La resurrección. Javier Alonso Lopez
aunque sin saber con certeza cómo la veían.
• La cuarta secta, mencionada por Flavio Josefo en el segundo texto, es la de los zelotas, una facción procedente, desde un punto de vista religioso, del judaísmo farisaico, pero que mostraba unas actitudes mucho más extremas que los fariseos respecto a la política y a la lucha de liberación frente al yugo romano. Los zelotas habían hecho de la liberación nacional un principio religioso, y consideraban inaceptable la sumisión al poder de Roma, pues creían que esta actitud representaba una traición a Dios similar a la idolatría. Igual que los fariseos, creían que el futuro estaba, al menos en parte, en sus manos, y que podían forzar el devenir de los acontecimientos por medio de cualquier tipo de acción. Suponían que, si ellos daban el primer paso, Dios ayudaría a aquellos que intentasen cumplir su voluntad. Las consecuencias de esta ideología fueron las continuas incitaciones a la rebelión y a la lucha armada contra los romanos, dando por buena la pérdida de la propia vida si con ello cumplían su sagrado deber de liberar la tierra de Israel del dominio gentil y devolverla a su único y legítimo propietario, Dios. Eran los herederos naturales del espíritu de la revuelta macabea y, hoy en día, podría comparárseles con los actuales yihadistas musulmanes, que esperan un premio en la otra vida por sus acciones violentas contra los enemigos de su Dios en este mundo.
Ahora bien: sobre este esquema hay que hacer varias puntualizaciones. La primera es que Josefo ofrece una especie de «foto fija» de la sociedad judía de la época que parece consistir en cuatro compartimentos estancos que no se influyen mutuamente. Hay que recordar que Josefo escribía para un público romano, y lo que quería era ofrecer una imagen que les resultase comprensible, simplificando, si era necesario, la realidad, y ofreciendo modelos que resultasen familiares a sus lectores. Por eso, sus explicaciones desprenden cierto aroma de ideas propias de la cultura grecolatina que quizás no se ajustasen por completo a la realidad escrita. El caso más claro es la creencia farisea en la transmigración de las almas que se asemeja enormemente a la metempsicosis defendida por algunas escuelas filosóficas griegas, como los órficos y los pitagóricos.
La segunda observación es que estos cuatro grupos (en realidad tres, porque los zelotas no eran más que el brazo armado del fariseísmo) no constituían más que una pequeña porción de la población judía palestina, y aún más ínfima en la judería de la diáspora diseminada por multitud de ciudades del Mediterráneo oriental y el Próximo Oriente. Los esenios eran unos 4.000, según el propio Flavio Josefo, los saduceos eran únicamente aquellos vinculados al servicio del Templo, por lo que no serían más de unos pocos miles, y los fariseos otro puñado de miles. La inmensa mayoría de la población, estimada entre medio millón y un millón para el siglo primero, constituía lo que en hebreo se denominaba am ha-arets, la «gente de la tierra», personas que bastante tenían con sobrevivir un día tras otro como para preocuparse por ciertas minucias teológicas.
Por lo general, se considera que esta «gente de la tierra» seguía básicamente las doctrinas fariseas, más que nada por eliminación, puesto que los esenios eran una auténtica secta, con la restricción de acceso que eso implicaba, y los saduceos eran un grupo endogámico que carecía de sentido fuera del contexto del Templo de Yahvé en Jerusalén. Lamentablemente, las obras literarias no nos informan sobre las creencias generales de la población judía, así que quizás haya que buscarlas en otras fuentes: los restos materiales procedentes de enterramientos, tanto tumbas como recipientes para los muertos, y las inscripciones funerarias. Lo cierto es que las inscripciones de las tumbas y su iconografía tampoco parecen mostrar una fe en la resurrección corporal muy extendida entre la población judía.
A modo de resumen
Podría decirse que, en tiempos de Jesús de Nazaret, la población judía no era monolítica en sus creencias respecto al más allá. Desde muchos siglos atrás, se había forjado la creencia de que las almas de los muertos acababan en el šeol, un lugar tenebroso sin escapatoria, «tierra de tinieblas y sombra, tierra de negrura como oscuridad, sombra y desórdenes, y donde la claridad misma es cual la oscuridad». Para aquel judaísmo primitivo, no existía una creencia en la resurrección.
Durante el cautiverio en Babilonia y después del mismo surgió la idea, metafórica, de la resurrección nacional, de los huesos de Israel cubriéndose de nuevo de nervios y carne y regresando a la vida por gracia de Yahvé, tal como lo expresó el profeta Ezequiel, y esta idea se extendió a la aspiración individual de que existiera otra vida en el más allá. La aparición del fenómeno del martirio dio un vuelco al esquema, ya cuestionado con anterioridad, según el cual el justo tenía una larga vida y el pecador moría a consecuencia de sus malos actos. Surgió entonces de manera nítida la creencia en una segunda vida al final de los tiempos, cuando, tras la resurrección para comparecer ante el tribunal de Dios en el juicio final, los justos se verían premiados con una vida eterna y los pecadores regresarían a la lóbrega hondura del šeol.
En tiempos de Jesús, la sociedad judía estaba dividida en diferentes corrientes de pensamiento, algunas de las cuales, como los saduceos, ni siquiera admitían esta creencia en la resurrección y seguían aferrados a la creencia más primitiva de que toda vida acababa en el šeol. El resto de grupos sí compartían, al parecer, esa fe en una vida de ultratumba, aunque de ningún modo parezca la opinión mayoritaria la de una resurrección de la carne. Más bien al contrario, hay muchos más testimonios sobre la creencia en la inmortalidad del alma y la corruptibilidad del cuerpo. Es decir, no todos los judíos creían en la resurrección, y aún menos en la resurrección de cuerpo y alma de manera conjunta.
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