El amigo Manso. Benito Perez Galdos
darme carrera como pobre. Vivíamos, pues, en decorosa indigencia; pero aquellas escaseces dieron á mi espíritu un temple y un vigor que valen por todos los tesoros del mundo. Yo gané mi cátedra y mi madre cumplió su misión.
Como si su vida fuera condicional y no tuviese otro objeto que el de ponerme en la cátedra, conseguido éste, falleció la que había sido mi guía y mi luz en el trabajoso camino que acababa de recorrer. Mi madre murió tranquila y satisfecha. Yo podía andar solo; pero ¡cuán torpe me encontré en los primeros tiempos de mi soledad! Acostumbrado á consultar con mi madre hasta las cosas más insignificantes, no acertaba á dar un paso, y andaba como á tientas con recelosa timidez. El gran aprendizaje que con ella había tenido no me bastaba, y sólo pude vencer mi torpeza recordando en las más leves ocasiones sus palabras, sus pensamientos y su conducta, que eran la misma prudencia.
Ocurrida esta gran desgracia, viví algún tiempo en casas de huéspedes; pero me fué tan mal, que tomé una casita, en la cual viví seis años, hasta que, por causa de derribo, tuve que mudarme á la que ocupo aún. Una excelente mujer, asturiana, amiga de mi madre, de inmejorables condiciones y aptitudes, se me prestó á ser mi ama de llaves. Poco á poco su diligencia puso mi casa en un pié de comodidad, arreglo y limpieza que me hicieron sumamente agradable la vida de soltero, y esta es la hora en que no tengo un motivo de queja, ni cambiaría mi Petra por todas las damas que han gobernado curas y servido canónigos en el mundo.
Tres años hace que vivo en la calle del Espíritu Santo, donde no falta ningún desagradable ruido; pero me he acostumbrado á trabajar entre el bullicio del mercado, y aun parece que los gritos de las verduleras me estimulan á la meditación. Oigo la calle como si oyera el ritmo del mar, y creo (tal poder tiene la costumbre) que si me faltara el ¡dos cuartitos escarola! no podría preparar mis lecciones tan bien como las preparo hoy.
III
Voy á hablar de mi vecina.
Y no hablo de las demás vecindades porque no tienen relación con mi asunto. La que me ocupa es de gran importancia, y ruego á mis lectores que por nada del mundo pasen por alto este capítulo, aunque les vaya en ello una fortuna, si bien no conviene que se entusiasmen por lo de vecina, creyendo que aquí da principio un noviazgo ó que me voy á meter en enredos sentimentales. No. Los idilios de balcón á balcón no entran en mi programa, ni lo que cuento es más que un caso vulgarísimo de la vida, origen de otros que quizás no lo sean tanto.
En el piso bajo de mi casa había una carnicería, establecimiento de los más antiguos de Madrid, y que llevaba el nombre de la dinastía de los Rico. Poseía esta acreditada tienda una tal doña Javiera, muy conocida en este barrio y en el limítrofe. Era hija de un Rico, y su difunto esposo era Peña, otra dinastía choricera, que ha celebrado varias alianzas con la de los Rico. Conocí á doña Javiera en una noche de verano del 78, en que tuvimos en casa alarma de fuego, y anduvimos los vecinos todos escalera arriba y abajo, de piso en piso. Parecióme doña Javiera una excelente señora, y yo debí parecerle persona formal, digna por todos conceptos de su estimación, porque un día se metió en mi casa (tercero derecha) sin anunciarse, y de buenas á primeras me colmó de elogios, llamándome el hombre modelo y el espejo de la juventud.
—No conozco otro ejemplo, Sr. de Manso—me dijo.—¡Un hombre sin trapicheos, sin ningún vicio, metidito toda la mañana en su casa; un hombre que no sale más que dos veces, tempranito á clase, por las tardes á paseo, y que gasta poco, se cuida la salud y no hace tonterías!... Esto es de lo que ya se acabó, Sr. de Manso. Si á usted le debían poner en los altares... ¡Virgen! Es la verdad, ¿para qué decir otra cosa? Yo hablo todos los días de usted con cuantos me quieren oir y le pongo por modelo... Pero no nacen de estos hombres todos los días.
Desde aquél la visité, y cuando entraba en su casa (principal izquierda), me recibía poco menos que con palio.
