Los argonautas. ВиÑенте БлаÑко-ИбаньеÑ
a las costas del Pacífico, al Paraguay o al corazón de Brasil a continuar su vida de ahorro.
Sonrió después maliciosamente, designando una mesa junto a la entrada.
—Es la mesa de «la cuarentena»; y la llamo así porque en ella encorrala el mayordomo a todo el pasaje sospechoso. Ahí están las cocotas francesas, tan dignas, tan modositas, tan bien criadas. Van vestidas como siempre, para que conste que no desean llamar la atención. Algunas no se han peinado siquiera y llevan la cabeza oculta en un turbante de velos. Además, guardan lo mejor del equipaje para sus empresas de tierra firme... Con ellas está Conchita, una paisana nuestra, una madrileña, que come estirada y seria, pues la pobre sólo puede entender por señas a sus compañeras. Algunas veces, volviendo la cara, habla con don José, un cura español que ocupa la mesa inmediata. Y mezclados con este rebaño femenino comen varios muchachos alemanes, rubios, orejudos y de mandíbula fuerte, niños tímidos que al hablar se cuadran como reclutas, lo que no les impide meterse América adentro a difundir valerosamente la quincalla de Hamburgo y de Berlín, en mula, en piragua o a pie, llevando el muestrario a la espalda lo mismo que una mochila.
—¡Qué interesante el comisionista alemán!—dijo Ojeda—. Tal vez con el tiempo haya quien lo cante lo mismo que a los paladines medievales que corrían el mundo por difundir la gloria de su dama. Hoy la dama es la industria, y la gloria la nota de pedidos. Allí donde existe, en todo el globo, un grupo de hombres recién instalado que lucha con la selva, los pantanos, las fiebres y las bestias, allí se presenta inmediatamente el comisionista rubio con su muestrario; y para no perder el tiempo, aprende durante el camino a balbucear el idioma del país.
—¡Las latas que me dan estos muchachos—exclamó Maltrana—y las que me darán, para evitarse el pago de un maestro!... Han bajado en Tenerife únicamente para comprar libros españoles, y pasan las horas con ellos, rumiando las breves lecciones tomadas en Berlín. Cuando tienen una duda, me buscan por todo el barco o consultan la sabiduría gramatical de fraulein Conchita, su compañera de mesa... ¡Gente tenaz, que no conoce el cansancio ni el ridículo! Sus triunfos obscuros van a ser más positivos que las victorias de los feldmariscales de su ejército. A la larga, resultará que descubrimos y colonizamos nosotros un mundo nuevo para gloria y provecho del libro mayor de Hamburgo y de Brema.
Interrumpió Isidro su charla para examinar un nuevo plan que el camarero acababa de colocar ante él. Pero a los pocos momentos volvió la cabeza hacia el gran busto blanco.
—¡Qué cambio el de nuestros tiempos, amigo Ojeda! ¡Qué transformación de valores!... El oro y el comercio, que en otras épocas sólo eran para la gente despreciable acorralada en las juderías, reinan ahora como fuerzas directoras del mundo... Y si lo duda usted, ahí tiene al amigo de los bigotes tiesos que nos preside, místico y guerrero como Lohengrin, músico y genial como Nerón, siempre con coraza y casco de aletas, y que, sin embargo pasará a la Historia con el título de primer viajante de comercio de nuestra época.
Ojeda escuchaba con ojos distraídos la charla de su compañero.
En los largos intermedios que dejaba el servicio, bebía el champán de su copa, sin percatarse de su insistencia. Isidro cuidaba de la botella amorosamente, haciéndola girar en el cubo de hielo para su enfriamiento. Llenaba luego apresuradamente las copas, como si su vacío le infundiese horror, y apenas sentía disminuir el peso de la botella, reclamaba con vigilante previsión el envío de otra. Dirigía equitativamente este gasto extraordinario: las buenas cuentas mantienen las amistades. Una botella la pagaría el doctor Rubau, que apenas había tomado algunas gotas mezcladas con agua mineral; otra, su gran amigo Munster; otra, Ojeda... y él se reservaba modestamente para el banquete siguiente. Sus ojos, cada da vez más animados y saltones, acompañaron la mirada distraída de su amigo hasta la próxima mesa, ocupada por una mujer sola.
