ¡Me pregunto en dónde está Jonathan y si estará pensando en mí! Cómo deseo que estuviera aquí.
Del Diario del doctor Seward
5 de junio. El caso de Renfield se hace más interesante cuanto más logro entender al hombre. Tiene ciertamente algunas características muy ampliamente desarrolladas: egoísmo, sigilo e intencionalidad. Desearía poder averiguar cuál es el objeto de esto último. Parece tener un esquema acabado propio de él, pero no sé cuál es.
Su virtud redentora es el amor para los animales, aunque, de hecho, tiene tan curiosos cambios que algunas veces me imagino que sólo es anormalmente cruel. Juega con toda clase de animales. Justamente ahora su pasatiempo es cazar moscas. En la actualidad tiene ya tal cantidad que he tenido un altercado con él. Para mi asombro, no tuvo ningún estallido de furia, como lo había esperado, sino que tomó el asunto con una seriedad muy digna. Reflexionó un momento, y luego dijo:
—¿Me