Un puñado de esperanzas. Irene Mendoza
los pezones o el vello del pecho. Me parece una ordinariez. Reconozco que soy un bicho raro.
Se la puso y se quitó el liguero ante mi atenta mirada. Ni siquiera intenté disimular.
—¿Qué? —rio.
—Me gusta ver cómo te quitas las medias.
Me miró sonriendo, mordiéndose el labio, y se las fue quitando lentamente, con toda la intención de provocarme, y lo consiguió, pero las tripas me crujieron de nuevo, recordándome que eran las cuatro de la madrugada y que los dos estábamos hambrientos. Me toqué el estómago improvisando una falsa mueca de dolor.
—Voy a ver si tengo algo de comer. —Sonreí.
—¿Tienes hambre?
—¡Mucha! —asentí.
Abrí la despensa y eché un vistazo recordando que me tocaba hacer la compra a mí y que, saltaba a la vista, lo había olvidado por completo.
—Creo que solo tengo leche, algo de mantequilla y poco más. No tengo ni gofres, ni harina para tortitas, ni mermelada, ni fruta, ni cereales —dije avergonzado de mi exigua despensa.
—¿Tienes huevos, pan de molde, azúcar y canela?
—Sí… eso creo —dije dudándolo.
—Pues si es así voy a prepararte pain grillé français.
Lo dijo en su perfecto francés, casi haciéndome suspirar, mientras venía hacia mí muy resuelta.
—¿Necesitas algo más? —dije rodeando su cintura con mis brazos.
—Que te apartes y pongas algo de música.
Elegí la música y pensé en algo con fuerza, muy potente, algo que me recordara a ella.
—Prueba mi pain perdu —me dijo acercándome una tostada a la boca.
Así lo hice, y debo decir que Frank hizo las tostadas francesas más deliciosas del mundo a ritmo de Do I Wanna Know?, de los Arctic Monkeys.
Frank cantaba con su sensual voz dejándose llevar por la música. Yo la miraba deslumbrado mientras disfrutaba el ritmo de aquella estupenda canción que a mí me gustaba tanto, a la vez que nos comíamos las tostadas recién hechas.
—¡Umm…! —exclamé.
—Aún están calientes, cuidado —rio.
—Están… deliciosas —dije con la boca llena de esa mezcla cremosa y caliente de pan, canela, azúcar, huevo, leche y mantequilla.
Alex Turner cantaba jodidamente bien a aquella chica que volvía loco a un chico que la amaba, un tipo como yo, algo masoquista.
Todo apuntaba a que acabaría con el corazón roto, que Frank me lo iba a romper en mil pedazos cualquier día, lo sabía, pero supongo que por ser tan consciente de ello me daba igual. Aquel calor, aquella pasión, ese sexo maravilloso que tenía con ella y que estaba claro ya que no había sido una casualidad o cosa de una noche, lo compensaba todo. Merecería la pena pasase lo que pasase.
Era cierto, la noche era para eso y para soñar con ella cuando no estuviese en mi cama.
Frank se colocó a horcajadas sobre mi cuerpo. Yo aún estaba desnudo y ella gloriosa, con aquella camiseta mía que le transparentaba los pechos y con la boca llena de tostada.
Acaricié sus muslos, sus nalgas, sus caderas mientras me iba poniendo más y más tieso ante sus ojos que no se perdían detalle del proceso. Ella acarició mi miembro y yo abrí el cajón de un pequeño mueble que tenía junto a la cama. Cogí un preservativo y se lo di. No hizo falta que le dijese nada más, rasgó el paquetito, lo sacó y, tras chuparse los dedos llenos de azúcar y canela, lo deslizó con manos hábiles por mi miembro hasta cubrirlo, haciéndome jadear de gusto mientras yo le acariciaba el sexo, sintiendo cómo se iba humedeciendo mediante mi tacto.
