Maestría. Robert Greene

Maestría - Robert Greene


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       A Anna

      INTRODUCCIÓN

       EL PODER SUPREMO

      Cada cual tiene su suerte en las manos, como un escultor la materia que convertirá en figura. Pero con ese tipo de actividad artística es igual que con los demás: nacimos apenas con la capacidad de realizarla. La habilidad para hacer de ese material lo que queramos debe aprenderse y cultivarse atentamente.

      —JOHANN WOLFGANG VON GOETHE

      Existe una forma de poder e inteligencia que representa el punto más alto del potencial humano. Es la fuente de los mayores logros y descubrimientos de la historia. Es una inteligencia que no se enseña en las escuelas ni los profesores analizan, pero de la que, en algún momento, casi todos hemos tenido destellos en nuestra experiencia. Esa forma de inteligencia suele llegar a nosotros en un periodo de tensión: un plazo por vencerse, la necesidad apremiante de resolver un problema, una crisis de uno u otro tipo. O bien, puede ser resultado del trabajo incesante en un proyecto. En un caso u otro, presionados por las circunstancias, nos sentimos inusualmente vigorosos y concentrados. Nuestra mente se sumerge por completo en la tarea a la vista. Esta concentración intensa despierta todo tipo de ideas, las cuales se nos presentan mientras dormimos, de la nada, como surgidas del inconsciente. En momentos así, los demás parecen menos reacios a nuestra influencia; tal vez les prestamos más atención, o parecemos tener un poder especial que les inspira respeto. Quizá normalmente experimentamos la vida de modo pasivo, reaccionando sin cesar a este o aquel incidente, pero en esos días o semanas sentimos que podemos determinar los acontecimientos y hacer que sucedan cosas.

      Este poder podría expresarse de la siguiente manera: la mayor parte del tiempo estamos inmersos en un mundo interior, de sueños, deseos y obsesiones. Pero en aquel periodo de creatividad excepcional, la necesidad nos empuja a hacer algo con efectos prácticos. Nos obligamos a salir de nuestra cámara interna de pensamientos habituales y a enlazarnos con el mundo, los demás, la realidad. En vez de ir de acá para allá en un estado de distracción perpetua, nuestra mente se concentra y penetra la médula de algo real. En esos momentos es como si nuestra mente –volcada al exterior– se anegara en la luz del mundo que nos rodea, y como si, expuestos de súbito a nuevos detalles e ideas, fuéramos más inspirados y creativos.

      Una vez vencido el plazo o superada la crisis, esa sensación de poder y creatividad acrecentada suele desaparecer. Volvemos entonces a nuestro estado de distracción y la impresión de control se esfuma. ¡Si pudiéramos producir esa sensación, o mantenerla viva más tiempo...! Pero parece misteriosa y elusiva.

      El problema es que esa forma de poder e inteligencia es ignorada como objeto de estudio, o está rodeada de toda clase de mitos y falsedades, lo cual no hace sino contribuir a su misterio. Imaginamos que la creatividad y la destreza salen de la nada, y son fruto del talento natural, o del buen humor, o de la correcta alineación de las estrellas. Nos sería muy útil esclarecer este misterio: poner nombre a esa sensación de poder, examinar sus raíces, definir el tipo de inteligencia que conduce a ella y entender cómo puede producirse y conservarse.

      Llamemos a esa sensación maestría: la impresión de que tenemos un mayor dominio de la realidad, los demás y nosotros mismos. Aunque esto podría ser algo que experimentemos un breve momento, para otros individuos –maestros en su campo– es un modo de vida, su manera de ver el mundo. Entre ellos se cuentan Leonardo da Vinci, Napoleón Bonaparte, Charles Darwin, Thomas Edison, Martha Graham y muchos más. Y en la raíz de este poder está un procedimiento sencillo que desemboca en la maestría, el cual se halla a disposición de todos nosotros.

      Ese procedimiento puede ilustrarse de este modo: supongamos que vamos a aprender a tocar el piano, o que tenemos un nuevo trabajo en el que debemos adquirir ciertas habilidades. Al principio somos extraños. Nuestras impresiones iniciales del piano o sitio de trabajo se basan en prejuicios, y suelen contener un elemento de miedo. Cuando emprendemos nuestro estudio del piano, el teclado parece más bien intimidatorio; no entendemos la relación entre las teclas, los acordes, los pedales y todo lo demás que interviene en la creación de música. En la situación de un trabajo nuevo, desconocemos las relaciones de poder entre la gente, la psicología de nuestro jefe, las reglas y métodos considerados decisivos para el éxito. Nos confundimos; los conocimientos que necesitamos están en ambos casos fuera de nuestro alcance.

