Lo que todo gato quiere. Ingrid V. Herrera
Eso era lo más reconfortante para él: que respirara.
Sebastian sonrió y, de repente, se quedó inmóvil cuando Ginger pestañeó y lo miró. Se quedaron mucho tiempo así, parpadeando y viéndose el uno al otro; trataban de decidirse si eran reales o solo eran producto de la imaginación del otro.
Finalmente, Ginger esbozó una débil sonrisa tras el respirador y extendió la mano que tenía una pinza blanca en su índice. Sebastian rodeó la camilla hasta estar al lado de ella, luego se inclinó para depositar un beso en la frente de Ginger. Ella cerró los ojos y él le tomó la mano.
Uno a uno, entrelazó sus dedos con los de ella, era difícil ver dónde empezaba una mano y dónde terminaba la otra. Sebastian recargó la barbilla en el barandal de la camilla y Ginger se ahogó una vez más en su felina y azul mirada. Sus ojos brillaban y estaban un poco enrojecidos, parecía que había pasado la noche llorando. Aunque era difícil imaginar algo así, a ella se le partió el corazón. Después de todo, había sido su culpa, había sido su estupidez.
Él estiró una mano para retirarle un mechón de la frente.
—Me asustaste, Gin —susurró absorto en su tarea de desenredar los mechones rebeldes de cabello—. Nunca me había asustado tanto, ¿eres tonta o algo?
—Algo.
Sebastian la miró sorprendido de su respuesta y soltó una carcajada que eliminó la última gota de tensión que quedaba en su cuerpo.
Ginger sonrió al observarlo, pero la sonrisa se fue desvaneciendo de forma gradual. No recordaba nada de la noche anterior, pero sí recordaba lo sucedido una semana atrás. Aunque le dijera a Sebastian un «lo siento» cada media hora de los 365 días del año, por el resto de su vida, su autoestima no le permitiría perdonarse a sí misma por todos los disgustos que le había causado.
Soltó su mano y la cerró en puño sobre el colchón.
—Lo siento, lo siento muchísimo. De verdad, lo siento… Perdóname por ser estúpida y por no haberte escuchado antes. —Desvió la mirada a sus pies—. No necesitas que alguien como yo te complique más la vida. La mía es un desastre, por favor olvídame…
—Oye, Gin…
Ella levantó una mano.
—No, no, no. Déjame terminar, por favor. —Antes de continuar tomó aire—: Soy fea.
Sebastian frunció el ceño, sin comprender muy bien qué diantres tenía que ver una cosa con la otra.
—Estás chiflada, eres preciosa —arguyó con sinceridad.
Ginger hizo caso omiso de sus palabras y continuó con la letanía:
—Mírame: soy plana y esquelética como un bambú masticado por los pandas, además heredé los pechos de mi padre.
Sebastian luchó por reprimir una de sus escandalosas risas.
—Estás bien así.
—Vaya, qué consuelo, además, ni siquiera tengo amigos.
Él se ofendió. De nuevo lo estaba dejando pintado al no contarlo como amigo:
—¡Claro que los tienes!
Ginger lo miró sarcástica.
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