MaestrÃa. Robert Greene
brinda un análisis preciso de la fase implicada, ideas concretas sobre cómo aplicar esos conocimientos a tus circunstancias y la mentalidad indispensable para explotar de lleno estas ideas. Luego sigue una sección en la que se detallan las estrategias de los maestros –contemporáneos y antiguos–, quienes se han servido de métodos diversos para hacer suyo el procedimiento. Estas estrategias buscan darte una noción aún más clara de la aplicación práctica de las ideas contenidas en el libro e inspirarte a seguir los pasos de los maestros demostrándote que su poder está a tu alcance.
En el caso de todos los maestros contemporáneos y de algunos antiguos, su historia continuará a lo largo de varios capítulos. Así, podría haber algunas repeticiones de información biográfica para recapitular lo ocurrido en la fase previa de su vida. El número de página entre paréntesis remitirá en estos casos a esas referencias anteriores.
Finalmente, no veas el avance por varios niveles de inteligencia como un mero proceso lineal, dirigido a una especie de destino último conocido como maestría. Toda tu vida es un aprendizaje, en el que aplicas tus habilidades de adquisición de conocimientos. Todo lo que te ocurre es una enseñanza si prestas la atención debida. La creatividad que adquieres al aprender en detalle una habilidad debe renovarse con frecuencia, forzando siempre tu mente a recuperar un estado de apertura. Aun el conocimiento de tu vocación debe revisitarse en el curso de tu vida, a medida que cambios en las circunstancias te obligan a ajustar su dirección.
Al dirigirte a la maestría acercas tu mente a la realidad y la vida misma. Todo lo vivo se halla en estado continuo de cambio y movimiento. En cuanto te sientas a descansar creyendo haber alcanzado el nivel que deseabas una parte de tu mente entra en una fase de deterioro. Pierdes una creatividad arduamente obtenida y los demás empiezan a sentirlo. Éste es un poder y una inteligencia que deben renovarse en forma permanente, de lo contrario se extinguirán.
¡No hables de talentos concedidos, innatos! Sería posible mencionar a toda clase de grandes hombres muy poco dotados. Adquirieron grandeza, se volvieron “genios” (como solemos decirlo) gracias a cualidades de cuya falta nadie se vanagloriaría: todos poseían la seriedad del trabajador eficiente que aprende a armar las partes antes de aventurarse a formar un todo grandioso; y se dieron tiempo para ello porque disfrutaban más de hacer bien las pequeñas cosas secundarias que del efecto de un conjunto deslumbrante.
—FRIEDRICH NIETZSCHE
I
DESCUBRE TU
LLAMADO: TU TAREA
EN LA VIDA
Posees una fuerza interior que te guía a tu tarea en la vida: lo que estás destinado a cumplir en el tiempo de tu existencia. En la infancia esta fuer- za era clara para ti. Te dirigía a actividades y temas acordes con tus inclinaciones naturales, que despertaban una curiosidad honda y pri- maria. En años posteriores, esa fuerza tiende a aparecer y desaparecer a medida que ha- ces más caso a tus padres y compañeros, a las ansiedades diarias que te desgastan. Ésa puede ser la fuente de tu infelicidad: tu falta de contacto con lo que eres y lo que te vuelve único. El primer paso a la maestría siempre es interno: saber quién eres y recuperar esa fuerza in- nata. Una vez resuelto esto, halla- rás tu profesión y todo lo demás se aclarará. Nunca es demasiado tarde para iniciar este proceso.
LA FUERZA OCULTA
A fines de abril de 1519, luego de meses de enfermedad, el pintor Leonardo da Vinci estaba seguro de que la muerte tocaría a su puerta en cuestión de días. En los dos últimos años, él había vivido en el castillo de Cloux, en Francia, como huésped personal del rey de Francia, Francisco I. El rey lo había colmado de dinero y honores por considerarlo la viva encarnación del Renacimiento italiano, que él había querido importar a Francia. Da Vinci había sido de gran utilidad para el monarca, aconsejándolo en todo tipo de asuntos importantes. Pero ahora, a los sesenta y siete años de edad, su vida se acercaba a su fin y sus pensamientos se volcaban a otras cosas. Hizo su testamento, recibió los santos óleos en la iglesia y regresó a la cama esperando el final.
