Jesucristo. Los evangelios. Terry Eagleton
visto a sí mismo como el verdadero profeta de los últimos días, otro papel anticipado por el Antiguo Testamento. Pero los Evangelios no pretenden ser documentos psicológicos. No nos proporcionan muchos datos sobre el concepto que Jesús tenía de sí mismo, dando en primer lugar por supuesto que él tuviera una idea definitiva de quién era. Aun así, «¿Qué hacéis conmigo?» es el reto que implícitamente dirige a los otros, los cuales pueden verlo como falso profeta o como Hijo de Dios. En este doble filo tiene algo de la ambigüedad del chivo expiatorio o pharmakos, a la vez bendito y maldito, reverenciado y vilipendiado, en una capital ya muy cargada de tensión. Cuanto más se le «hace pecar» en nuestro favor, mayor es su santidad.
Puede ser que el violento acto con que Jesús trata de vaciar de mercaderes el templo, peligrosamente próximo a la blasfemia, fuera bastante para ponerlo en el punto de mira de sus antagonistas. La veneración del templo constituía una característica esencial del judaísmo, y atacarlo era atacar a Israel. Además, la compraventa a la que Jesús parece haberse opuesto era necesaria para los rituales del templo, ordenados por Dios mismo, de modo que interferir en estas transacciones podría haberse tomado por religiosamente ofensivo. Algunos estudiosos consideran que la acción fue suficiente en sí misma para justificar su arresto y ejecución. Los comerciantes del templo, la mayoría de ellos prorromanos, eran generalmente despreciados por los judíos, de manera que la minidemostración de Jesús contra ellos tal vez aumentara su estatus como héroe popular. Habría, pues, agudizado los temores de las autoridades judías. Los rectores del templo tenían el control de las divisas y la economía de Israel, por lo cual el lugar era, entre otras cosas, percibido como un bastión de la clase dirigente.
La expulsión de los mercaderes no fue, sin embargo, llevada a cabo como un gesto «anticapitalista». Jesús sabía muy bien que los peregrinos no se llevaban de casa los animales para los sacrificios, temerosos de que los sacerdotes que los inspeccionaban a su llegada los encontraran inapropiados. En consecuencia, compraban una paloma o un pichón en el propio templo, y para ello necesitaban cambiar moneda. Jesús vuelca las mesas de los cambistas y los vendedores de pichones, y declara el lugar una cueva de ladrones, pero hoy en día se considera que estas palabras son una adición posterior. Lo que probablemente estaba haciendo era destruir el templo simbólicamente más que expresando su disgusto por el turbio comercio que en él se producía. La parafernalia de la religión organizada debía ser sustituida por un templo alternativo, es decir, su propio cuerpo asesinado y transfigurado. Ya había causado problemas con su aparente amenaza de demoler el templo... aunque serían los mismos romanos quienes lo harían unos cuarenta años después de la muerte de Jesús. Dado que en el Templo de Jerusalén podrían haber fácilmente cabido una docena de campos de fútbol, su derribo por un hombre solo no debía de constituir una empresa de poca monta. Jesús parece profetizar la destrucción del templo, aunque resultó equivocarse sobre que no se dejara piedra sobre piedra. En lo que podemos llamar el criterio de disimilitud, las profecías incumplidas son más probablemente auténticas que las cumplidas.
No acaban de estar enteramente claros los cargos contra Jesús. Las explicaciones de los Evangelios sobre este particular son mutuamente contradictorias, y es posible que los evangelistas mismos estuvieran tan inseguros sobre los intríngulis legales del asunto como nosotros hoy en día. Después de todo, no fueron testigos presenciales de estos acontecimientos, ni, en realidad, de ningún otro acontecimiento en la vida de Jesús. No se trata de relatos de primera mano. La impresión general es de que toda la casta dirigente judía era contraria a Jesús, pero no fue capaz de encontrar una base común para su oposición. Desde luego, se le acusó de blasfemia; de hecho, a Caifás se le presenta en el juicio como rasgándose las vestiduras en respuesta a las ofensivas palabras de Jesús, un gesto de horror y repugnancia para un judío del siglo i, y expresamente prohibido en el Levítico. Pero los romanos no se habrían preocupado por eso, y ejecutar a alguien como pseudomaestro o pseudoprofeta era algo en cualquier caso sumamente infrecuente en tiempos de Jesús. Caifás tuvo por consiguiente que inventarse alguna acusación que legitimara la ejecución de Jesús a los ojos de los judíos, al tiempo que sonara lo bastante alarmante como para que los romanos les permitieran disponer de él. Protestar porque afirmara ser rey de los judíos, aunque no tengamos pruebas de que lo hiciera, cumpliría de sobra los requisitos. Adecuadamente tramada, podría sonar a algo así como: blasfemia para los judíos y sedición para los romanos. Pero para hacer que se crucificara a Jesús también podría haber bastado notificar al procurador romano, Poncio Pilato, que, en unas condiciones políticas tan volátiles, este indisciplinado vagabundo representaba una amenaza para la ley y el orden.