La penetré con mis dedos, Frank gimió y sin más preámbulos se colocó sobre mí para dejar que me introdujese dentro de su cuerpo.
La penetré o fue ella la que se deslizó, resbalando y haciendo que me hundiese en su interior todo lo profundo que fui capaz, no lo sé, solo sé que inmediatamente comenzó a moverse de un modo animal, febril y tremendamente sensual sin que yo tuviese que hacer apenas nada. Ella marcaba el ritmo presionando e impulsándose al compás de la música.
Pronto estuvimos resoplando los dos, perdidos en el placer que nos dábamos el uno al otro, excitadísimos. Frank se agachó sobre mí rozando mi rostro con sus pezones y retiró mis manos de sus caderas para elevar mis brazos por encima de mi cabeza y así, aferrándose a mis manos, impulsarse aún con más fuerza. Ella me envestía mientras yo saboreaba sus pezones bajo la camiseta, metiéndolos en mi boca, haciendo un ruido de húmeda succión que se confundía con el de nuestros sexos al juntarse y separarse a toda velocidad.
—¡Ah… qué bien, quel plaisir! —gruñó al borde del orgasmo.
Al escucharla jadeé con fuerza y cerré los ojos perdido en su aroma dulzón, en el roce de su pelo sobre mi rostro, en los sonidos de la fricción de nuestros cuerpos y de sus gemidos, abandonándome por completo a esas exquisitas sensaciones hasta que ella se alzó tensando todo su cuerpo, con el rostro trasformado por el orgasmo. Noté sus primeros espasmos y entonces me dejé ir bajo sus muslos temblorosos, a la vez. Sus nalgas temblaban, su vientre, pechos, su boca, todo su cuerpo lo hacía, agitado por aquel frenesí de violento placer que nos poseía.
En algún momento de esa extraña noche debimos de quedarnos dormidos porque despertamos ya de día. Mi cabeza descansaba sobre la almohada y su pelo rozaba mi rostro. Olía a canela. Sonreí. Frank olía a tostadas francesas.
Y ya solo quería ser suyo. Una y mil veces más.
Capítulo 15
Wicked Game
Me quedé tumbado recordando la noche anterior, pensando cómo había cambiado mi forma de ver la vida en tan solo unos pocos días, apenas dos semanas. Y todo por culpa de ella, de Frank, mi Frank. Porque así la sentía ya.
Ella aún dormía, a mi lado, oliendo a canela, y pensé que si la quería tanto como yo pensaba debía hacer lo correcto. Así que me levanté y comencé a vestirme.
Frank se despertó y se acercó a mí para abrazarme mientras me ataba las deportivas.
—¿A dónde vas? Aún es temprano —ronroneó acariciando mi nuca con sus labios.
—Voy a llevarte a casa. Puede que tu padre esté preocupado.
—¡Que lo esté! —protestó.
Pero se traicionó a sí misma y al rato encendió el móvil para comprobar si tenía alguna llamada perdida.
—¿Te ha llamado? —pregunté.
—Sí, como veinte veces —bufó.
—Tienes suerte de tener un padre que se preocupa por ti.
—No creo que realmente lo haga.
—Lo hace, no lo dudes, aunque no lo sientas así —le dije muy en serio.
—¿Te vas a poner de su parte, Gallagher? No le conoces —dijo muy seria.
—No, ya lo sé —negué con energía y la miré sonriendo—. Pero estoy seguro de una cosa, si él supiese lo que su niñita está haciendo conmigo probablemente me mataría.
—Sí, tenlo por seguro —rio.
Entonces comprendí por qué Frank estaba conmigo. En cierto modo yo era una forma de cabrear a su padre. El chico que no era apropiado, la relación prohibida, al que jamás iban a presentar en las fiestas de sociedad del Upper East Side o en el verano de Los Hamptons. A escondidas, sin permiso, no podía esperar nada más.
Puede que ni tan siquiera ella fuese consciente