Ahí tendido lo visitaron varios de sus amigos, incluido el rey, quienes lo notaron de ánimo especialmente reflexivo. Leonardo no era dado a hablar de sí mismo, pero ahora contaba recuerdos de su infancia y juventud, haciendo hincapié en el extraño e inverosímil curso de su vida.
Siempre había creído que cumplía un destino, y durante años lo había perseguido una pregunta particular: ¿existe una fuerza interior que hace que todos los seres vivos crezcan y se transformen? si tal fuerza existía en la naturaleza, él quería descubrirla y buscaba señales de ella en todo lo que examinaba. Era una obsesión. Ahora, en sus últimas horas, una vez que sus amigos lo habían dejado solo, es casi indudable que Leonardo aplicó esa pregunta, de una forma u otra, al misterio de su vida, buscando señales de una fuerza o destino que hubiera impulsado su desarrollo, guiándolo hasta ese momento.
Da Vinci habría comenzado su búsqueda recordando su infancia en el pueblo de Vinci, a treinta kilómetros de Florencia. Su padre, Piero da Vinci, era notario y firme miembro de la poderosa burguesía; pero como el chico había nacido fuera del matrimonio tenía prohibido asistir a la universidad y practicar cualquiera de las profesiones nobles. Su educación escolar fue mínima, así que desde niño se vio abandonado a sus propios recursos. Lo que más le gustaba era pasear por los olivares en torno a Vinci, o seguir un sendero específico que lo llevara a una parte muy diferente del paisaje: densos bosques llenos de jabalíes, cascadas sobre ríos veloces, cisnes que se deslizaban en lagos, extrañas flores silvestres que crecían junto a peñascos. La intensa variedad de la vida en esos bosques lo cautivaba.
Un día en que entró a hurtadillas a la oficina de su padre tomó unas hojas de papel, mercancía más bien rara en esos días de la que, sin embargo, siendo notario, su padre estaba bien abastecido. Las llevó consigo en su paseo al bosque y, sentándose en una roca, se puso a hacer bocetos de los diversos paisajes a su alrededor. Regresó un día tras otro a hacer lo mismo; aun si había mal tiempo, se sentaba bajo algún refugio y dibujaba. No tenía maestros, ni cuadros que admirar; todo lo hacía a partir de lo que veía, con la naturaleza como modelo. Descubrió de este modo que, al dibujar cosas, tenía que observarlas con más detenimiento y captar los detalles que les daban vida.
Una vez dibujó un lirio blanco, y al observarlo con atención, su peculiar forma le impresionó. El lirio comienza como semilla y pasa luego por varias etapas, todas las cuales Leonardo había dibujado en los últimos años. ¿Qué hace que esta planta se desarrolle a través de esas etapas y culmine en una flor magnífica, diferente de cualquier otra? Quizá posee una fuerza que la impulsa a lo largo de esas variadas transformaciones. A Leonardo le maravillaría la metamorfosis de las flores en los años por venir.
Solo en su lecho de muerte, habría recordado sus primeros años como aprendiz en el estudio del pintor florentino Andrea del Verrocchio. Se le había admitido ahí a los catorce años gracias a la extraordinaria calidad de sus dibujos. Verrocchio instruía a sus aprendices en todas las ciencias necesarias para generar las obras que se producían en su estudio: ingeniería, mecánica, química y metalurgia. Leonardo ansiaba aprender todas esas habilidades, pero pronto descubrió algo en sí mismo: no podía hacer sencillamente lo que se le encargara; debía convertirlo en algo propio, inventar en vez de imitar al maestro.
Un vez, como parte de su labor en el estudio, se le pidió pintar un ángel en una amplia escena bíblica diseñada por Verrocchio. Decidió entonces hacer que su parte de la escena cobrara vida a su propia manera. En primer plano, frente al ángel, pintó un arriate; pero en lugar de las usuales versiones generalizadas de plantas, representó los especímenes florales que había estudiado tan detalladamente de niño, con una suerte de rigor científico que nadie había visto hasta entonces. En cuanto al rostro del ángel, experimentó con sus pinturas y produjo una nueva mezcla que dotó al ángel de un suave destello, el cual expresaba su ánimo sublime. (Para captar este ánimo, Leonardo pasó tiempo en la iglesia local observando a los fieles en devota oración, y la expresión de un joven le sirvió de modelo para el ángel.)