Cómo acertar con mi vida. Juan Manuel Roca

Cómo acertar con mi vida - Juan Manuel Roca


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de Dios debe aparecer como la reacción más natural, al mismo tiempo que sobrenatural ante la llamada: la consideración del Amor de Dios. Con la fuerza del Amor, ¡podemos!

      Debo reconocer que, en caso de tener que elegir epígrafe para aconsejar como prioritario, no dudaría en indicar el titulado «Ojos y mirar ingenuos». En él he intentado animar a ver nuestra realidad y la realidad de las cosas con la mirada de Dios, porque la vocación es siempre iniciativa y llamada de Dios. Nosotros podemos ayudarle con nuestras disposiciones si nos esforzamos en llevar una vida sencilla y mirar con su mirada.

      Si nos viéramos con sus ojos, como Él nos ve, habríamos descubierto nuestra vocación. Dios siempre nos ve como algo muy bueno, como hijos predilectos suyos, como personas de las que se ha enamorado antes de formar el mundo: nos ha puesto en la existencia por Amor, y nos llama a realizar nuestra vida plenamente como una enamorada correspondencia al Amor. Esto es, a ser santos. Peter Kreeft, en su libro Cómo tomar decisiones, tiene un hermoso capítulo titulado «La sencillez» cuya lectura recomiendo encarecidamente.

      Como se podrá observar, la mayoría de las citas son de Juan Pablo II y de san Josemaría Escrivá, pero también las hay de autores clásicos y modernos, cuyos libros citados he procurado recoger en la bibliografía final, para hacerlos fácilmente accesibles a los interesados en leer más sobre algunos aspectos que aquí se desarrollan menos.

      Quiero dejar constancia de mi agradecimiento más sincero a cuantos me han ayudado con sus consejos: los profesores Jon Borobia, Juan Ignacio Bañares y Pablo Casas. Al que ha sido mi interlocutor más habitual, Jorge Miras, sin cuyo asesoramiento y profunda intuición poética, este libro no habría visto la luz. Y también al futuro brillante economista que será Borja Granado, por su pericia en el ordenador.

      * * *

      En una ocasión, conversando con un sacerdote mayor y experto en humanidad, le pregunté cuál pensaba que sería la causa por la que a los jóvenes de hoy les cuesta ser generosos para entregarse por Dios y por los demás. Su respuesta fue: porque sólo el Buen Pastor da la vida por sus ovejas.

      Reconozco que esta reflexión, hecha con naturalidad sobrenatural, hizo resonar con especial fuerza unas palabras de san Josemaría Escrivá que, en su momento, dieron tanta luz a mi vida que se me grabaron para siempre. Las propongo ahora como pórtico por el que cada uno pueda hacer pasar su cabeza y su corazón para adentrarse en estas consideraciones con la perspectiva adecuada: «Dar la vida por los demás. Sólo así se vive la vida de Jesucristo y nos hacemos una misma cosa con Él» (Via Crucis, Estación XIV).

      Este libro va dedicado a mi hermana Piluca.

      Introducción

      Cuentan que, en cierta ocasión, una señora se acercó al Santo Cura de Ars para preguntarle cuál sería su vocación. El Santo le respondió sin vacilar: «Señora, tenga por seguro que su vocación es ir al Cielo».

      Esta invitación que Dios nos hace a la vida eterna es el puerto que todo hombre ha sido llamado a alcanzar. Pero, así como cualquier viaje largo exige un itinerario preciso, con hitos y etapas bien determinados, esa llamada de Dios encierra en sí otras muchas llamadas que, durante nuestra existencia terrena, nos van orientando, según un itinerario personal, del mejor modo posible para llegar al destino.

      Son muchos los que, sin mérito de su parte, han recibido de Dios gracias y dones constantes, que les han puesto en situación de entender y querer las cosas del espíritu, de adquirir una buena formación humana y espiritual. El amor de Dios por ellos es evidente: todo en su vida parece una paciente preparación por parte del Señor para facilitarles la generosidad. Sin embargo, al concretarse la llamada de Dios, no ven nada: parece que están ciegos (o deslumbrados por demasiadas luces).

      Y es que no es difícil que suceda lo que a cierto romano que vivía junto a la Basílica de San Pedro y había sido bautizado en ella, pero nunca había vuelto a entrar desde entonces. Algo así nos puede pasar: estamos tan cerca de Dios y nos comportamos como si no lo estuviéramos, o como si fuese algo que se da por descontado, tan cotidiano y rutinario que no suscita mayor interés.

