La bodega. Висенте Бласко-Ибаньес
con las ancas el suelo, al mismo tiempo que levantaba las patas delanteras.
—¡Buen animal!—dijo Montenegro dando palmadas en el cuello del corcel.
Y los dos jóvenes quedaron silenciosos examinando la inquieta nerviosidad de la bestia, con el fervor de unas gentes que aman la equitación como el estado perfecto del hombre y consideran al caballo cual el mejor amigo.
Montenegro, a pesar de su vida sedentaria de oficinista, sentía removerse en él atávicos entusiasmos a la vista de un corcel de precio; sentía la admiración del nómada africano ante el animal, eterno compañero de su vida. De la riqueza de su jefe don Pablo, sólo envidiaba la docena de caballos, los más caros y famosos de las ganaderías de Jerez, que tenía en sus cuadras. También aquel hombre obeso, que parecía no sentir otros entusiasmos que los que le inspiraban su religión y su bodega, olvidaba momentáneamente a Dios y al cognac al ver un caballo hermoso que no fuese suyo, y sonreía agradecido cuando le elogiaban como el primer jinete de la campiña jerezana.
Rafael era el aperador del cortijo de Matanzuela, la finca de más valía que le quedaba a Luis Dupont, el primo escandaloso y pródigo de don Pablo. Inclinado sobre el cuello de la jaca, explicaba a Fermín su viaje a Jerez.
—He venío a encargá unas cosillas para allá y llevo prisa. Pero antes de volver, echaré un galope para ir a la viña y ver a tu padre. Me farta algo cuando no veo al padrino.
Fermín sonrió con malicia.
—¿Y a mi hermana, no la verás? ¿No te falta también algo, cuando pasan días sin ver a María de la Luz?
—Naturalmente—dijo el mocetón ruborizándose.
Y como si sintiera repentina vergüenza, espoleó su caballo.
—Con Dios, Ferminillo, y a ver si un día vienes al cortijo.
Montenegro le vio alejarse rápidamente, calle abajo, con dirección a la campiña.
—Es un angelote—pensaba.—¡Que le vaya a éste Salvatierra con que el mundo está mal arreglado y hay que volverlo como quien dice del revés!...
Montenegro pasó por la calle Larga, la principal de la ciudad; una vía ancha con casas de deslumbrante blancura. Las portadas señoriales del siglo XVII estaban enjalbegadas cuidadosamente lo mismo que los escudos de armas de la clave. Los escarolados y nervios de la piedra labrada ocultábanse bajo una capa de cal. En los balcones verdes mostrábanse a aquellas horas de la mañana cabezas de mujeres morenas, de rasgados ojos negros, con flores en el pelo.
Fermín siguió una de las amplias aceras limitadas por dos filas de naranjos agrios. Los principales casinos de la ciudad, los mejores cafés, abrían sus ventanales de vidrios sobre la calle. Montenegro lanzó una mirada al interior del Círculo Caballista. Era la sociedad más famosa de Jerez, el centro de reunión de la gente rica, el refugio de la juventud que había nacido poseedora de cortijos y bodegas. Por las tardes, la respetable asamblea discutía sus aficiones: caballos, mujeres y perros de caza. La conversación no tenía otros temas. Escasos periódicos en las mesas, y en lo más oscuro de la secretaría un armario con libros de lomos dorados y chillones cuyas vidrieras no se abrían nunca. Salvatierra llamaba a esta sociedad de ricos el «Ateneo Marroquí».
A los pocos pasos, Montenegro vio venir hacia él una mujer que, con su paso vivo, su gesto arrogante y el incitador meneo de su cuerpo, parecía alborotar la calle. Los hombres detenían el paso para verla y la seguían con los ojos; las mujeres volvían la cabeza con un desdén afectado, y después que pasaba cuchicheaban señalándola con un dedo. En los balcones, las jóvenes gritaban hacia el interior de la casa, y salían otras apresuradamente, interesadas por el llamamiento.
