MaestrÃa. Robert Greene
y lo inconsciente, lo humano y lo animal. Ésta es nuestra forma de hacer asociaciones súbitas y eficaces con el entorno, para sentir o pensar las cosas por dentro. De niños tuvimos algo de esa espontaneidad y facultad intuitiva, la cual suele ser expulsada por la información que recarga nuestra mente al paso del tiempo. Los maestros regresan a ese estado infantil, y sus obras exhiben cierto grado de espontaneidad y acceso a lo inconsciente, aunque en un nivel muy superior al del niño.
Si seguimos el procedimiento que conduce a este punto final, activamos la facultad intuitiva latente en todo cerebro humano, que quizá hemos experimentado de paso al trabajar con ahínco en un problema o proyecto. De hecho, en la vida solemos tener atisbos de este poder cuando, por ejemplo, tenemos un presentimiento sobre una situación particular, o cuando nos llega de la nada la solución perfecta a un problema. Pero estos momentos son efímeros y no se basan en experiencia suficiente para ser repetibles. Cuando alcanzamos la maestría, la intuición es un poder a nuestro mando, el fruto de haber seguido el proceso completo. Y como el mundo premia la creatividad y la aptitud para descubrir nuevos aspectos de la realidad, también nos brinda un poder práctico enorme.
Concibe la maestría de esta manera: a lo largo de la historia, hombres y mujeres se han visto atrapados por las limitaciones de su conciencia, por su falta de contacto con la realidad y la facultad para influir en el mundo que los rodea. Han buscado todo tipo de atajos a esa mayor conciencia y sensación de control, en forma de rituales mágicos, trances, conjuros y drogas. Han consagrado su vida a la alquimia, en busca de la piedra filosofal, la escurridiza sustancia que convertiría todo en oro.
Esta ansia por el atajo mágico ha sobrevivido hasta nuestros días bajo la forma de simples fórmulas de éxito, antiguos secretos finalmente revelados según los cuales un mero cambio de actitud atraerá la energía indicada. Hay algo de verdad y sentido práctico en esos afanes; por ejemplo, en el énfasis en la magia antes que en la concentración profunda. Pero, al final, todas esas búsquedas giran en torno a algo que no existe: el camino fácil al poder práctico, la solución simple y rápida, El Dorado de la mente.
Al mismo tiempo que se pierden en esas fantasías interminables, muchas personas ignoran el verdadero poder que poseen. Y a diferencia de las fórmulas mágicas o simplistas, los efectos materiales de este poder pueden verse en la historia: en los grandes inventos y descubrimientos, construcciones y obras de arte majestuosas, la destreza tecnológica que poseemos, todas las producciones de la mente magistral. Este poder brinda a quien lo posee la conexión con la realidad y la aptitud para cambiar el mundo con que los místicos y magos del pasado sólo pudieron soñar.
Al paso de los siglos, la gente ha levantado una barrera en torno a la maestría. La ha llamado “genio” y la ha creído inaccesible. La ha visto como resultado de privilegios, talento innato o la alineación correcta de las estrellas. La ha hecho parecer tan elusiva como la magia. Pero esa barrera es imaginaria. El verdadero secreto es éste: nuestro cerebro es producto de seis millones de años de desarrollo y, más que nada, esta evolución buscó llevarnos a la maestría, el poder latente en todos nosotros.
EVOLUCIÓN DE LA MAESTRÍA
Durante tres millones de años fuimos cazadores-recolectores; y gracias a las presiones evolutivas de ese modo de vida, con el tiempo surgió un cerebro sumamente adaptable y creativo. Hoy nos valemos de ese cerebro de los cazadores-recolectores presente en nuestra cabeza.
—RICHARD LEAKEY
En la actualidad nos cuesta trabajo imaginarlo, pero nuestros más antiguos antepasados humanos, quienes hace seis millones de años se aventuraban en las praderas del África oriental, eran criaturas muy débiles y vulnerables. Medían menos de metro y medio de estatura. Caminaban erguidos y corrían usando las piernas, aunque para nada tan rápido como los veloces cuadrúpedos predadores que los perseguían. Eran escuálidos; sus brazos no podían brindarles mucha defensa. No tenían garras, colmillos ni veneno a los que recurrir bajo ataque. Para recolectar frutas, nueces e insectos, o hurgar en pos de carne de animales muertos tenían que salir a la sabana a descubierto, donde eran presa fácil de leopardos o manadas de hienas. Así, débiles y reducidos en número, habrían podido extinguirse fácilmente.
