El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III. Manuel Fernández y González

El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III - Manuel Fernández y González


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de tiempo; vuestro tío Pedro ha estado dos veces á la muerte, y una de ellas oleado y con el rostro cubierto.

      —Pero á la tercera va la vencida—dijo el joven.

      —A la tercera...

      Al pronunciar Francisco Montiño estas palabras, tenía el pensamiento en la carta de su hermano.

      —¿Quién sabe? ¿quién sabe?—añadió Montiño—; ya es viejo, como que nació diez años antes que yo, y he cumplido ya los cincuenta y cinco. Pero ¿qué le hemos de hacer? ¿Y vos?... ¿qué sois vos?... soldado, ¿eh?

      —No, señor; soy licenciado...

      —¡Licenciado!... ¡no entiendo!... ¿de qué licencias habláis?...

      —He estudiado teología y derecho en la Universidad de Alcalá.

      —¡Ah!

      —Muchas veces heme dicho: tengo un tío en palacio... bien pudiera mi tío procurarme un oficio de alcalde ó corregidor.

      Fruncióse un tanto el gesto del cocinero del rey.

      —Pero no he querido incomodaros—añadió el joven.

      —Habéis pensado prudentemente, sobrino, porque me hubiera incomodado mucho no haber podido serviros.

      —Sea como Dios quiera—dijo Juan Montiño.

      La conversación había entrado en un terreno sumamente escabroso para el cocinero mayor.

      —Sobrino—le dijo—, me es forzoso dejaros; ya es tiempo de servir la tercera vianda. ¿Dónde tenéis vuestra posada, á fin de que yo pueda veros?

      —En ninguna parte, señor.

      —¡Cómo! ¿pues dónde habéis dejado vuestro caballo?

      —En las caballerizas de su majestad.

      —¡Diablo!

      —Y contaba también con vivir en palacio, puesto que vos vivís en él.

      —¡En mi cuarto!-exclamó todo hosco el señor Francisco—; ¡con una hija de diez y seis años, y una esposa de veinte, y vos joven!... ¡exponerme á las murmuraciones! no puede ser; buscad una posada.

      —Es el caso, que no he traído dinero.

      -¿Pero cómo os ha enviado así mi hermano? ¡vamos! las gentes de los pueblos se creen que Madrid es las Indias.

      —Vuestro pobre hermano, señor, aunque nada os haya dicho, vive en la miseria, atenido á la limosna de tal cual misa, y á lo poco que yo gano enseñando latín. Pero en la enfermedad de mi tío se han ido nuestros últimos maravedises; ni aun maleta he podido traer... porque... toda mi hacienda la llevo encima.

      —¡Diablo! ¡Diablo! pero vos os volveréis al pueblo.

      —¿Y qué he de hacer allí después de muerto mi tío, por quien únicamente permanecía en el pueblo?

      —De modo, que...

      —Aquí me estaré.

      —¡Y os venís así á la corte, sin dinero... y aun sin camisas!

      —Tío, enseñando latín se gana muy poco.

      —Pero ese caballo... vendiéndolo...

      —¡Cascabel! En primer lugar, que yo quiero mucho á Cascabel, porque desde su juventud, que es ya remota, ha servido buena y lealmente á mi padre; en segundo, que no habría nadie que diese un ducado por Cascabel, porque ni el pellejo aprovecha.

      —¡Diablo! ¡diablo! ¡diablo!—murmuró Francisco Montiño—; pues bien, esperadme aquí, y después... después veremos cómo podemos salir de este compromiso en que me habéis metido vos y mi hermano Pedro.

      Y diciendo esto escapó, dejando solo al joven.

      A los veinticuatro años se piensa poco en las necesidades materiales ni en el porvenir: el porvenir es de la juventud; á los veinticuatro anos sólo se tiene corazón; Juan Montiño estaba profundamente preocupado con el doble recuerdo de la dama de palacio y de la tapada, que le había metido en un lance de armas, que se le había escapado, y que se había dejado dos prendas, una voluntariamente, otra, como quien dice, robada.

      Juan no había tenido ocasión de ver aquellas prendas, que pesaban en su bolsillo, y que representaban para él todo un mundo de esperanzas; pero cuando se encontró sólo, arrastró la silla en que estaba sentado, se volvió de espaldas á la puerta para cubrir con su cuerpo las alhajas de la vista de alguno que pudiese entrar de repente, y sacó aquellas joyas.

      Por el momento le deslumbró el brillo del brazalete; estaba cuajado de diamantes; su valor debía subir á muchos miles de reales; Juan Montiño se aterró.

      —¡Oh! ¿qué es esto, señor? ¿qué es esto?—dijo—; ¿qué dama es esa que tan ricas, tan magníficas joyas usa? ¿y dónde iba esa dama tan engalanada? ¡oh, Dios mío! ¡y qué pensará de mi esa dama! ¡si al echar de menos esta prenda me tomase por un ladrón!...

      La frente del joven se cubrió de sudor frió y se sintió malo.

      —Pero si estos diamantes fueran falsos... puede ser muy bien... si no lo fueran esa dama debía ser... veamos; examinemos bien esta alhaja.

      Y Juan Montiño miró de nuevo y de una manera ansiosa el brazalete.

      Entonces la sangre se heló en sus venas, pasando instantáneamente del frío á la fiebre, como si su sangre se hubiera convertido en la lava de un volcán. Sintió un zumbido sordo en sus oídos, y delante de sus ojos una nube turbia que los empañaba. Había visto en el centro del brazalete una placa de oro, y sobre ella, esmaltadas y entrelazadas, las armas reales de España y las imperiales de Austria.

      Aquella prenda era efectivamente de gran valor; pertenecía, á no dudarlo, á las alhajas de la corona.

      Al reparar en aquellos dos blasones, una sospecha tremenda asaltó la imaginación de Juan Montiño:

      —¿Sería la tapada que se amparó de mí la reina?

      Juan Montiño había oído hablar muchas veces á Quevedo, tres años antes, en ocasión en que andaba huído en Navalcarnero, por cierta muerte que había causado en riña, muchas y picantes aventuras acontecidas en la corte: sabía que la corrupción de las costumbres había llegado en ella al último límite, que las damas más principales solían verse muchas veces, á consecuencia de sus galanteos y de sus intrigas, en situaciones extraordinariamente extrañas y comprometidas; ¡pero la reina!... la lengua de Quevedo, que nada respetaba, había respetado siempre á las damas de la familia real; acaso el gran mordedor, el gran satírico, había guardado silencio por consideración, por afecto, por un galante respeto, acerca de la reina y de las infantas... pero...

      Estos peros habían hecho una devanadera de la cabeza de Juan Montiño.

      No podía tener duda de que aquel brazalete era una prenda real, que había quedado por un acaso en su mano, al desasir de ella violentamente su brazo la tapada; ¿por qué la tapada llevaba aquel brazalete si no era la reina? y si era la reina, ¿por qué le había dejado voluntariamente otra prenda, la sortija?

      El joven examinó la sortija.

      Era de oro con una esmeralda, y muy bella, pero no podía ni remotamente compararse su valor con el del brazalete. No importaba; la reina podía llevar por capricho aquella sortija: la mano de la dama tapada, estaba cuajada de ellas; Juan Montiño lo recordaba; había visto un momento aquella hermosa mano arreglando el manto, á la última luz del crepúsculo. ¿Había elegido con intención la dama, entre todas sus sortijas, para dejarle una señal, la que tenía una esmeralda como en representación de una esperanza?

      Juan Montiño se volvía loco.

      Sumido se hallaba en una confusión de pensamientos á cual más descabellados, cuando


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