El sueño de Shitala. Agustin Paniker

El sueño de Shitala - Agustin  Paniker


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que fue Martín Lutero uno de los primeros en definir al ser humano como homo spiritualis. Estoy de acuerdo. Casi que más que homo religiosus (la expresión es de Mircea Eliade), somos espirituales; seres ávidos de apertura hacia lo infinito… o hacia lo infinitamente íntimo. Lo decía el propio Eliade: lo sagrado forma parte de la consciencia humana. Pero discrepo de quienes solo asocian lo sagrado a Dios, o de quienes lo cosifican y lo transforman en Dios. Lo sagrado es un enigma. Por ello hoy en día muchos suscribimos una espiritualidad que únicamente queda llamar secular.

      Puede tomar la forma de la experiencia estética, normalmente a través de artes como la música, la danza, la pintura… o la poesía. O puede cultivarse con la ciencia (que no el cientifismo o el tecnologismo, que no dejan de ser otro tipo de -ismos sospechosos). La ciencia o el saber filosófico, en efecto, pueden constituirse en vías para abordar los grandes misterios. Asimismo, la acción social se torna camino de espiritualidad secular, ya sea a través de un proyecto político, medioambiental o altruista. Y qué decir de la mística, que es tan proclive a contextos religiosos como seculares. Lo que me lleva a admitir que también puede darse ¡una espiritualidad religiosa! En fin, no es necesario hacer ningún inventario de caminos y dimensiones de dicha espiritualidad. Únicamente deseo mencionar que puede adoptar multitud de formas. El goce topofílico podría ser otra de sus facetas.

      Lo que no suele faltar en muchas de estas formas de espiritualidad secular –igual que en muchas religiones primales– es la experiencia de sentirse parte de un todo; partícula divina, si se quiere. Esa sensación, emoción y cognición solo es plenamente accesible cuando hemos trascendido nuestro pequeño “yo”, cuando nos hemos vaciado de nuestras tendencias, nuestros instintos, nuestro lenguaje. En eso, las tradiciones con hondura espiritual o vocación mística tienen mucho que decir. Cuando vamos más allá de nosotros mismos –sea en la creación, la contemplación o la acción–, puede reconocerse una dimensión trascendente de lo cotidiano.

      Ahora bien, desde mi óptica, no está tan claro que pueda alzarse un muro entre religión y espiritualidad. Aunque para muchos “religión” es sinónimo de religión social institucionalizada (con toda la parafernalia que comporta la asociación) y “espiritualidad” está libre de esas connotaciones y se constituye como una actitud o un núcleo subjetivo experiencial (y, con frecuencia, allende la religión), prefiero no contraponer los términos en exceso. Creo que el homo spiritualis y el homo religiosus no son tan distintos, aunque en muchas ocasiones las religiones hayan tratado de “domesticar” lo espiritual o sagrado. Porque sin ir más lejos, la mayoría de religiones llamadas primales son cien por cien espirituales y seculares. Son seculares en el sentido de que lo temporal (el saeculum, este mundo contingente en el que habitamos) pertenece a la esfera última de la realidad. El mundo no es ilusorio; la materia no es inferior a un supuesto espíritu; ni lo temporal (la historia) es meramente provisional. El mundo es sagrado. Lo comparto. Han sido las grandes religiones las que han tendido a devaluar lo secular; simbolizado en la Naturaleza, la mujer y el cuerpo.

      Algo que muchas de estas formas de religiosidad o espiritualidad tienen en común es, como decíamos, la ausencia de un Dios trascendente. En verdad, bastantes religiones del mundo son abiertamente ateístas. Digámoslo bien claro: el concepto “Dios” no es universal. Puede que en muchas tradiciones aparezcan espíritus, seres angélicos u otros entes sobrenaturales, pero ni ocupan un lugar destacado ni, desde luego, tienen que ver con lo que en otras partes ha sido llamado “Dios”. Para alcanzar la felicidad o la sabiduría, para escapar del sufrimiento y la ignorancia, Dios no es realmente necesario. Me atrevería a decir que también muchos cristianos son quasi ateístas. Para estos, la figura relevante es Jesucristo y no un remoto Dios. Es cierto que, al ser aupado al pedestal de “Hijo de Dios”, Jesús acabó por tomar los atributos del Padre [véase §67]; pero para bastantes cristianos de a pie eso son vagas elucubraciones teológicas. Como decía Martin Heidegger, el Dios de los filósofos es un ídolo creado por el logos. Es este Dios de la metafísica el que ha muerto. La gente sospecha de esas frías abstracciones. Lo que persiguen es participar en el Amor de Cristo. Y para ello, ni Dios ni la Iglesia son necesarios; y hasta puede que sean un estorbo.

