El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III. Manuel Fernández y González
vos el señor Francisco Martínez Montiño?—dijo Juan Montiño adelantando.
—Sí, por cierto, que así me nombro—contestó el cocinero del rey dando á otro lacayo otro plato, y sin volverse á mirar á quien le hablaba.
—Pues entonces—repuso el joven—sois mi tío carnal, hermano de mi padre Jerónimo Martínez Montiño.
—¿Eh? ¿qué decís?—repuso el señor Francisco volviéndose ya á mirar á quien le hablaba.
Y apenas le vió su fisonomía tomó una expresión profundamente reservada.
—¡Diablo!—murmuró de una manera ininteligible—¡y es verdad! ¡y cómo se parece á!... perdonad un momento... ¡eh! ¡Gonzalvillo! ¡hijo, que vertéis la salsa de la alcaparra! ¡animales! para esto se necesitan manos mejores que vuestras manos gallegas. ¿Conque qué decíais?—añadió volviéndose al joven.
—Digo, que acabo de llegar—dijo Juan Montiño con cierta tiesura, excitado por el carácter repulsivo de su tío.
—¿Pero de dónde acabáis de llegar?...
—De Navalcarnero.
—¡Ah! ¿y quién os envía?
El cocinero de Su Majestad.
—Pudiera suceder muy bien que hubiera venido sólo por conocer al hermano menor de mi difunto padre; pero no he venido por eso; vengo porque me envía mi tío Pedro Martínez Montiño, el arcipreste.
—¡Ah! ¡os envía mi hermano el arcipreste! perdonad, perdonad otra vez; estos pajes... ¡eh! ¡dejad ahí esas fuentes; son de la tercera vianda, venid para acá! pero señor, ¿qué hacen esos veedores? ahora tocan las empanadas de liebre, los platillos á la tudesca y las truchas fritas.
Juan Montiño empezaba á perder la paciencia; su tío interrumpía á cada paso su diálogo con él para acudir á cualquier nimiedad; se le iba, se le escapaba de entre las manos, y no le prestaba la mayor atención; pero si Juan Montiño hubiera podido penetrar en el pensamiento de su tío, hubiera visto que desde el momento en que había reparado en su semblante, el cocinero del rey había necesitado de todo su aplomo, de toda su experiencia cortesana para disimular su turbación.
Consistía esto en que tenía delante de sí un sobrino á quien no conocía, y del cual en toda su vida sólo había tenido dos noticias dadas de una manera tal que bastaba para meter en confusiones á otro menos receloso que el cocinero del rey.
Veinticuatro años antes, cuando el señor Francisco Montiño sólo era oficial de la cocina de la infanta de Portugal doña Juana, es decir, cuando se encontraba al principio de su carrera, había recibido de su hermano Jerónimo la lacónica carta siguiente:
«Hoy día del evangelista San Marcos, ha dado á luz mi mujer un hijo: te lo aviso para que sepas que tienes un criado á quien mandar.»
Francisco Montiño se quedó como quien ve visiones: sabía que su cuñada Genoveva era una cincuentona que jamás había tenido hijos y que había perdido, hacia mucho tiempo, la esperanza de tenerlos; la noticia de aquel alumbramiento inverosímil, había venido de repente sin que le hubiese precedido en tiempo oportuno la noticia del embarazo; por otra parte, la carta en que Jerónimo Montiño se confesaba padre, no podía ser más seca ni más descarnada.
Francisco Montiño leyó tres veces la carta cada vez más reflexivo, se encogió al fin de hombros, y dijo, guardando cuidadosamente la carta:
—¿Qué habrá aquí encerrado?
Era necesario contestar, y Francisco Montiño, en su contestación, se templó al tono de la carta de su hermano:
«He recibido la noticia—le decía—de que tu mujer ha dado á luz una criatura, y me alegro de ello cuanto tú puedas alegrarte.»
Después, en ninguna de las cartas que se cruzaban periódicamente entre los dos hermanos, volvió á nombrarse al tal vástago, ni en las potsdatas que solía poner á las cartas de Jerónimo, Pedro, que entonces era simplemente beneficiado.