Pero en el espacio de unos cuantos millones de años (periodo muy corto en la escala temporal de la evolución), esos antepasados nuestros, físicamente insignificantes, se convirtieron en los cazadores más formidables del planeta. ¿Cómo explicar un cambio tan milagroso? Algunos han especulado que todo se debió a que esos seres se irguieron sobre sus piernas, lo que dejó sus manos en libertad de hacer herramientas, gracias a sus pulgares opuestos y agarre de precisión. Pero esas explicaciones físicas son inexactas. Nuestro predominio, nuestra maestría no se deriva de las manos, sino de nuestro cerebro; de que hayamos hecho de nuestra mente el instrumento más poderoso conocido en la naturaleza, mucho más eficaz que cualquier garra. Y en la raíz de esta transformación mental están dos simples rasgos biológicos, el visual y el social, que los seres humanos primitivos convirtieron en poder.
Nuestros antepasados más remotos descendían de primates que por millones de años prosperaron en las copas de los árboles, desarrollando por eso mismo uno de los sistemas visuales más notables de la naturaleza. Para moverse con rapidez y eficiencia en ese mundo perfeccionaron una refinada coordinación ojo-músculo. Sus ojos fueron ocupando poco a poco una posición completamente frontal en la cara, lo que les proporcionó una visión binocular, estereoscópica. Este sistema ofrece al cerebro una perspectiva tridimensional muy precisa, pese a ser estrecha. Los animales que poseen esta visión –en oposición a ojos de lado o medio lado– suelen ser predadores eficientes, como los búhos y los gatos. Usan esta vista poderosa para ubicar a su presa a la distancia. Los primates de los árboles desarrollaron esta visión con otro propósito: desplazarse entre las ramas y ver frutas, moras e insectos con más eficacia. Llevaron asimismo a su madurez una elaborada visión en colores.
Cuando nuestros antepasados más antiguos dejaron los árboles e incursionaron a descubierto en las praderas de las sabanas, adoptaron una postura erecta. En posesión de aquel eficiente sistema visual, podían ver hasta muy lejos (jirafas y elefantes eran más altos, pero tenían los ojos de lado, lo que les procura una visión panorámica). Esto les permitía avistar en el horizonte predadores peligrosos y detectar sus movimientos aun en el crepúsculo. Dados algunos segundos o minutos, podían tramar un retiro a salvo. Al mismo tiempo, si dirigían su atención a lo inmediato, eran capaces de identificar todo tipo de detalles importantes en su entorno: huellas y señas del paso de predadores, o colores y formas de piedras por recoger para usar como herramientas.
En las copas de los árboles, esa visión eficaz surgió con fines de velocidad: ver y reaccionar rápidamente. En los pastizales a la intemperie fue al revés. Seguridad y comida dependían de la observación lenta y paciente del entorno, de la aptitud para captar detalles y saber qué podían significar. La sobrevivencia de nuestros antepasados dependía de la intensidad de su atención. Cuanto más detenida y esforzadamente miraban, mejor distinguían entre oportunidad y peligro. Si exploraban con premura el horizonte, podían ver mucho más, pero esto sobrecargaba su mente de información, demasiados detalles para una visión tan aguda. El sistema visual humano no se formó para explorar, como el de la vaca, sino para la profundidad de foco.
Los animales están encerrados en un presente eterno. Pueden aprender de hechos recientes, pero lo que está ante sus ojos los distrae con facilidad. Sin prisa, a lo largo de un periodo enorme, nuestros antepasados remediaron esa debilidad animal básica. Mirando un objeto el tiempo suficiente –aun unos cuantos segundos– sin distraerse, podían desligarse un momento de sus circunstancias inmediatas. Esto les permitía advertir patrones, hacer generalizaciones y pensar por adelantado. Tenían la distancia mental necesaria para pensar y reflexionar, aun en la más pequeña escala.
Los seres humanos primitivos desarrollaron la capacidad de pensar y abstraerse como su principal ventaja en la lucha por evitar a predadores y hallar alimento. Eso los ponía en contacto con una realidad a la que los demás animales no tenían acceso. Pensar en este nivel fue el momento decisivo de la evolución: la aparición de la mente consciente y racional.
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