Te veo. Teresa Driscoll

Te veo - Teresa Driscoll


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conversación se ve interrumpida por un golpe sordo en el piso de arriba. Jenny está pateando el suelo de la habitación, que está justo encima de la cocina, mientras grita por el móvil. No entienden qué dice hasta que oyen: «Ay, madre, no. Por favor… no».

      A continuación, oyen un estrépito de cristales y objetos que se rompen, al parecer porque los ha arrojado por la habitación.

      Capítulo 6

      La testigo

      —Tiene que comunicárselo a la policía de inmediato.

      —Ah, no, eso ni pensarlo.

      —¿Perdone?

      Estoy desconcertada.

      Recupero la última tarjeta que he recibido mientras examino a Matthew Hill con atención. No me esperaba esa reacción. He metido esta nueva postal en un portafolio de plástico que he cogido de la carpeta de Luke. Es uno de esos portafolios que ya tiene los agujeros hechos, que resbalan muchísimo. Son muy peligrosos. Una vez resbalé al pisar uno y me di un porrazo en el hombro.

      Este último mensaje había llegado como los demás: dentro de un sobre oscuro sencillo con una etiqueta con la dirección impresa. Sin embargo, este es todavía más extraño, y un poco más amenazador. El reverso es negro y tiene las letras enganchadas: es el karma. lo vas a pagar. Esta vez, al leerlo me había parecido raro que hubiera una referencia al budismo, al yoga o a algo de eso. ¿No se basan precisamente en la simpatía, la amabilidad y el perdón? Pero luego lo había buscado por Internet y encontré que hay quien lo interpreta como un tipo de justicia natural o como llevarte tu merecido —recibir consecuencias negativas por una mala acción—. Me entraron escalofríos…

      Tenía que ponerle punto final.

      —Creía que se dedicaba a investigar este tipo de cosas. ¿No es eso lo que hacen los detectives privados? —Me arrepiento de usar un tono sarcástico, pero estoy tensa mientras miro a Matthew Hill a los ojos y también me siento un poco desorientada. El anuncio me había parecido bastante directo. «Detective privado en Exeter. Expolicía». Breve. Simple. Creía que podía pedirle lo que fuera y que él lo haría. Que así se ganaba la vida. Como cualquier cliente que entra en mi tienda. «Un ramo para un cumpleaños, por favor». «Por supuesto».

      —Mire, he estado siguiendo el caso y esto son pruebas nuevas. La chica sigue desaparecida, y tengo una norma según la cual, si hay una investigación en curso, trato de…

      —Confíe en mí, señor Hill: esto no es una prueba.

      —Y ¿está tan segura porque…?

      Me detengo un segundo, sin tener claro hasta qué punto debería contar.

      —Mire, sé quién me las envía: la madre de la chica, Barbara Ballard. Está muy enfadada conmigo. Bueno, no, eso es quedarse corta. Está furiosa y resentida, pero ¿a quién no le parece normal? A mí sí. Además, yo me lo he buscado. Cuando recibí la primera postal, tengo que admitir que me planteé acudir a la policía. Al principio, me impresionó y me asusté. Tuvimos muchos problemas después de que se filtrara mi nombre, y pensé que era más de lo mismo. Pero ahora ya sé por qué las recibo. Me han llegado tres, así que lo único que necesito es que le dé un toque de atención, por favor. Que pare. De lo contrario, mi marido se acabará enterando e insistirá en que vayamos a la policía, y quiero evitarle ese mal trago. Ya tiene suficiente.

      —Pues me temo que estoy de acuerdo con su marido. Podría estar equivocada.

      —Verá, es que ella ha venido a mi tienda. Ya van dos veces. Pero lo único que hace es observarme a través de la ventana. Aunque no sabe que yo me he dado cuenta.

      —Bien. Entonces, ¿cuándo comenzó? —Al detective le ha cambiado la expresión.

      —Esto no saldrá de aquí, ¿verdad?

      —Por supuesto que no.

