Semblanzas literarias. Armando Palacio Valdes
I
ASTELAR y el P. Sánchez!
No es posible negar que nuestra patria es incomprensible y caprichosa en extremo. Unas veces se dedica á lo sublime, y sumergiendo su mano en lo profundo, arranca del rizado mar de su poesía una figura como Castelar. Otras se entrega con pasión á lo cómico, y despide de su seno entre muecas y contorsiones oradores como el P. Sánchez. Castelar y el P. Sánchez son el alfa y la omega de mi humilde trabajo. He salvado como pude el paso que media, según dicen, entre lo ridículo y lo sublime.
Pero abordar el carácter y la fisonomía oratoria del señor Castelar ofrece un sinnúmero de dificultades. La primera y más principal, en mi concepto, es la falta de perspectiva. La figura de Castelar, como orador, diré, empleando una locución técnica, que está tallada en colosal, y es de todo punto imposible, sin alejarse un tanto, apreciar con exactitud su valor artístico. Confieso que no puedo darme cuenta cabal del sitio que ocupa en el horizonte del Arte, y entrego por lo tanto esta mi semblanza á la enmienda de los futuros. Otra de las más grandes dificultades que se me ofrecen es el compromiso formal que he contraído al comenzar mi tarea de eliminar por entero el aspecto político del orador para ceñirme exclusivamente á su aspecto académico. ¡Oh! si me fuera dado mirar, siquiera fuese con el rabillo del ojo, al Parlamento, ¡con cuánto grande hombre pondría á mis lectores en contacto! Les contaría la vida y milagros de aquel insigne orador que al terminar su discurso se sentó con la mayor dignidad sobre el vaso de agua. Y los de aquel otro que tratándose de la langosta pidió la palabra para una alusión personal. Sin olvidarme tampoco de aquel que al llegar en su discurso cargado de apóstrofes, epifonemas, perífrasis y concatenaciones á la frase: «pensáis tal vez, hombres ilusos, que Napoleón...» la repitió tres veces, y murió con Napoleón en la boca, realizándose en los escaños del Congreso aquel día un Waterloo de risa. Pero yo no soy cronista del Parlamento, sino del Ateneo, y es fuerza que guarde en el fondo de mi pupitre las historias que acabo de mencionar y otras muchas no menos sabrosas y divertidas. De ello me pesa con toda el alma, porque estos señores académicos tan graves y comedidos que no son capaces de romper un plato, ni de sentarse sobre un vaso de agua, me obligan á guardar demasiada ceremonia. Siento que allá, por los laberintos de mi imaginación, viene, va y torna un espíritu retozón y travieso que está ganoso de reir á toda costa, y me empuja fuertemente á ocuparme de otra ralea de oradores menos sabios, menos artistas, pero más amenos.
También hoy es necesario que dormite en la más enervante postración. Se trata de Castelar, del más grande de nuestros oradores, y me veo en la precisión de ponerme el frac y adoptar un continente grave y respetuoso. Castelar, como orador, no pertenece solamente al Ateneo, pertenece á España, pertenece al mundo, pertenece á la libertad. La tiranía ha tenido á su servicio grandes filósofos, juristas y hasta poetas. Jamás ha tenido un grande orador. Cicerón, Demóstenes, Mirabeau, Oconnell y Castelar son hijos de la libertad. Es que el filósofo, el jurista y hasta el poeta envían sus cuartillas corregidas á la imprenta, mientras el orador lanza su alma toda entera, sin tachas ni raspaduras, por la boca y por los ojos á la muchedumbre. La muchedumbre, que no es capaz de percibir toda la perfidia que puede esconderse entre los renglones de un libro, ve con admirable instinto la que se oculta bajo los ojos de un hombre, y sabe matar con el desprecio al que la engaña.
Castelar, en la ciencia, en el arte y en la vida, representa un pensamiento amable, pero inverosímil y extraño para nuestra sociedad. Este amable pensamiento se llama en la ciencia panteísmo, en el arte realismo y en la vida armonía.
