La de Bringas. Benito Perez Galdos
¿está usted?, un temblorcito sobre la superficie...
—¡Oh!, sí... del agua. Comprendido, comprendido. ¡Lo que a usted se le ocurre...!
—Pues bien, señora, para este bonito efecto me harían falta algunas canas.
—¡Jesús!, ¡canas!... Me río tontamente del apuro de usted por una cosa que tenemos tan de sobra... Vea usted mi cosecha, Sr. D. Francisco. No quisiera yo poder proporcionar a usted en tanta abundancia esos rayos de luna que le hacen falta... Con este añadido (Sacando uno largo y copioso.) no llorará usted por canas...
Tomó Bringas el blanco mechón, y juntándolo a los demás, oprimiolo todo contra su pecho con espasmo de artista. Tenía, ¡oh dicha!, oro de dos tonos, nítida y reluciente plata, ébano y aquel castaño sienoso y romántico que había de ser la nota dominante.
«Lo que sí espero de la rectitud de usted—dijo Carolina, disimulando la desconfianza con la cortesía—, es que por ningún caso introduzca en la obra cabello que no sea nuestro. Todo se ha de hacer con pelo de la familia».
—Señora, ¡por los clavos de Cristo!... ¿Me cree usted capaz de adulterar...?
—No... no, si no digo... Es que los artistas, cuando se dejan llevar de la inspiración (Riendo.) pierden toda idea de moralidad, y con tal de lograr un efecto...
—¡Carolina!...
Salió de la casa el buen amigo, febril y tembliqueante. Tenía la enfermedad epiléptica de la gestación artística. La obra, recién encarnada en su mente, anunciaba ya con íntimos rebullicios que era un ser vivo, y se desarrollaba potentísima oprimiendo las paredes del cerebro y excitando los pares nerviosos, que llevaban inexplicables sensaciones de ahogo a la respiración, a la epidermis hormiguilla, a las extremidades desasosiego, y al ser todo impaciencia, temores, no sé qué más... Al mismo tiempo su fantasía se regalaba de antemano con la imagen de la obra, figurándosela ya parida y palpitante, completa, acabada, con la forma del molde en que estuviera. Otras veces veíala nacer por partes, asomando ahora un miembro, luego otro, hasta que toda entera aparecía en el reino de la luz. Veía mi enfermo idealista el cenotafio de entremezclados órdenes de arquitectura, el ángel llorón, el sauce compungido con sus ramas colgantes, como babas que se le caen al cielo, las flores que por todas partes esmaltaban el piso, los términos lejanos con toda aquella tristeza lacustre y lunática... Interrumpiendo esta hermosa visión de la obra non-nata, llameaban en el cerebro del artista, al modo de fuegos fatuos (natural complemento de una cosa tan funeraria), ciertas ideas atañederas al presupuesto de la obra. Bringas las acariciaba, prestándoles aquella atención de hombre práctico que no excluía en él las desazones espasmódicas de la creación genial. Contando mentalmente, decía:
III
«Goma laca: dos reales y medio. A todo tirar gastaré cinco reales... Unas tenacillas de florista, pues las que tengo son un poco gruesas: tres reales. Un cristal bien limpio:real y medio. Cuatro docenas de pistilos muy menudos, a no ser que pueda hacerlos de pelo, que lo he de intentar: dos y medio. Total: quince reales. Luego viene lo más costoso, que es el cristal convexo y el marco; pero pienso utilizar el del perrito bordado de mi prima Josefa, dándole una mano de purpurina. En fin, con purpurina, cristal convexo, colgadero e imprevistos... vendrá a importar todo unos veintiocho a treinta reales».
Al día siguiente, que era domingo, puso manos a la obra. No gustándole ninguno de los dibujos de monumento fúnebre que en su colección tenía, resolvió hacer uno; mas como no la daba el naipe por la invención, compuso, con partes tomadas de obras diferentes, el bien trabado conjunto que antes describí. Procedía el sauce de La tumba de Napoleón en Santa Elena; el ángel que hacía pucheros había venido del túmulo que pusieron en el Escorial para los funerales de una de las mujeres de Fernando VII, y la lontananza fue tomada de un grabadito de no sé qué librote Lamartinesco que era todo un puro jarabe. Finalmente, las flores las cosechó Bringas en el jardín de un libro ilustrado sobre el Lenguaje de las tales, que provenía de la biblioteca de doña Cándida.