Pasaron así veintidós años: pero al cabo de ellos, Francisco Montiño, que ya había llegado á la cúspide de su carrera siendo, hacia tiempo, cocinero de Felipe III, recibió una carta de su hermano Jerónimo concebida en estos términos:
«Estoy muy enfermo; el médico dice que me muero. Si esto sucede, podrá suceder que Juan Montiño, mi hijo, vaya á la corte. Algún día podrá convenirte el que hayas servido á ese muchacho.»
—¿Qué habrá aquí encerrado?—dijo Francisco Montiño después de haber leído tres veces esta carta, como la otra fechada hacía veintidós años en el día de San Marcos.
Jerónimo murió al fin; habían pasado dos años sin que el señor Francisco recibiese noticias de su sobrino, cuando su sobrino se le presentó de repente como llovido del cielo y portador de una carta de su hermano el arcipreste; aquella carta podía ser la resolución del misterio, y como este misterio se había agravado para Montiño desde el momento en que había creído encontrar en el semblante del joven ciertos rasgos de semejanza con una alta persona á quien conocía demasiado, sintió una comezón aguda por apoderarse de aquella carta; pero siempre cauto y prudente disimuló aquella comezón, afectó la mayor indiferencia hacia su sobrino, y sólo volvió á anudar el interrumpido diálogo con el joven, después de haber dado á los pajes dos docenas de platos y seis docenas de órdenes y advertencias.
—Venid, venid acá, sobrino—dijo ya con menos tiesura, llevándole á un aposentillo situado cerca de la repostería, en el que se encerraron. He servido ya la segunda vianda, y hasta que sea necesario servir la tercera pasará un buen espacio. No extrañéis el que yo os haya prestado poca atención; con señores como el duque de Lerma, que gozan del favor de su majestad, hasta el punto de que su majestad se quede un día sin cocinero, porque su cocinero les sirva, toda diligencia es poca. Me alegro mucho de conoceros. Sois un gentil mozo, aunque no os parecéis ni á vuestro padre ni á vuestra madre; mi hermano era así poco más ó menos como yo, lo que no impedía que fuese un valiente soldado del rey, y mi cuñada, vuestra madre, fué en sus mocedades un tanto cuanto oronda y frescota, pero era fea y morena que no había más que pedir; vos sois muy gentil hombre, blanco y rubio, como si dijéramos, la honra de la familia, porque ya me estáis viendo y ya sabéis lo que fué vuestro padre y lo que es vuestro tío Pedro.
—¡Ah!—dijo el joven, á quien desarmó completamente la insidiosa charla de su tío Francisco—; vuestro pobre hermano, señor, acaso estará en estos momentos en la presencia de Dios.
Púsose notablemente pálido el señor Francisco, lo que demostraba que amaba á su hermano.
—¡Cómo!—dijo—. ¿Pues tan enfermo se halla?
—Tan enfermo, que esta mañana, después de haber hecho testamento, me llamó y me dijo:—Juan, es necesario que te vayas á Madrid en busca de tu tío Francisco, yo me muero; es necesario que antes de que yo muera reciba mi hermano esta carta, que he escrito con mucho trabajo esta noche.—Y sacó de debajo de la almohada esta carta cerrada y sellada que me entregó.
El joven sacó del bolsillo interior de su ropilla una gruesa carta cuadrada, en la que fijó una mirada ansiosa, pero rápida, imperceptible, el cocinero del rey.
—A vos está dirigida esta carta por mi tío moribundo—dijo el joven con voz conmovida—, y á vos la entrego. Mi buen tío Pedro, á pesar del deplorable estado en que se encontraba, me encomendó tanto que era necesario que recibierais cuanto antes esta carta, que ensillé á Cascabel, creyendo que podría tirar todavía de una jornada, y á duras penas he podido llegar al obscurecer. ¡El pobre jaco está tan viejo!
—¿Y cuándo salísteis de Navalcarnero, sobrino?
—Antes del amanecer.
—¡Diez