El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III. Manuel Fernández y González

El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III - Manuel Fernández y González


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la dama.

      —Yo creía no volveros á ver—dijo—, y si os dí como prenda mía una sortija, por la cual no podíais reconocerme, fué por concluir con vuestras importunidades. Yo esperaba que no me volvieréis á ver, porque vivo muy retirada. Pero cuando de tal modo os habéis equivocado...

      —¡Oh! ¡dichoso yo, si no sois su majestad!

      —¿Por qué?

      —Porque si fuérais su majestad... ¡oh! ¡Dios mío! moriría de una manera doble... y perdonadme, señora... pero necesito hablaros de mi amor por la última vez: si sois la reina, mi lealtad, mi deber, me obligan á sufrir, á callar, á guardar para mí solo este amor que yo no he buscado... y luego, ¡al veros de otro hombre!... ¡casada!... ¡oh, Dios mío!...

      —¿Pero es posible que me améis de tal modo?...

      —Vuestra hermosura... la ocasión en que os vi... la aventura que sobrevino... yo no sé, señora, no sé por qué os amo; pero sé y os lo digo por la última vez, que este amor, que ha sido el primero para mí, será también el último.

      Hizo un movimiento de impaciencia la dama.

      —¿De modo que—dijo—si no me descubro, dudaréis acerca de mí? ¿es decir, dudaréis acerca de si yo soy la reina ó una dama particular?

      —Y si no sois su majestad; si, como me habéis dicho al principio de la noche, no tenéis esposo ni amante, ¿por qué os obstináis en no descubriros?

      —Porque quisiera que se os pasase esa mala impresión, que por mi desdicha os he causado en sólo un momento que me habéis visto; porque no quiero que alentéis ninguna esperanza.

      —¡Ah! pues entonces, permitidme dudar...

      —No dudéis, pues—dijo la dama echando atrás el manto, y dejándose ver á Juan Montiño.

      —¡Ah!—exclamó el joven—; ¡sí, vos sois el hermoso sol que me deslumbró!

      Y cayó de rodillas, como quien adora, á los pies de la dama.

      —Dejáos, dejáos de niñerías—dijo ella—; tal vez nos observan; alzáos, y hablemos aún algunas palabras... pero no de amor. ¿Estáis ya seguro de que no soy la reina?

      —Sí, sí; estoy seguro de ello—exclamó con entusiasmo el joven—; aunque no conozco á su majestad; porque estoy segurísimo que la reina no es tan joven ni tan hermosa. ¡Oh! ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿y no me amaréis?

      —Ya os he dicho que no me habléis de amor. Vuestro amor sería una locura... es imposible.

      —Porque vuestro corazón me rechaza...

      —No, no precisamente por eso... mi corazón ni os acoge ni os rechaza... pero... os lo repito... nuestros amores son imposibles.

      

Sí; vos sois el hermoso sol que me deslumbró.

      —Habéis dicho nuestros amores.

      —He querido decir—contestó con impaciencia la dama—que el logro de vuestros amores es imposible.

      —Os disgusto y lo siento.

      —Pues bien, no me habléis más de amor.

      —Callaré; pero una palabra, una sola palabra: ¿no podré veros?

      —Siendo como sois sobrino del cocinero mayor del rey, y viniendo como vendréis por esta razón, con frecuencia, á palacio, me veréis de seguro.

      —¿Pero vos no haréis nada porque yo os vea?

      —No—respondió fríamente la dama.

      —¡Ah! perdonad, señora.

      —Estáis perdonado; ahora sepamos: ¿habéis muerto á don Rodrigo Calderón?

      —No lo sé, señora; sólo sé que le he tirado á muerte.

      —¿Os ha conocido don Rodrigo?

      —No lo sé, porque un hombre me seguía.

      —¿Os acompañaba alguien?

      —Sí... sí... señora—dijo vacilando Montiño.

      —¿Quién os acompañaba?

      —Don Francisco de Quevedo.

      —¡Ah! ¿está don Francisco en la corte?—exclamó con precipitación la dama.

      —Creo que, como yo, ha llegado á ella esta noche.

      —Y... ¿sois amigo de don Francisco?...

      —¡Oh! ¡sí! y débole tanto, como que me ha dicho que me ha recomendado al duque de Osuna, y que el duque de Osuna le ha encargado que me busque y me lleve consigo á Nápoles.

      —¡Ah! ¡el duque de Osuna!

      Y la dama miró con una profunda atención á Juan Montiño, y se puso pálida; pero sobreponiéndose añadió:

      —Y decidme, ¿estaba con vos don Francisco cuando reñísteis con Calderón?

      —Tan conmigo estaba, que reñía al mismo tiempo con otro hombre que sin duda servía á don Rodrigo.

      —¿Sabe don Francisco lo de las cartas?

      —¡Ah! no, señora; por mi boca no lo sabe nadie más que vos.

      —Permitidme que os lo pregunte otra vez. ¿No habéis leído esas cartas?

      —Por mi honra de hidalgo y por mi fe de cristiano, señora, bastaba con que yo supiese que esas cartas eran de su majestad, para que yo no pusiese en ellas los ojos.

      —Esperad, esperad un momento, caballero—dijo la dama.

      —Esperaré cuanto queráis.

      —Vuelvo al punto.

      La dama tomó la cartera y el brazalete de sobre la mesa, desapareció por la puerta de los tapices, y estuvo gran rato fuera dando tiempo con su tardanza á que Juan Montiño, yendo y viniendo en su imaginación con todo lo que le acontecía, con todo lo que sentía y con la noble, dulce y resplandeciente hermosura de la incógnita, acabase de volverse loco.

      Al fin la dama apareció de nuevo.

      Traía una carta en la mano, y en el semblante la expresión de una satisfacción vivísima.

      —Su majestad—dijo—os agradece, no como reina, sino como dama, lo que habéis hecho en su servicio; su majestad quiere premiaros.

      —¡Ah, señora! ¿no es bastante premio para mí la satisfacción de haber servido á su majestad?

      —No, no basta. Sois pobre, no necesitáis decirlo...

      —Sí, pero...

      —Dejémonos de altiveces... recuerdo que me dijísteis que érais ó habíais sido estudiante en teología... pero que os agradaba más el coleto que el roquete.

      —¡Ah! sí, señora, es verdad; soy bachiller en letras humanas, y licenciado en sagrada teología y leyes.

      —Y bien, ¿queréis ser canónigo?—dijo la dama mirando á Juan Montiño de una manera singular.

      —Si soy canónigo no puedo alentar la esperanza de que por un milagro seáis mía.

      —Dejemos, dejemos ese asunto... ya que no queréis ser canónigo... ¿os convendría ser alcalde?

      —¡Oh! tampoco; soldado de la guardia española al servicio inmediato de su majestad; así os veré cuando haga las centinelas; os veré pasar alguna vez á mi lado.

      —Y veréis pasar otras muchas hermosas damas.

      —Para


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