      Aunque quizá enfrentemos estas situaciones novedosas con la emoción de lo que aprenderemos o haremos con nuestras nuevas habilidades, pronto nos percatamos de la ardua labor que nos espera. El gran peligro es que cedamos al aburrimiento, la impaciencia, el miedo y la confusión. Dejamos de observar y aprender. El proceso se interrumpe.

      Si, por el contrario, controlamos esas emociones y dejamos que el tiempo siga su curso, algo extraordinario empieza a cobrar forma. A medida que observamos y seguimos el ejemplo de los demás todo se aclara, porque aprendemos las reglas y vemos cómo las cosas operan y embonan entre sí. Si continuamos practicando, adquirimos fluidez; el dominio de las habilidades básicas nos permite aceptar retos nuevos y más emocionantes. Comenzamos a advertir entonces relaciones antes invisibles para nosotros. Poco a poco obtenemos seguridad en nuestra aptitud para resolver problemas o subsanar debilidades mediante la persistencia.

      En cierto momento pasamos de estudiantes a profesionales. Ponemos a prueba nuestras ideas, obteniendo con ello una realimentación valiosa. Usamos nuestro mayor conocimiento en formas cada vez más creativas. En vez de limitarnos a aprender cómo los demás hacen las cosas, ponemos en juego nuestro estilo e individualidad.

      Con el paso del tiempo, y en tanto seamos fieles al procedimiento, otro salto tiene lugar: a la maestría. El teclado ya no nos es ajeno; lo interiorizamos hasta volverlo parte de nuestro sistema nervioso, de las yemas de nuestros dedos. En nuestro trabajo, somos sensibles ya a la dinámica del grupo, al estado de las actividades en marcha. Podemos aplicar esta sensibilidad a situaciones sociales, analizando mejor a la gente y previendo sus reacciones. Podemos tomar decisiones rápidas y muy creativas. Nos llegan ideas. Hemos aprendido tan bien las reglas que podemos ser ya quienes las rompen o rescriben.

      En el procedimiento que conduce a esta forma suprema de poder podemos identificar tres fases o niveles. El primero es el aprendizaje del oficio; el segundo, la fase creativa-activa; el tercero, la maestría. En la primera fase, estamos fuera de nuestro campo, aprendiendo cuanto podemos de los elementos y reglas básicos. Sólo tenemos una imagen parcial del campo, así que nuestras facultades son limitadas. En la segunda fase, gracias a la práctica e inmersión intensas nos asomamos al interior de la maquinaria para ver las relaciones de las cosas entre sí, lo que nos permite entender mejor el asunto en cuestión. Con esto llega un nuevo poder: la capacidad de hacer experimentos con los elementos implicados y jugar creativamente con ellos. En la tercera fase, nuestro grado de conocimiento, experiencia y concentración es tan profundo que vemos ya el cuadro completo con toda claridad. Tenemos acceso al corazón de la vida: la naturaleza humana y los fenómenos naturales. Por eso las obras de arte de los maestros nos tocan en lo más hondo: el artista ha captado un fragmento de la esencia de la realidad. Por eso los científicos geniales pueden descubrir una nueva ley de la física, y los inventores o emprendedores dar con algo que nadie ha imaginado nunca.

      Podríamos llamar intuición a este poder, pero la intuición es apenas una aprehensión repentina e inmediata de lo real, sin necesidad de palabras ni fórmulas. Palabras y fórmulas pueden llegar después, pero ese rayo de la intuición es lo que nos acerca en definitiva a la realidad, cuando nuestra mente es repentinamente iluminada por una partícula de la verdad antes oculta para nosotros y los demás.

      Un animal tiene capacidad para aprender, pero depende en gran medida de sus instintos para relacionarse con sus circunstancias y evitar el peligro. Gracias a sus instintos, puede actuar con rapidez y eficacia. En cambio, los seres humanos confiamos en el pensamiento y la razón para conocer nuestro entorno. Pero esta razón puede ser lenta, y en su lentitud volverse inútil. Así, muchos de nuestros procesos mentales internos


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