      Debemos despertar, dejarnos despertar para no tratar los tesoros que Dios ha puesto en nuestra existencia como realidades sin valor.

      Hay que pedir la gracia de saber encontrar ese tesoro escondido en los profundos repliegues de nuestros corazones, como aquel hombre de la parábola evangélica, que descubrió en un campo un tesoro tan valioso que fue rápidamente y liquidó todos sus bienes para poder hacerse con él. O aquel otro, tratante de gemas, que un día descubrió una perla tan hermosa que comprendió que valía la pena vender cuanto tenía con tal de conseguirla.

      Es cierto que ya somos amados por Dios, que nos ha elegido para ser sus hijos por pura benevolencia: Él nos ha amado primero, dice san Juan. Tenemos el tesoro a nuestra disposición. Pero es necesario llegar a descubrirlo y poseerlo interiormente: este don sólo muestra todo su valor cuando lo aceptamos conscientemente, cuando nos enamoramos tanto al descubrirlo que dejamos que configure toda nuestra vida.

      Hace muchos años, conversando con un joven estudiante, se me presentó una situación que después me he vuelto a encontrar repetidas veces. Podríamos decir que lo tenía todo en esta vida: inteligente, trabajador, buen cristiano —buen hijo y buen compañero—, gozaba de muy buena salud, era deportista, tenía amigos que procuraba acercar a Dios. Estaba feliz, satisfecho. Además era consciente de que todo eso se lo debía a Dios. Conociéndole bien, le pregunté si se había planteado la posibilidad de entregar su vida a Dios. Me explicó que él estaba muy a gusto así, y que ya hacía muchas cosas por Dios y los demás.

      Intenté animarle haciéndole considerar los muchos dones que había recibido; que Dios tiene derecho a pedirnos el corazón entero; le razoné la parábola de los talentos, y muchas más cosas. Insistía en que él tenía la conciencia tranquila, y en que lo único que quería era ir al Cielo. Se me ocurrió preguntarle entonces si le parecía que amaba a Dios por ser Él quien es... Después de pensarlo un poco, me dijo, medio conmovido, que a él Dios, por sí mismo, le traía un poco sin cuidado, que ya cumplía los mandamientos.

      La historia terminó bien. Yo me quedé pensando: ¿Qué le había pasado? ¿Se amaba mucho a sí mismo? ¿Muy poco a Dios? ¿Quizá no había descubierto lo que significaba que él era el amado y escogido de Dios?

      Así como los pedagogos hacen notar que para enseñar física a Carlitos hay que conocer la física y a Carlitos, de la misma manera, para tener un encuentro con Cristo, que en eso consiste la vocación, conviene tener en cuenta al mismo tiempo el contenido objetivo de la llamada del Evangelio, la grandeza misma de la vocación divina, y la situación existencial de aquellos a quienes se dirige. Si sólo se tiene en cuenta a los destinatarios, se corre el riesgo de mutilar la riqueza y trascendencia de la llamada a la santidad y halagar las tendencias espontáneas, sinceras, pero a menudo alicortas, de la subjetividad.

      Se debe tener muy en cuenta, ciertamente, la situación subjetiva de los destinatarios, pero sin hacer de su situación existencial la medida, ni menos aún la fuente, del contenido de la llamada. Quedarse en la subjetividad no deja de ser una vía inevitablemente estrecha.

      Es cierto que Cristo es capaz de colmar el corazón del hombre («Venid a mí todos los que estáis cargados y agobiados y yo os aliviaré» [Mt 11, 28]) y que sólo Él nos atrae desde lo más íntimo de nosotros mismos (¿»A quién iremos, Señor? Tú tienes palabras de vida eterna» [Jn 6, 68]). Pero el Señor es infinitamente más que el instrumento de nuestra plenitud: es el Hijo del Padre, digno de ser amado por sí mismo y no, en primer lugar, porque él colma nuestros deseos. La llamada que cada uno recibe por el simple hecho de ser criatura es más que un mero colmar los deseos del hombre; es ante todo, la libre manifestación de la gloria de Dios.

      El que yo ame a una persona podría deberse a que me atrae y me hace feliz. Esto es legítimo. Pero una persona humana es mucho más que un medio para mi completo desarrollo, por eso si amo a alguien, debería ser por sí mismo, por su propia personalidad. Esto mismo debemos aplicarlo a Jesucristo, pero en grado sumo.

      La «nueva sensibilidad» posmoderna, que es ambiental y por eso contagiosa, lleva


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