      La experiencia de lo sagrado puede tomar muchas formas y darse en infinidad de contextos. El que la consideremos religiosa, trascendental, secular, espiritual, estética, panteísta o lo que sea, dependerá de nuestra cultura, de la ideología, de si –por caso– tengamos aversión o empatía por las religiones institucionalizadas, o si esta se da en un contexto íntimo o ritual, etcétera. Pero está claro que remite a un tipo de sensibilidad. Hay quien la posee –como el oído musical– y quien no la cultiva y la tiene solo de forma latente. No todo el mundo tiene propensión a la mística o al goce estético. A pesar de lo que se insinúa a lo largo del libro, no pienso que seamos –malgré nous– seres inevitable y genéticamente religiosos. Muchas personas viven hoy sin religión y son tan felices o infelices como sus vecinos creyentes. Pero sí percibo que poseemos una sensibilidad espiritual o anhelo por la trascendencia. El misticismo no es ninguna anomalía. Puede manifestarse bajo la forma de un cultivo filosófico, un goce artístico, una práctica ritual o una forma de estar en el mundo y la Naturaleza. Pienso que esa sensibilidad o cognición nos constituye en mayor o menor grado, como personas y como especie; y nos aproxima a la idea de un homo –y fémina, huelga decir– más o menos spiritualis.

      En mi caso no es la devoción a un Ser Supremo, ni la acción social; ni la filosofía o la investigación científica. Confieso que no tengo demasiada vocación mística. Vínculos amorosos aparte, y topofilias también, mi vehículo “natural” de espiritualidad ha sido y es principalmente la música. Lo mismo cuando la interpreto como cuando la escucho: ya sea el jazz, el canto dhrupad, Johann Sebastian Bach, el reggae, una rachenitsa balcánica, Claudio Monteverdi, Franz Schubert, un solo de ut, el blues o el flamenco. Para mí, los grandes artistas tocan o reflejan la Realidad de forma tanto o más profunda que los filósofos o los místicos. Y, desde luego, lo comunican mejor. Lo del símil con el oído musical no era gratuito. A veces, cuando me siento al piano e improviso, siento y percibo un plus que me trasciende. Siempre me he sentido cómplice de los músicos. Porque mi experiencia de lo sagrado ha estado muchas veces ligada al goce musical. (Una herencia, sin duda, paterna.) La música es de las pocas actividades que uno hace por el puro disfrute de crear o escuchar. No necesitamos explicarla, atribuirle significado: uno simplemente escucha y disfruta. Por eso con la música es tan fácil salirse de uno y devenir “médium” o “canal”. Recuerden a Miles Davis, Bob Marley, Camarón de la Isla o Jimi Hendrix. Acabaré con un ejemplo pertinente que además nos abre a otros horizontes.

      Hace unos años estuve en Chicago, que es un fascinante ingenio urbano. Una noche me deslicé en uno de esos clubs que abundan en Clark Street, a dos pasos de mi hotel. Un club emblemático de la capital mundial del blues, un local que había visto circular a leyendas como Memphis Slim, Willie Dixon, Champion Jack Dupree o John Lee Hooker. Fotografías suyas, cuidadosamente descoloridas, adornaban las paredes del bareto.

      La banda era reducida: una batería, un bajo eléctrico y dos guitarras. Durante media hora se les unió una gruesa dama de ronca voz. El público (parcialmente sobrio) abarrotaba el antro, la cerveza se bebía sin vaso, el humo de los cigarrillos todavía no había sido prohibido. La música era trepidante. Se pasaba del boogie al gospel sin fisuras. Cuando la señora del blues no clamaba al dolor, atacaba Johnny B. Moore, el de cráneo pequeño y dedos infinitos. Virtuoso de la guitarra, heredero de los mayestáticos King del blues. En fin, la atmósfera contenía todos los ingredientes para una velada arquetípica. Nos precipitábamos a una época, quizá de la década de los 1940s o los 1950s, cuando esa música era la máxima expresión de la negritud, de las alegrías y sufrimientos del pueblo hoy llamado afro-americano.

      Pero algo desconcertante sucedía. Algo que rompía los esquemas de los presentes. El guitarrista rítmico, la sombra de Johnny B. Moore, se me antojaba extraño al cuadro. ¿Por qué? Porque era japonés. Sí, un fino japonés, de arpegio elegante


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