      —Perfecto, porque tampoco quiero denunciar lo que le voy a contar. De hecho, es culpa mía. Y no me refiero solo a lo que ocurrió en el tren. A ver, un día decidí ir hasta allí. A Cornualles, el verano pasado. A ver a la madre. Mi marido intentó disuadirme, y tendría que haberle hecho caso. Fue una estupidez, lo comprendí luego. Una más, que se añade al cúmulo de errores que llevo cometiendo desde que empezó todo. El peor, como sin duda sabe, es no haber llamado, no haber avisado a esa pobre familia antes de que pasara nada.

      —Pero usted no hizo daño a la chica, señora Longfield. ¿No estaban involucrados un par de chavales? ¿Los sospechosos principales, que venían de Exeter?

      —Sí, pero eso todavía hace que me sienta peor, señor Hill.

      —Matthew. Llámeme Matthew.

      —Pues Matthew. Mi marido no deja de repetirme lo mismo, que no es culpa mía. Pero siento decirle que eso no me hace sentir mejor. Y no soporto que todavía no la hayan encontrado.

      De repente, oímos un silbido que procede de la habitación contigua. Miro hacia la puerta en la otra punta del despacho, que está entreabierta, y Matthew Hill se levanta de golpe y suaviza la expresión.

      —¿Le apetece un café, señora Longfield? Hago unos capuchinos bastante buenos.

      —Llámame Ella. Y sí, por favor. Por el olor, parece que sabe lo que se hace. —Noto que se me dibuja una sonrisa y relajo los hombros—. No puedo decir que no a un buen café.

      —Es una cafetera exprés. Uso granos importados, una mezcla propia. Es mi punto débil.

      —El mío también. —Inspiro hondo—. Perdona por estar tan a la defensiva, es que me he puesto muy nerviosa al venir.

      —Le pasa a mucha gente. —Su voz se va apagando cuando desaparece hacia lo que deduzco que es un piso contiguo a la oficina. Tarda un poco, pero al final vuelve a aparecer con una bandeja, dos cafés y una jarrita de leche humeante. Asiento para indicarle que lo tomaré con leche.

      —Por dónde íbamos… Ah, sí, cuéntame algo más sobre la madre, sobre cuando la visitaste en Cornualles. Cuéntamelo todo, no omitas nada.

      —De acuerdo. No sé si has seguido el caso muy de cerca, pero tuve un jaleo espantoso con la prensa cuando descubrieron que yo era la testigo del tren. Los periódicos nacionales se volvieron locos. Enviaron a sus mejores redactores a la puerta de casa. Se dedicaron a escribir titulares con el gran dilema moral: «¿Qué habrías hecho tú?», y otros por el estilo.

      —Sí, vi los reportajes. —Matthew se inclina hacia adelante y da un sorbo al café.

      —Fue muy desagradable. Tengo una floristería, y llegó un punto en que tuvimos que cerrarla un mes entero, y también tuvimos que cerrar nuestras cuentas en redes sociales. Era incapaz de mirar a la gente a la cara. Los amigos fueron muy comprensivos, pero algunas personas se comportaban de forma extraña. Incluso los clientes habituales. Lo notaba por cómo me miraban.

      —Lo siento. Se subestiman mucho las secuelas que conllevan casos como este. La gente puede ser muy cruel.

      —Bueno, sí. Tony, mi marido, se puso hecho una furia. Es que es muy protector. Es muy bueno, pero se enfadó mucho cuando se filtró mi nombre.

      —Y ¿cómo se filtró exactamente?

      —Nunca lo hemos tenido del todo claro. Yo había ido a un congreso para floristas en el sur de Londres, sobre la creación y mejora de negocios. La versión oficial de la policía es que la prensa tuvo suerte y consiguió resolver el rompecabezas tras descubrir que yo era una de las dos personas de Devon que habían asistido. Pero Tony sospecha que fue una filtración deliberada para darle un empujón al interés de la prensa en el caso.

      Matthew esboza una mueca.

      —¿Crees que es posible? —pregunto.

      —No me gustaría arriesgarme, pero me parece muy improbable. La policía no te pondría en peligro.

      —¿Qué?


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