Castelar es un campeón de la causa de la naturaleza. Es panteísta en el gran sentido de la palabra, en un sentido fundamental. Esto ha hecho pensar á muchos que el famoso orador es hegeliano. No puedo creerlo. No es Hegel el que ha hecho panteísta á Castelar, sino que, siendo el panteísmo inherente y virtual en su modo de ser, ha permitido que la filosofía hegeliana influyera poderosamente en su espíritu. Pero Castelar no es el panteísta especulativo que procede con rigurosa dialéctica para encerrar el pensamiento en un sistema, no; es el poeta, es el enamorado de las formas vivas que percibe con la claridad de un iluminado el lazo invisible que existe entre los dos aspectos, bajo los cuales el universo siempre idéntico y el mismo se ofrece al espíritu y á los sentidos. La filosofía de Castelar no permanece inmóvil y como cristalizada en el abstracto recinto de una fórmula matemática ó dialéctica, es una filosofía que arranca del fondo mismo de su naturaleza, es una filosofía puramente individual.
Esto significa que nuestro orador no siente la imperiosa necesidad de dar á la vida soluciones concretas, que es á la postre de todo lo que hace brotar los sistemas. La vida le parece demasiado rica, demasiado varia para someterla al imperio de una fórmula inflexible y abstracta. Sin embargo, busca con ansia la generalización, la síntesis que son leyes del espíritu, huyendo de un particularismo estrecho y falto de perspectiva con el que no podría acomodarse jamás su elevado pensamiento.
Esta filosofía individual no puede menos de engendrar una religión excesivamente flexible y humana. La inmortalidad se ofrece á su inteligencia como una trasformación incesante, como un progreso sin fin, en el cual el espíritu llega á agotar todas las formas de la vida infinita. Esta religión tiene su catecismo en el gozoso panorama de la Naturaleza. En todas las páginas de este catecismo se encuentra grabado el excelso nombre de Dios. Mas el Dios de Castelar no es el Dios crucificado, no es el Dios transido de dolor, sino el Dios en quien se expresa todo lo que vive y siente, que incesantemente se trasforma, que incesantemente se modifica, que muere en la naturaleza para renacer en el espíritu, y se ofrece, total y absoluto, en una evolución infinita.
El arte es una de las formas que ese Dios afecta al bajar sobre la tierra, y nuestro orador le rinde un culto apasionado. Si he dicho que Castelar era realista, entiéndase que no es el realismo efímero de los tiempos presentes el que le cautiva, sino el realismo que parte de la célebre fórmula de la lógica hegeliana, toda idea es realidad, toda realidad es idea. La idea realizándose bajo forma sensible, ése es el arte, y artista el que siente palpitar la idea bajo la forma.
No obstante, aunque Castelar representa en la esfera del arte la apoteosis de la forma, no se le puede acusar de haber alentado con su ejemplo ese cúmulo de producciones frívolas, donde la miseria del fondo aspira á velarse por los artificios de la forma. El fondo y la forma en el arte no se distinguen perfectamente como á primera vista parece, sino que mantienen tan estrecho enlace que es imposible separarlos en la obra bella. ¿Quién sería capaz de distinguir el fondo y la forma en un cuadro de Velázquez ó en una melodía de Haydn? Castelar expresa bellamente lo que acude bello á su pensamiento. ¿Será por ventura responsable de que algunos se empeñen en expresar de un modo bello lo que acude feo y desgraciado á su imaginación? Lo que es preciso buscar en el arte, y lo que nuestro orador alcanza en grado superlativo, es la espontaneidad individual disciplinada y corregida por la regla, que debe presidir á toda concepción artística para comunicarle las proporciones convenientes.
Pero se le censura, á mi juicio, con señalada injusticia por el empleo, según se dice, abusivo de las formas artísticas. Es opinión demasiado extendida que Castelar sacrifica la precisión y el rigor, que son los atributos de la exposición científica, en aras de la fantasía, la cual quebranta y destruye con sus imágenes el encadenamiento lógico y necesario con que el entendimiento enlaza, los juicios á los juicios, y las consecuencias á las consecuencias. Veamos lo que hay de fundado en esta censura. Indudablemente el empleo de las formas artísticas en el discurso tiene un límite, y no hay estético que no se apresure á señalárselo. Pero este límite todos convienen que está determinado, de un lado por la naturaleza del discurso, y de otro por la naturaleza de lo bello. La belleza de la expresión contribuye poderosamente á llevar el convencimiento al ánimo del auditorio; mas según que el discurso se proponga demostrar lógica y razonadamente una idea ó sólo infundir el amor á esta idea ó hacerla triunfar en el ánimo del auditorio, así se habrá de restringir ó extender el uso de la forma artística. Á este propósito, dice Schiller: «Existen dos clases de conocimientos: un conocimiento científico que está basado sobre nociones precisas, sobre principios reconocidos; y