—Yo no debiera abrir la boca delante de usted—me decía,—porque soy una ignorante, una paleta, y usted todo lo sabe. Pero no puedo estar callada. Usted me disimulará los disparates que suelte y hará como que no los oye. No crea usted que yo desconozco mi ignorancia, no, señor de Manso. No tengo pretensiones de sabia ni de instruida, porque sería ridículo. ¿está usted? Digo lo que siento, lo que me sale del corazón, que es mi boca... Soy así, francota, natural, más clara que el agua; como que soy de tierra de Ciudad-Rodrigo... Más vale ser así que hablar con remilgos y plegar la boca, buscando vocablotes que una no sabe lo que significan.
La honrada amistad entre aquella buena señora y yo crecía rápidamente. Cuando yo bajaba á su casa, me enseñaba sus lujosos vestidos de charra, el manteo, el jubón de terciopelo con manga de codo, el dengue ó rebociño, el pañuelo bordado de lentejuelas, el picote morado, la mantilla de rocador, las horquillas de plata, los pendientes y collares de filigrana, todo primoroso y castizo. Para que me acabara de pasmar, mostrábame luego sus pañuelos de Manila, que eran una riqueza. Un día que bajé, ví que había puesto en marco y colgado en la pared de la sala un retrato mío que publicó no sé qué periódico ilustrado. Esto me hizo reir; y ella, congratulándose de lo que había hecho, me hizo reir más.
—He quitado á San Antonio para ponerle á usted. Fuera santos y vengan catedráticos... Vamos, que el otro día, leyendo lo que de usted decía el periódico, me daba un gozo...
No me faltaba en las fiestas principales ni en mis días el regalito de chacina, jamón ú otros artículos apetitosos de lo mucho y bueno que en la tienda había, todo tan abundante, que no pudiendo consumirlo por mí solo, distribuía una buena parte entre mis compañeros de cláustro, alguno de los cuales, ardiente devoto de la carne de cerdo, me daba bromas con mi vecina.
Pero las finezas de doña Javiera no escondían pensamiento amoroso, ni eran totalmente desinteresadas. Así me lo manifestó un día en que, de vuelta de la parroquia de San Ildefonso, subió á mi casa, y sentándose con su habitual llaneza en un sillón de mi sala-despacho, se puso á contemplar mi estantería de libros, rematada por unos cuantos bustos de yeso. Estaba yo aquella mañana poniendo notas y prólogo á una traducción del Sistema de Bellas Artes de Hegel, hecha por un amigo. Las ideas sobre lo bello llenaban mi mente y se revolvían en ella, produciéndome ya tal confusión, que la vista de aquella señora fué para mi pensamiento un placentero descanso. La miré y sentí que se me despejaba la cabeza, que volvía á reinar el orden en ella, como cuando entra el maestro en la sala de una escuela donde los chiquillos están de huelga y broma. Mi vecina era la autoridad estética, y mis ideas, dirélo de una vez, la pillería aprisionada que, en ausencia de la realidad, se entrega á desordenados juegos y cabriolas. Siempre me había parecido doña Javiera persona de buen ver; pero aquel día se me antojó hermosísima. La mantilla negra, el gran pañolón de Manila, amarillo y rameado (pues venía de ser madrina de bautizo de un chico del carbonero), las joyas anticuadas, pero verdaderamente ricas, de pura ley, vistosas, con muchas esmeraldas y fuertes golpes de filigrana, daban grandísimo realce á su blanca tez y á su negro y bien peinado cabello. ¡Bendito sea Hegel! Todavía estaba doña Javiera en muy buena edad, y aunque la vida sedentaria le había hecho engrosar más de lo que ordena el Maestro en el capítulo de las proporciones, su gallarda estatura, su buena conformación, y reparto de carnosidades, huecos y bultos casi casi hacían de aquel defecto una hermosura. Al mirarla destacándose sobre aquel fondo de librería, hallaba yo tan gracioso el contraste, que al punto se me ocurrió añadir á mis comentarios uno sobre la Ironía en las Bellas Artes.
—Estoy aquí mirando los padrotes—dijo, volviendo sus ojos á lo alto de la pared.
Los padrotes eran cuatro bustos comprados por mi madre en una tienda de yesos. Los había elegido sin ningún criterio, atendiendo sólo al tamaño, y eran Demósthenes, Quevedo, Marco Aurelio y Julián Romea.
—Esos son los maestros de todo lo que se sabe—indicó la señora, llena de profundo respeto.—¡Y cuánto libro! ¡Si habrá letras aquí...! ¡Virgen! ¡Y todo esto lo tiene usted en la cabeza! Así nos sabe tanto. Pero vamos á nuestro asunto.