Los romanos no siempre trataban tales asuntos obedientemente, de la misma manera, pero Pilato parece haber tenido una particular propensión a los linchamientos. En los Evangelios es presentado como un liberal vacilante propenso a la metafísica, pero disponemos de suficientes documentos históricos sobre él como para estar seguros de que no era así en absoluto. De hecho, era un virrey famoso por su brutalidad, un funcionario acusado de cohecho, crueldad y ejecuciones sin juicio, y que acabó siendo deshonrosamente depuesto del cargo. Parece haber crucificado bastante indiscriminadamente, lo cual puede contribuir a explicar por qué fue tan perentoriamente condenado a muerte a pesar de que no constituía amenaza alguna para el Estado. Si Jesús se hubiera enfrentado a un régimen más liberal, bien podría haber salido indemne. En cualquier caso, si realmente fue un peligroso agitador político, resulta sorprendente que las autoridades le permitieran salir vivo de Galilea. No fue así como se comportaron con Juan el Bautista.
Si los evangelistas minimizan la depravación de Pilato a la vez que subrayan la responsabilidad de los judíos en la muerte de Jesús, ello se debe en gran medida a que la primera Iglesia tenía sus propias razones para mantener buenas relaciones con las autoridades imperiales. Todos los Evangelios traslucen un impulso a incriminar a los judíos y exculpar a los romanos. La escena en que los judíos aceptan la responsabilidad por la muerte de Jesús («Su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos») es claramente una interpolación introducida en los primeros tiempos de la Iglesia. Estos documentos se escribieron en una época (70-90 d.C.) en que la fe cristiana se estaba extendiendo rápidamente entre los gentiles, y por esta razón los evangelistas minimizan ciertos rasgos judaicos. Si Jesús no afirma inequívocamente ser el Mesías, por ejemplo, puede en parte deberse a que el concepto habría sido incomprensible para los gentiles. Es una idea exclusivamente judaica. La tradición mesiánica no está preocupada por la redención de la humanidad, sino por la liberación de Israel de sus enemigos políticos. Es un tema nacionalista, lo cual puede ser una de las razones por las que Jesús trató de distanciarse de él. Los Evangelios son obra de un grupo judío obligado a repensar su identidad en términos universalistas. Están tratando de traducir lo que reconocen como asuntos domésticos en una forma generalmente accesible.
La comparecencia de Jesús ante el Sanedrín o consejo judío de gobierno parece haber distado de ser una farsa judicial. Desde luego, su propósito no era liquidarlo a todo trance. De hecho, los miembros del consejo parecen no haberse puesto de acuerdo sobre si el acusado era un blasfemo o no; pero probablemente él selló su propio destino al negarse a responder a sus preguntas. Lo más probable es que fuera condenado por insubordinación y entregado en cuanto peligroso para el orden público a los auténticos poderes seculares que los mismos miembros del Sanedrín tanto aborrecían. Probablemente, Pilato ordenó su ejecución como embustero mesiánico, aunque ni él ni el mismo Jesús creyeran que lo fuese. El Mesías (Christos en griego) era considerado por los judíos como una figura regia, con aspecto guerrero, mientras que la satírica entrada de Jesús en Jerusalén a lomos de un jumento puede interpretarse como un gesto antimesiánico, un manotazo irónico a conceptos como el de la soberanía militar. (Sin embargo, la acción es ambivalente: también cumple una profecía del Antiguo Testamento sobre la llegada del rey de Israel.) Los mesías no nacen en establos. Jesús es un remedo de Salvador de pésimo gusto. Nada de su sufrimiento y su muerte se presenta como heroico. La idea de un Mesías crucificado es un oxímoron tan absurdo como el concepto de un tirano de corazón tierno. Un Mesías fracasado constituiría una novedad absoluta en la tradición judía. También habría sido un concepto grotescamente ofensivo. Los primeros cristianos se estaban jugando el cuello por una afirmación que para los demás judíos habría resultado repelente y completamente extravagante.
No está, de hecho, enteramente