Este trabajo previo del dibujo ocupó al artista como media semana, y quedó tan satisfecho de él, que hubo de otorgarse a sí mismo, en el silencio de la falsa modestia, ardientes plácemes. «Está todo tan propio—decía la Pipaón con entusiasmo inteligente—, que parece se está viendo el agua mansa y los rayos de la luna haciendo en ella como unas cosquillas de luz...».
Pegó Bringas su dibujo sobre un tablero, y puso encima el cristal, adaptándolo y fijándolo de tal modo que no se pudiese mover. Hecho esto, lo demás era puro trabajo de habilidad, paciencia y pulcritud. Consistía en ir expresando con pelos pegados en la superficie superior del cristal todas las líneas del dibujo que debajo estaba, tarea verdaderamente peliaguda, por la dificultad de manejar cosa tan sutil y escurridiza como es el humano cabello. En las grandes líneas menos mal; pero cuando había que representar sombras, por medio de rayados más o menos finos, el artista empleaba series de pelos cortados del tamaño necesario, los cuales iba pegando cuidadosamente con goma laca, en caliente, hasta imitar el rayado del buril en la plancha de acero o en el boj. En las tintas muy finas, Bringas había extremado y sutilizado su arte hasta llegar a lo microscópico. Era un innovador. Ningún capilífice había discurrido hasta entonces hacer puntos de pelo, picando este con tijeras hasta obtener cuerpecillos que parecían moléculas, y pegar luego estos puntos uno cerca de otro, jamás unidos, de modo que imitasen el punteado de la talla dulce. Usaba para esto finísimos pinceles, y aun plumas de pajaritos afiladas con saliva; y después de bien picado el cabello sobre un cristal, iba cogiendo cada punto para ponerlo en su sitio, previamente untado de laca. La combinación de tonos aumentaba la enredosa prolijidad de esta obra, pues para que resultase armónica, convenía poner aquí castaño, allá negro, por esta otra parte rubio, oro en los cabellos del ángel, plata en todo lo que estuviera debajo del fuero de la claridad lunar. Pero de todo triunfaba aquel bendito. ¿Y cómo no, si sus manos parecía que no tocaban las cosas; si su vista era como la de un lince, y sus dedos debían de ser dedos del céfiro que acaricia las flores sin ajarlas?... ¡Qué diablo de hombre! Habría sido capaz de hacer un rosario de granos de arena, si se pone a ello, o de reproducir la catedral de Toledo en una cáscara de avellana.
Todo el mes de Marzo se lo llevó en el cenotafio y en el sauce, cuyas hojas fueron brotando una por una, y a mediados de Abril tenía el ángel brazos y cabeza. Cuantos veían esta maravilla quedábanse prendados de la originalidad y hermosura de ella y ponían a D. Francisco entre los más eximios artistas, asegurando que si viese tal obra algún extranjerazo, algún inglesote rico de esos que suelen venir a España en busca de cosas buenas, darían por ella una porrada de dinero y se la llevarían a los países que saben apreciar las obras del ingenio. Tenía Bringas su taller en el enorme hueco de una ventana que daba al Campo del Moro...
Porque la familia vivía en Palacio en una de las habitaciones del piso segundo que sirven de albergue a los empleados de la Casa Real.
Embelesado con la obra de pelo, se me olvidó decir que allá por Febrero del 68 D. Francisco fue nombrado oficial primero de la Intendencia del Real Patrimonio con treinta mil reales de sueldo, casal médico, botica, agua, leña y demás ventajas inherentes a la vecindad regia. Tal canonjía realizaba las aspiraciones de toda su vida, y no cambiara Thiers aquel su puesto tan alto, seguro y respetuoso por la silla del Primado de las Españas. Amargaban su contento las voces que corrían en aquel condenado año 68 sobre si habría o no trastornos horrorosos, y el temor de que la llamada revolución estallara al fin con estruendo. Aunque la idea del acabamiento de la monarquía sonaba siempre en el cerebro del buen hombre como una idea absurda, algo así como el desequilibrio de los orbes planetarios, siempre que en un café o tertulia oía vaticinios de jarana, anuncios de la gorda, o comentarios lúgubres de lo mal que iban el Gobierno y la Reina, le entraba un cierto calofrío, y el corazón se le contraía hasta ponérsele, a su parecer, del tamaño de una bellota.
Ciento veinte y cuatro escalones tenía que subir D. Francisco