—¡Mire usted a nuestra vecina la yanqui! Una real moza: tal vez la más elegante de todas. No parece la misma que vemos arriba puesta siempre de gran sombrero y gabán largo... ¡Qué escote! ¡Y qué hermosa torre de pelo, entre rubio y ceniciento!... Le advierto camarada, que ella también le ha mirado muchas veces, así como la que no quiere mirar, con el rabillo del ojo... Usted le interesa, amigo Ojeda, me consta. Esta tarde, después del té, he hablado con ella, si es que nuestra conversación puede llamarse hablar. Sabe un poquito de francés y otro poquito de español. Yo no conozco una palabra de inglés; pero al fin nos hemos entendido por adivinación. Y mansamente, como quien no quiere saber nada, me ha preguntado por mi amigo; y yo, ¡figúrese!... le he dicho que era usted un gran poeta, un notable personaje; he hablado de su familia, de su gran fortuna, de que va a América por el solo gusto de pasear, y de las muchas señoras que se deja en Madrid muertas de pena...
Fernando hizo un movimiento de protesta.
—No se enfade, Ojeda; no se queje. Estas cosas no hacen daño y dan prestigio. Déjeme a mí, que conozco la vida... ¿Que no le interesa a usted esa señora? No importa; siempre es bueno adquirir importancia a los ojos de una mujer... Está bien; no se irrite. Beba un poco.
Y llenó la copa de Ojeda, después de una rápida discusión en la que no parecieron fijarse sus compañeros de mesa. Un zumbido de conversaciones cada vez más fuerte diluía los sonidos de la música llegados del antecomedor. El vaho de los platos, las respiraciones humanas, la radiación de las luces, iban densificando el ambiente. Maltrana, para desvanecer la contrariedad de su amigo, siguió hablando:
—Ese matrimonio que come dos mesas más allá, es también norteamericano: los esposos Lowe. Él ha vivido en el Japón, en China, en Australia, en El Cabo; aquí en el buque vive en el gimnasio, y cuando sale de él, se pasea con unas chaquetas a rayas de colores, de lo más extrañas: unas chaquetas de clown, que son, a lo que parece, los uniformes de famosos clubs esportivos. Ella canta romanzas italianas, y sólo espera que la inviten para hacernos oír su voz. Mistress Power (porque le advierto que ése es el nombre de nuestra vecina) sólo se trata en el buque con esta pareja de compatriotas. Se mantiene en un aislamiento sonriente; algunos saludos con las señoras más respetables, y nada más... Y sin embargo, sabe mejor que yo los nombres y la categoría social de casi todos los pasajeros. ¡Mujer más hábil!... Tal vez por esto mantiene a distancia a los otros americanos.
Y designaba con los ojos a los ocupantes de la mesa inmediata.
—Gente buena, pero escandalosa—continuó—; cow-boys en traje de domingo, que van a estudiar la ganadería de las Pampas; comisionistas de Nueva York, que sacan a puñados los billetes de Banco de los bolsillos del pantalón y necesitan cantar a cada momento para que se fijen en ellos... Ya se han bebido seis botellas y roto dos. Ahora, con el entusiasmo del champán, se llevan a los labios las banderitas que tienen ante los platos y ponen los ojos en blanco gritando: «Americain! Americain!...» En la mesa siguiente está Martorell, aquel muchacho con lentes y bigote rubio: un catalán, del que creo haberle hablado. También es poeta: lleva ganadas no sé cuántas rosas naturales y englantinas de oro en Juegos Florales; pero siempre en catalán, porque este ruiseñor es mudo cuando se sale del jardín de su tierra. En Castilla (cómo él llama a todos los países que hablan español), el poeta se dedica a la banca. Una fiera, amigo mío, para asuntos de dinero. Le aconsejo que no se meta a luchar con este camarada poético en un certamen de tanto por ciento, porque de seguro que le roba hasta la lira. En Madrid nos hablaba mucho de Buenos Aires, donde ha estado dos veces. Parece que hay grandes reformas que hacer en eso de los Bancos, ideas nuevas que implantar para que el dinero se multiplique; y allá va Martorell, como un Mesías del descuento... También se lo presentaré: es buen muchacho. ¡Quién sabe a lo que puede llegar!...
Luego, Maltrana hizo un gesto exagerado de horror, una mueca que fue como la caricatura del miedo.
—Y junto al catalán... el hombre misterioso; ese vecino mío de camarote, del que le he hablado algunas veces. Es el que va con traje de luto, todo afeitado. No habla con sus vecinos y come con una gravedad sacerdotal, lo mismo que si estuviese celebrando un rito. ¿Quién cree usted que puede ser?... Huye de la gente, y cuando yo le hablo en francés, que parece ser su idioma, me contesta con mucha cortesía, con demasiada cortesía, y de repente se aleja muy estirado, como si existiese entre nosotros una diferencia social