Fermín sonrió al notar la curiosidad y el escándalo que esparcía al andar aquella joven. Asomaban entre las blondas de su mantilla unos rizos rubios, y bajo los ojos negros y ardientes una naricilla sonrosada parecía desafiar a todos con sus graciosas contracciones. La audacia con que se recogía la falda, marcando las curvas más opulentas de su cuerpo y dejando al descubierto gran parte de las medias, irritaba a las mujeres.
—¡Vaya usted con Dios, marquesita salerosa!—dijo Fermín cerrándola el paso.
Se había terciado la capa, tomando un aire de majo galante, satisfecho de detener en la calle más céntrica, a la vista de todos, a una mujer que tal escándalo promovía.
—Marquesa, ya no, hijo—contestó ella con gracioso ceceo.—Ahora crío cerdos... y muchas gracias.
Se tuteaban como dos buenos camaradas; sonreían con la franqueza de la juventud, sin mirar en torno de ellos, pero alegrándose al pensar que muchos ojos estaban fijos en sus personas. Ella hablaba manoteando, amenazándolo con sus uñas sonrosadas cada vez que le decía algo fuerte; acompañando sus risas con un taconeo infantil cuando elogiaba su hermosura.
—Siempre lo mismo. ¡Pero qué rebuenísima sombra tienes, hijo!... Ven a verme alguna vez: ya sabes que te quiero... siempre con buen fin; como hermanitos. ¡Y eso que el bruto de mi marido te tenía celos!... ¿Vendrás?
—Lo pensaré. No quiero tener una cuestión con el tratante en cerdos.
La joven prorrumpió en una carcajada.
—Es todo un caballero, ¿sabes, Fermín? Vale más con su chaquetón de monte que todos esos señoritos del Caballista. Yo estoy por lo popular: yo soy muy gitana...
Y dando al joven un ligero bofetón con su manecita acariciadora, siguió la marcha, volviendo varias veces la cabeza para sonreír a Fermín, que la seguía con la vista.
—¡Lástima de muchacha!—se dijo.—Con su cabeza de chorlito, es la más buena de la familia. ¡Y don Pablo que se muestra tan orgulloso de la nobleza de su madre!... Esta y su hermana son de las que nos consuelan haciendo acabar en punta los linajes orgullosos...
Continuó su marcha Montenegro, entre las miradas de asombro o las sonrisas maliciosas de los que habían presenciado su conversación con la Marquesita.
En la plaza Nueva, pasó entre los grupos que se estacionan allí habitualmente: corredores de vinos y de ganado; vendedores de cereales, obreros de bodega sin colocación, gañanes enjutos y tostados que esperan a que alguien alquile sus brazos inactivos, cruzados sobre el pecho.
De un grupo salió un hombre, llamándole:
—¡Don Fermín! ¡don Fermín!...
Era un arrumbador de las bodegas de Dupont.
—Ya no estoy allá, ¿sabe usté? Me han despedío esta mañana. Al presentarme en la bodega, el encargao me ha dicho, de parte de don Pablo, que estaba de más. ¡Después de cuatro años de trabajo y buena conducta! ¿Es esto justicia, don Fermín?...
Como éste preguntase con su mirada el motivo de la desgracia, el arrumbador continuó con exaltación:
—De too tiene la culpa la beatería cochina. ¿Sabe usté mi delito?... No ir a entregá la papeleta que me dieron el sábado con el jornal.
Y como si Montenegro no conociese las costumbres de la casa, el buen hombre relataba detalladamente lo ocurrido. El sábado, al cobrar la semana los trabajadores de la bodega, el encargado les entregaba la papeleta a todos: una invitación para que al día siguiente asistiesen a la misa que costeaba la familia de Dupont en la iglesia de San Ignacio. Si la fiesta era con comunión general, el convite aun resultaba más ineludible. El domingo, los encargados de la bodega recogían a cada obrero la papeleta en la misma puerta de la iglesia, y al recontarlas sabían, por los nombres, quiénes eran los que habían faltado.
—Y yo no juí ayer, don Fermín; farté como he fartao otros días: porque no me da la gana de levantarme temprano los domingos, porque en la noche del sábado me gusta tomarla con los compañeros. ¿Pa qué trabaja uno, sino pa tené un rato de alegría?...
Además; él era dueño de sus domingos. El amo le pagaba por su trabajo; él trabajaba y no había por